Tini llora emocionada, con la cara hundida entre las manos. Los dos participantes de su equipo acaban de cantar a dúo y ella tiene que decidir a cuál salva y a cuál manda a su casa, pero dice que no sabe: "Te juro que no sé". Axel, Montaner y la Sole, los otros miembros del jurado, ya dijeron que la canción fue perfecta, que no quisieran estar en el lugar de Tini en este momento. Un rato más tarde va a llorar la Sole; ahora se hace llamar Soledad, como si su marca estuviera mutando hacia un lugar nuevo, pero cuando tiene que elegir al ganador de su batalla hace un rodeo para demorar las razones, cita su primer Cosquín a los 15 años, la moraleja de que los sueños cuestan pero valen.
Los llantos llegan a nuestra casa después de pasar por la isla de edición, de ser cortados y pegados, adornados con un piano de fondo, y aún si somos conscientes de esa cadena de montaje, de los pasos industriales que tarda el dulce de leche en llegar a nuestra mesa, lo que resulta de estos llantos es que no parecen armados para nosotros sino para desafiar al rimmel. En el punto exacto en que los realities pueden acercarnos a lo que ni siquiera es en vivo pero está vivo.
Ya pasó un mes y medio desde su estreno y La voz argentina sigue haciendo 20 puntos de rating. Dejó atrás las audiciones ciegas, en que los aspirantes se presentan sin más armas que el canto, contra los cuatro jurados de espaldas, y está cerrando la etapa de las batallas y los knock-outs, los duelos cara a cara en los que ya no hay tanto misterio y en que hasta los productores auguraban una baja de la audiencia, pero ni siquiera. Y entonces cómo. Hay una suma de voluntades, de este lado, creyendo. Componiendo el éxito televisivo del año roto.
Del lado agujereado, Tinelli está pariendo la temporada más difícil desde que la televisión es el patio de su casa, con vaivenes entre los 23 puntos de la apertura de Showmatch, que incluyó un número de Chano rodeado de containers y acróbatas en el puerto de Buenos Aires, y los 9,8 de un viernes cualquiera, mientras Florencia Peña, ahora jurado, le dice a la bailarina Lourdes Sánchez, disfrazada de porrista de la NBA, que es imposible que todo salga perfecto, que si la pelota te pica mal te cagó la coreo.
Hay que desandar las planillas ida y vuelta para entender cómo pega un 9,8 en el ego de Tinelli, que alguna vez marcó 46 poniendo en cueros a Ricardo Fort, pero primero hay que contemplar que desde 2012, cuando Netflix desembarcó en Argentina, el encendido anual promedio de los canales empezó a bajar cada año como por una pendiente, transformando el 32,4 de esa temporada en los 20,5 con que va a cerrar 2018, el año que archivará, junto al paréntesis de Tinelli, varias postales más: los móviles sin gracia en las calles de Moscú durante el Mundial, el pico de 49,5 puntos en el gol de Mbappé que dejó afuera a la Argentina, la utopía forzada de Pampita arrojándose al vacío que va dejando Susana, abriendo su programa en Telefé y cerrándolo a los dos meses, la aparición de 100 días para enamorarse como el nuevo hit de ficción de Sebastián Ortega (además de la temporada 2 de El marginal), la noticia de Canal 9 declarándose en procedimiento preventivo de crisis, el desembarco de Fontevecchia y de Kweller con Net TV después de ganar la primera licitación por un canal de aire de los últimos 52 años para promediar, en su mes de estreno, 0,3 puntos de rating.
Contra la hemorragia de la industria, Kantar Ibope Media, que lleva los números de la televisión argentina hace 25 años, ya anunció que desde diciembre sumará el Time Shifted Viewing (TSV) a sus mediciones, agregando las vistas de los programas en diferido en las plataformas de grabación por cable al conteo tradicional del people meter.
Mientras tanto, filtrado entre las ruinas del año, un casting federal de canto se abrió paso entre gente que ya ni siquiera prendía la tele, o solo la prendía para buscar en series españolas lo que no encontraba en las turcas enlatadas. Que si nos vamos a dejar invadir, joder, que al menos sea en nuestro idioma original.
