El nieto de Juan Carlos Mesa lo despide: "Mi abuelo, el oso con traje"
Tomé conciencia de que mi abuelo era mi abuelo una vez que me vino a buscar al colegio para ir juntos a almorzar y provocó una estampida de niños exaltados que se abalanzaron en masa sobre él. La voz finita de un minicentinela en guardapolvos que gritó "¡Miren, el gordo Mesa!" me hizo girar también a mí, así que pude ver claramente cómo más de la mitad del patio futbolero del La Salle dejaba picando en cámara lenta las plastiball naranjas para correr, gritar y saltar envolviendo a mi nono como si fuese una especie de jefe tribal africano que les acababa de devolver la lluvia.
Pasaron los años y comprobé una y otra vez que era muchísima la gente que lo quería y sentía la necesidad de abrazarlo. Lo terminé de comprobar estos días. Y no sólo chicos en un patio de colegio, aunque todos parecieran bastante más chicos cuando abrazaban a ese oso con traje que inspiraba confianza y generaba ternura. Todos lo abrazaban por oso bueno (eso está claro), pero también por haber sido uno de los tipos más talentosos que tuvo la historia de la radio y la televisión argentina. Tardé un tiempo en darme cuenta de esto último, porque como todo adolescente jugaba a subestimar a la televisión y a poner en duda las virtudes de la familia, pero su originalidad elegante era demasiado evidente como para hacerse el distraído.
Yo le pedía que me contara y él me contaba (le encantaba hablar con sus hijos y sus nietos) alguna anécdota con Tato, con Goyeneche, con Troilo. O con su querido amigo Gianni Lunadei. Hasta con Pappo tenía una anécdota. Y yo escuchaba esas historias fascinado. Primero porque eran delirantes y auténticas, y después porque las contaba con la naturalidad de quien relata la vez que instaló un aire acondicionado. Otra cosa que me llamaba la atención era que en sus anécdotas, al igual que en sus gags, siempre quedaba bien el otro. Y ahora que lo pienso, las anécdotas que más voy a extrañar de mi abuelo no son aquellas con personajes famosos o situaciones extravagantes, sino las más simples, las del aire acondicionado. Aunque si la contaba él seguramente hubiera sido "la vez que intenté instalar un aire acondicionado". Y por si todo no alcanzara para conquistar a un nieto adolescente, mis héroes humorísticos de Cha Cha Cha lo nombraban en los reportajes e incluso le asignaban el rol de maestro inspirador. Cada vez me quedaba más claro que el oso Juan Carlos, además de ser mi abuelo, era un grande de verdad.
Juan Carlos Mesa nació en Córdoba en 1930 y estamos en condiciones de afirmar que se hizo absolutamente de abajo. En Mesamorfosis, una autobiografía distinta, tierna y cargada de una felicidad artesanal, cuenta muy bien y en colores los inicios de su carrera. Inicios en los que se animó a escribir poemas, letras para canciones, salir de gira con extrañas obras de teatro y realizar sketches radiales. Era un autodidacta absoluto y siempre se encargaba de recordarlo (como si pidiera disculpas vaya uno a saber por qué), pero así como se las ingenió para aprender solo también queda claro que eso no lo frenó jamás. Siempre me intrigó cómo una persona que estuvo continuamente pendiente de no incomodar a los demás y que odiaba dar órdenes haya logrado hacer una y otra vez lo que quería. Una manera muy Juan Carlos Mesa de salirse con la suya.
La matraca, La tuerca, Verdaguer y sus inquilinos, Festibiondi, Tato vs. Tato, Hupumorpo, Humor redondo, Los Campanelli son sólo algunos de los primeros éxitos en los que se desempeñó como libretista poco tiempo después de haber llegado a Buenos Aires acompañado por su mujer, Edith, y con mi viejo en brazos.
Una vez me contó que en su primer trabajo porteño le pagaban por tiempo. Su salario estaba directamente relacionado con la cantidad de minutos que estaba al aire cada uno de los sketches que había escrito. De eso también iba a depender el tiempo de su estadía en la Capital. De lo que no me voy a olvidar nunca es de una imagen que me regaló: mi abuela mirando esas emisiones sentada en la cama del hotel que les había pagado el canal y sosteniendo en su mano un cronómetro.
