La fiesta del Martín Fierro es la coronación de la pereza y la falta de preparación
Está escrito desde hace muchísimo tiempo y nadie parece resuelto a cambiarlo. La comunidad televisiva argentina vive cada año la noche del Martín Fierro como su gran celebración. Se conforma con eso y no con transformar esa velada en el mejor programa de televisión de toda la temporada.
Esto último es lo menos que podría esperarse de quienes se jactan todo el tiempo de contar en la Argentina con suficiente talento, creatividad, capacidad de producción y potencial para llevar al mundo con éxito los contenidos televisivos locales. Y que en vez de mancomunarse por una vez en todo el año para unir fuerzas y celebrar la actualidad del medio con el despliegue de sus recursos y la afirmación de su lenguaje prefiere reducir su mayor festejo a la modesta escala de una amable comida de camaradería.
Este año el azar y otras circunstancias quisieron que el Martín Fierro doméstico se celebrara al mismo tiempo que la noche de los Tony (los premios al teatro y a los musicales de Broadway equivalentes del Oscar) en Nueva York. La comparación mano a mano (y minuto a minuto) dejó más que nunca a la vista las diferencias de concepto entre dos encuentros que responden a la misma esencia: reconocer los méritos artísticos.
La brillante fiesta de los Tony es el resultado de un largo y laborioso camino del que participan guionistas, productores, técnicos y artistas. Todos ellos se ponen al servicio de una idea fuerza: para premiar a los mejores debe haber un marco inmejorable, acorde con esos galardones. Por eso hay cuadros especiales ensayados y preparados al detalle, monólogos y sketchs que funcionan como síntesis y recorrido de todo un año de actividad, junto al compromiso de decenas de figuras (nominados o no) puestas al servicio de ese espectáculo único por definición. Todo ocurre en un teatro poblado de estrellas que no dejan de prestar atención en ningún momento, porque siempre habrá algo interesante allí por ver y escuchar.
Aquí pensar en algo parecido resulta imposible. El propio diseño del lugar de la velada (un salón con mesas y varias sillas que le dan la espalda al escenario) conspira contra el interés que podrían despertar las actividades programadas. También lo hace la resistencia férrea de los invitados (sobre todo los famosos) a aceptar un modelo de celebración que no incluya comida y bebida. Y están los factores objetivos: varios de los nominados llegaron con la fiesta ya en marcha porque debían cumplir obligaciones actorales en teatros porteños. ¿Cómo no contribuir así, aunque fuese involuntariamente, al desorden de gente que va y viene, saluda o charla, mientras los ganadores agradecen casi en vano?
Si es imposible pedirles a ellos, cargados de obligaciones, que preparen cuadros, dediquen tiempo o ensayen pasos de comedia exclusivos para la ocasión. ¿Por qué no hacerlo entonces a quienes se encuentran circunstancialmente inactivos y son grandes referentes de la tele? Hemos dicho siempre que sobran talento, alardes de producción y capacidad de trabajo entre quienes hacen televisión en la Argentina. Pero la fiesta del Martín Fierro es la coronación de la pereza y la falta de preparación y de ensayos. Algo que quedó a la vista en el momento del reconocimiento a los anteriores presidentes de Aptra, la entidad organizadora, que celebró anoche sus 60 años. En un momento, el conductor Marley pronunció mal el apellido de uno de ellos, Francisco Loiácono, destinatario de una plaqueta de reconocimiento. Un encuentro de estas características requiere al menos un ensayo general previo para evitar tropiezos tan elementales e incómodos.
Frente a tanta escasez, no le quedó a Marley (cuya simpatía y profesionalismo son indiscutidos) otra cosa que dedicarse a repartir salutaciones y lisonjas entre los invitados más reconocidos y los favoritos para llevarse los premios. Un recurso más propio de la fiesta aniversario de un club de barrio que de la celebración de una industria que mueve millones. Un buen guionista hubiese anudado todas las referencias a las figuras y a las candidaturas al premio (alabanzas incluidas) en un atractivo monólogo de apertura. Pero nadie parece fijarse en esos detalles. También debería evitarse en el futuro designar a un conductor que figure entre los nominados. Esta superposición siempre genera desprolijidades.
La velada resultó amable y distendida para los invitados, entre otras cosas porque casi todos los nombres fuertes (como es habitual) tuvieron su momento para festejar. Hubo emoción genuina en los discursos de agradecimiento de varios ganadores. Todos se tomaron su tiempo y extendieron más de lo aconsejable una fiesta que superó sin necesidad las cuatro horas. Por eso, a los ojos del televidente promedio, el Martín Fierro resultó tan convencional y previsible como las experiencias previas, marcadas como el actual por la sucesión de anuncios y premios carentes de alternativas o segmentos capaces de marcar la diferencia. Como el tributo a los 30 años de ShowMatch, que se limitó a un correcto montaje de las distintas épocas del programa.
Algo así también se habrá pensado al convocar a Tini Stoessel, que abrió la noche al aire libre con un cuadro musical y coreográfico que resultó completamente ajeno al resto de la ceremonia. El otro momento con música, el segmento In Memoriam, será recordado por razones ingratas: debió volverse a hacer porque en el primer intento, mientras Ricardo Montaner cantaba en playback un clásico de Alberto Cortez ("Cuando un amigo se va"), no se puso en el aire la lista completa de los nombres evocados. Hubo quejas y llamados a los organizadores, que invocaron problemas técnicos y tuvieron que hacer una disculpa pública antes de emitirlo por segunda vez, ahora completo.
La mayor sorpresa se produjo al comienzo, cuando el triunfo de Telenoche como mejor noticiero rompió la histórica tendencia de consagrar en ese rubro clave a los servicios informativos del canal que transmite la ceremonia. Pero después todo empezó a encaminarse para que 100 días para enamorarse, la ficción más exitosa, comentada e influyente de la temporada anterior, resultara finalmente consagrada con el premio mayor. Otra tendencia confirmada: el Martín Fierro de Oro distingue más que a un programa de cualquier característica a un producto televisivo determinado: la ficción anual de mayor valía y repercusión. Dos de sus protagonistas, Carla Peterson y Maite Lanata, dejaron los discursos más fuertes de la noche. A falta de referencias políticas explícitas, los reclamos fueron en favor de la ley del aborto y la de educación sexual.
Festeja también con esta consagración Telefe, el canal encargado este año de transmitir la ceremonia. También tuvo en su programación a Sandro de América, la miniserie que en algún momento de la noche abrió una módica instancia de suspenso porque su cosecha de premios llevó a algunos a suponer que tenía alguna posibilidad de disputar el cetro dorado, pero finalmente se impuso la lógica. Del otro lado quedó con las manos vacías La voz argentina, otro envío de Telefé que sin lugar a dudas merecía mucho más. Fue el programa mejor concebido, producido y emitido al aire de toda la TV abierta argentina en 2018. Y se vio forzado a competir en un rubro ajeno a su identidad (entretenimientos), pero así y todo resulta insólito que haya perdido a manos de La tribuna de Guido.
No fue la única incongruencia de la noche en el reparto de premios y castigos. Alguien tendrá que explicar por qué dos profesionales, Debora Plager y Paulo Vilouta, que cumplen la misma función en el mismo programa (Intratables) ganaron respectivamente por labor periodística y panelista. A la vez, la televisión argentina deberá hacerse cargo que el premio al mejor tratamiento de la actualidad con humor fue este año para un programa cuyo conductor acaba de maltratar frente a las cámaras a una persona que trabaja en la calle.