El germen de La voz es una lógica invertida: el artista consagrado suplicándole al participante desconocido que se quede en su equipo, que ignore la súplica de los otros tres artistas que lo tironean. El formato fue patentado por el holandés John De Mol, creador de Gran Hermano, y al revés que en el reality de los realities, en este caso la regla principal es que nadie va a salir herido: todas las voces son únicas, todas las desafinaciones se entienden por los nervios, todos son invitados a volver la próxima aunque nadie sepa si va a haber próxima. Entre esa energía positiva y las historias más o menos emotivas de los participantes se cocina la fórmula del formato, que desde su salida en 2010 se vendió en 67 países y que en Estados Unidos ya lleva quince temporadas consecutivas y vio pasar por el jurado a Adam Levine, a Pharrell Williams, a Alicia Keys.
La versión argentina tuvo su debut exitoso en 2012, discontinuado por los costos de producción, y seis años después vino a medirse contra la recesión y contra el código no escrito de la televisión argentina del siglo XXI, que es que un programa flojo pero en vivo hipnotiza más gente que uno bueno pero grabado. Contra ese riesgo, lo que el programa puso al aire es una escenografía justa entre la espectacularidad y el buen gusto, un montaje dinámico, que cada tanto roza el empalago o la búsqueda de golpes bajos pero no trata al espectador de tonto y nunca pierde el ritmo, y un casting previo minucioso, barriendo el mapa argentino y levantando voces entre buenas y muy buenas.
La primera gran escena de la temporada se vio en el programa piloto, cuando los cuatro jurados dieron vuelta su silla por Natalia Lara, una tanguera de 42 años de Tres Arroyos que terminó eligiendo a Soledad e improvisando "Que nadie sepa mi sufrir" con ella a dúo, con la coordinación y la química de los que se conocen de otra vida.
Para llegar a ese desvío de la rutina, la disputa por la participante había empezado con Ricardo Montaner incorporándose sobre el apoyabrazos de su silla para imitar la pose canchera de Axel y pedir la palabra mientras su competidor no cortaba el chamuyo: "Ustedes me dicen cuando me toque hablar a mí", dijo, provocando la carcajada cómplice de la tribuna. "Yo quiero decir algo muy profundamente", siguió. "¿A ustedes no les duele acá –señalándose el glúteo– cuando se sientan así?". En la leve tensión entre los dos machos sentados a cada punta, Axel cumple bien la función de primer anfitrión, haciendo sentir cómodos a los participantes que aterrizan del canto, pero estira su amabilidad hasta convertirla en monólogo, y Montaner es la chispa imprevista que alumbra el show, el que mejor entiende que la televisión es orden y ruptura y que la creatividad se desprende de los rompimientos. Sabe que la pantalla no le pide intervenciones sino one-liners, misiles que agiten cada tanto lo que se está estancando.
En su equipo quedaron las dos voces más likeadas por el público: el venezolano Irvin Escobar, de 18 años, que se presentó con una balada melódica de Bruno Mars y contó que llegó a Buenos Aires hace unos meses para escapar del régimen de Maduro, y Pablo Carrasco, un expolicía de Pergamino que quedó afuera en su primera batalla y encendió las redes de indignación, mientras su audición a ciegas sigue inflando el contador de YouTube con tres millones de vistas.
En el centro del jurado, Tini Stoessel es el lado inconsciente de la misma espontaneidad de Montaner, viniendo a decir cada vez que pueda, con los ojos y brazos abiertos, que no puede creer las voces que está escuchando, que está feliz de estar en un programa tan sano, como si sus 21 años fueran los 21 años de cualquier chica de San Isidro y no tuvieran en la espalda temporadas de llenar 77 Gran Rex después de girar varios meses por Europa.
Y al borde de esa hilera, Marley, que conduce a los protagonistas desde el backstage hasta el escenario para sacudirles los nervios. En los ratos en que no está viajando a Italia o a Vietnam para entrevistar a Paulo Dybala o comerse una cucaracha, o posando para la tapa de la revista Hola, o trabajando de CM para su hijo de un año y sus dos millones de seguidores en Instagram, el hombre que se burla de su propia torpeza está conduciendo el programa más visto del año.
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