Y acá me veo obligado a frenar un poco, porque es imposible hablar de mi abuelo sin hablar de mi abuela. Pasaron juntos más de medio siglo y funcionaban como un engranaje perfecto y a la vez como una dupla cómica imposible de superar. Ni siquiera por la que formó con Gianni. Cabe aclarar que a mi abuela no le preocupaba demasiado incomodar al otro y no sólo no odiaba dar órdenes, sino que las daba permanentemente. Criar muchos varones que comían desaforadamente y se sacaban los zapatos tirándolos contra la pared como pateando un penal no hubiera sido tarea sencilla para aquel oso bueno y despistado que se sumergía en la máquina de escribir de su escritorio por horas a armar y desarmar rompecabezas distintos todos los días.
Mi abuelo delegaba todo lo bélico en mi abuela Edith, que no sólo era capaz de pelearle el precio de un contrato al mismísimo Vladimir Putin, sino que mantenía el universo en orden para que estuviera organizado cuando Juan Carlos volviera de su vía láctea creativa. Porque mi abuelo se iba. Se subía a su submarino amarillo y se iba. A veces mi viejo o mis tíos se ponían de mal humor porque a mitad de un relato de algo importante notaban que el capitán Juan Carlos flotaba en el espacio. Pero a la que más enfurecían estas lagunas era a mi abuela. ¡Justo ella! La misma que propiciaba todo para darle rienda suelta al vuelo mental de mi abuelo y a veces se veía obligada a hacerlo aterrizar de un tirón violento. No me quiero poner cursi ni supersticioso, pero quizá tenga algo que ver con eso el hecho de que cuando mi abuela ya no estuvo más acá mi abuelo cayó internado y nunca más se recuperó. Hasta ahora que se fue en serio y ya no está Edith para traerlo de un tirón.
Después de sus primeros años remándola todos los días desde su máquina de escribir llegaron los tiempos de la fama. Y no sólo la fama, sino una cima de su popularidad que se llamó Mesa de noticias, un programa diario de humor que duró de 1983 a 1988 y marcó a una generación. Todos los días escribía una infinidad de situaciones, en su mayoría absurdas y disparatadas, que sucederían horas más tarde en el prime time del ATC de comienzos de la democracia. Pero a pesar de haberse transformado en una verdadera estrella que no podía entrar a un restaurante sin que alguien se acercara a saludarlo, o asomarse en el patio de un colegio sin desatar una avalancha de guardapolvos, nunca dejó de remarla ni mucho menos se apartó de su máquina de escribir. Siempre se definió ante todo como un autor y fue sin ninguna duda la actividad favorita de toda su vida. Me acuerdo de pasar a cualquier hora del día o de la noche por delante de su escritorio y verlo ante la máquina de escribir moviendo una pierna en tic nervioso o mordiéndose el cuello de la chomba para calmar la ansiedad.
Durante años se levantó a las cinco de la mañana para escribir los sketches de humor que se escucharían por radio unas horas más tarde. O para ir acumulando hojas y hojas al lado de la máquina hasta terminar el programa de televisión que protagonizaría esa misma noche. Todavía no existía Internet y la moto con los libretos llegaba sólo unas horas antes de que a él lo empezaran a maquillar. Incluso en sus últimos años, con varios problemas de salud a cuestas, se las arregló para escribir obras de teatro y libros. Sin contar los constantes mails que nos mandaba a sus familiares y amigos ahora que no hacía falta llamar una moto.
No sabía vivir de otra manera que no fuera escribiendo. Esa capacidad de escribir sin parar es otra de las cosas que siempre me van a sorprender de mi abuelo; yo estoy hace un rato frente a la notebook y ya siento que me merezco una semana en el Caribe. Mesa hay uno solo. Me resulta raro estar escribiendo esto y asimilar que ya no voy a poder escuchar más sus historias ni comer juntos esos bifes de chorizo de La Cabaña que pedíamos cuando me rescataba cada tanto del patio escolar. Ni siquiera voy a poder ir a visitarlo al Sanatorio de la Trinidad para agarrar una de esas manos enormes que tanto había golpeado contra las teclas.
Como todas las personas, mi abuelo era muchas en una, pero en su caso era muchas buenas personas. Y en el cuerpo de un oso.
El autor es el nieto de Juan Carlos Mesa
El texto salió originalmente en la revista digital La Agenda
Ezequiel Mesa
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