Martín Fierro 2023: Santiago del Moro, muy cerca del Oro y qué significan estos premios para la TV actual
El conductor debuta al frente de la ceremonia y es uno de los firmes candidatos a llevarse el máximo galardón, gracias al regreso arrasador de Gran Hermano a la pantalla; un análisis de esta fiesta televisiva nos lleva a entender hacia dónde va la industria y la crisis que atraviesa
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Quizás es lo único que sabemos todos (hoy) respecto de la TV de aire: que se entregan los Martín Fierro, esas estatuillas que celebran la televisión (y la radio, aunque no desentona ponerlo entre paréntesis) que llevan, a pesar del hiato 1977-1988 y el provocado por la pandemia entre 2020 y 2021, 64 años, desde los primeros en 1959, que serían prehistóricos porque aún no se llamaban “Martín Fierro” sino sólo “gauchos”. También que el anfitrión será Santiago del Moro, primera vez para él en la tarea y un recambio (generacional aunque a medias) respecto de los presentadores. Ahora bien: sabemos que durante unas veinticuatro horas (o hasta setenta y dos, si tenemos en cuenta los programas de chimentos que aún subsisten en tardes y mañanas de aire) los vestidos, los discursos, lo que pase entre las mesas y etcétera será parte de la ironía más que de la celebración de unos medios analógicos que, poco a poco, se disuelven. Uno se pregunta, más allá del aspecto totalmente lúdico del asunto, a quién sirven los Martín Fierro, qué implican o qué significan hoy. Es interesante porque Aptra no sólo se lo pregunta sino que, a su modo, trata de responderse desde que inauguró los Martín Fierro de cable y, desde 2017, los digitales. Revisando un poco la historia, con un poco de arqueología digital, se constatan experimentalmente ciertos hechos que todos vemos pero que, cosa curiosa, no afirmamos.
Una forma de entender hacia dónde va la televisión es qué categorías ya no existen. Ejemplo: Mejor show musical y Mejor show, que funcionaron desde mediados de los sesenta hasta -en el segundo caso- mediados de los setenta (antes del parate durante la dictadura). “Show musical” era eso: una especie de music-hall con cantantes y bailarines. “Show” solo podía incluir también humor y entrevistas (quizás haya aún alguien que recuerde Casino Phillips, o La campana de cristal, o La revista de Dringue; o en los setenta -aunque no en épocas “de Martín Fierro”- El show de Andrés Percivalle en las noches de domingo de Canal 13). Ya no. Hay una categoría que se llama “Teatro televisado”, por ejemplo, que funcionó de 1966 a 1972 (por ahí funcionaban tanto Cosa juzgada como Teatro como en el teatro, rodado con público en vivo a cargo de Nino Fortuna Olazábal y con conducción de su mujer, Carucha Lagorio). La categoría “Unitarios” pasó a recubrir esta, de todos modos.
Hubo premios a la escenografía, hubo premios a la iluminación. Entre los años 90 y 2009, aunque en diferentes períodos, se separaba la actuación en drama de la actuación en comedia. Las categorías que cambiaron, las que se eliminaron y las que se crearon reflejan el modo en el que cambió la televisión desde su primera década importante -los sesenta, con la aparición de las dos primeras emisoras privadas Canal 13 -de Goar Mestre- y Canal 9 -de Alejandro Romay; más tarde seguidas por el Once de Héctor Ricardo García-. En esos tiempos y hasta entrados los años ochenta, la televisión cubría todo el espectro posible del entretenimiento, lo que implicaba premiar cosas muy diferentes entre sí en categorías específicas. Es interesante también constatar -y los premios permiten hacer este tipo de relevamiento- que la TV en cierto sentido se comió a sí misma. Era “todo” en casa (cine, teatro, noticias, deportes, música, etcétera), pero la tecnología (el VHS, el cable, el DVD, Internet, las plataformas) tomaron a ese sedentario que era el televidente y le dieron las herramientas para elegir lo que quería... cuando quería. No por nada la audiencia televisiva global baja -en promedio- un 5% interanual. El aparato está, pero es otra cosa.
Por eso ya no hay teatro televisado, ni premios a los shows. Sí hay premios al reality, que comenzaron a entregarse en 2007 y donde hubo de todo (Gran Hermano estuvo nominado, algo normal, pero también el “Bailando...” de Marcelo Tinelli en ShowMatch, que es bastante relativo y hasta llegó a desconcertar al productor/conductor). Pero este premio, que tiene una lógica intachable, está relacionado con el único campo junto con el deporte en el que la TV de aire es imbatible: presentar lo que pasa al mismo tiempo que pasa. Ese es el gran mito fundador de la televisión, amigos. La televisión es un medio, no un arte. No es el cine: el cine es siempre “en diferido”, la película que vemos hoy se terminó quizás hace dos años, es siempre pasado y está manipulada incluso después de ser filmada. La televisión nace de que podamos “ver” (lo que en estos casos, gracias a la mágica hipnosis de la caja ya no boba, equivale a “estar”) al instante todo. Así, la última frontera era la intimidad de las personas. El reality show la cruzó e hizo de la televisión lo que debía ser cuando nació.
Así que el Martín Fierro, como vemos, tiene algo de registro arqueológico. Uno se pregunta qué pasará con los premios una vez que las generaciones que hoy sólo ven videos de youtubers o registros de jugadores de Minecraft un poco a la pasada sean los televidentes que quedan. Quien tiene hijos de hasta 20 años sabe que el término “zapping” debe de ser explicado y colocado en el debido contexto. Hay algo gracioso y melancólico cuando se recuerda el “aguante la ficción, carajo”, de María Valenzuela en 2000. Fue el año en el que empezaron a llegar los realities, cuando ganó -segundo año consecutivo- por su protagónico en Primicias, tira de Polka donde interpretaba a una periodista. Y ya había una acusada crisis de producción de telenovelas, telecomedias, unitarios y etcétera. Hoy, salvo enlatados utilizados para cubrir baches de programación, es ínfimo lo que se hace. Las nominaciones de este año en ficción están acaparadas por tres o cuatro envíos (El Hincha, Dos 20, El primero de nosotros, La 1-5/18, y poco más). No necesariamente porque sean las mejores, sino porque es lo que hay. Volviendo a la posibilidad arqueológica, la novedad del año es el “branded content”, es decir los programas de TV realizados por una marca. Otra de las cosas que alguna vez iban a suceder: que la publicidad, tarde o temprano, fuera el programa. Ok, no es novedad: ¿ya mencionamos Casino Phillips, verdad? Podríamos agregar La familia Falcón, también. Sólo que una cosa es “auspicio” y otra que la marca y el producto protagonicen el programa, como sucede con El gran bartender, de la famosa bebida alcohólica que se publicitó post llegada de Colón como “batido con limón”.
Sin embargo, lo más interesante de estos premios es su persistencia, su capacidad gatopardista para permanecer cuando la televisión de aire está dando los últimos hurras. En la Argentina quizás la desaparición televisiva tarde más que en otras partes. En los EE.UU., el crecimiento de los canales FAST (que no son otra cosa que la televisión, con grilla horaria y publicidad, pero en formato OTT) y la exploración que las propias plataformas hacen del soporte por publicidad muestran que una cosa es extinguirse cono los dinosaurio y otra cosa es mutar como los mamíferos. Pero estas mutaciones aún son tímidas en nuestro país, y el retraso tecnológico que los cíclicos apocalipsis económicos generan a repetición hacen que sea difícil saber cuándo ha de suceder lo inevitable. Punto para los Martín Fierro, entonces y razón para que persistan -dicho sea de paso, son simpáticos y uno se divierte un rato, lo que en estos tiempos ya los justifica. Pero también vemos los Emmy. Y hay una grandísima diferencia entre los Emmy y los Martín Fierro que, cosa curiosa, no es el idioma.
Un premio Emmy permite destacar un producto que tiene una audiencia global. Es cierto, hay muchos Emmy, que se entregan en diferentes días. Los hay para la programación diurna, por ejemplo, y para la nocturna o para los productos de cable. Esos son los más “pesados”. Pero un premio Emmy permite, entre otras cosas, instalar un producto más allá de las fronteras de los Estados Unidos (casos claros fueron los triunfos de las comedias Ted Lasso o de Schitt Creek), generan curiosidad por ese contenido y eso hace que aumente su audiencia. Aunque no parezca, aunque haya cancelaciones y cortes abruptos, las ficciones “televisivas” (la palabra queda corta) se hacen para durar, para generar franquicias y negocio a largo plazo merced no sólo a ser parte del acervo de una plataforma que cualquiera puede contratar en cualquier momento (¿No vio Game of Thrones? Suscríbase a esa plataforma que la tiene) sino, en última instancia, a la sindicación, algo que hoy mismo Warner y Netflix están acordando para intercambiarse (o alquilarse) series y películas. Es la sindicación, de paso, la que nos permitió ver series hasta la llegada del on demand. Pero la televisión argentina no sigue ese modelo. En principio, casi no queda nada del pasado, y hablamos de que casi no hay un ejemplo de las entrevistas de Guinzburg y Abrevaya en La noticia rebelde, o del hoy pertinentísimo dictador de Costa Pobre creado por Alberto Olmedo, que son de los años ochenta. Y luego, que la deriva ha llevado al reality, a la realización local de formatos extranjeros (La voz argentina, MasterChef, etcétera) y a la actualidad. Ergo, nada que sindicar, porque -volvamos- la Argentina realizó la utopía fundacional de la TV: lo que pasa cuando pasa mientras pasa.
Así que la posibilidad de que los premios Martín Fierro sumen valor agregado a un programa es casi nula. Sí es posible que le sume valor a un premiado individual, a un locutor radiofónico, a un periodista, a un cronista que puede encontrar en esa visibilidad un camino a mejorar su posición en el medio. Pero respecto del espectador, queda como una noche de show donde lo más interesante es que “pase algo”, que Lanata refiera por primera vez el término “grieta” (2008), que Diego Leuco se pelee al escuchar un insulto antisemita (2017) o alguna declaración política. O si falta alguien en el In Memoriam de rigor. Y sí, los vestidos. En última instancia, los Martín Fierro sirven para constatar el estado de la televisión como espejo de lo que creemos que es la Argentina. Y en ese sentido, nos hacen una gauchada.
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