Su famoso programa de elGourmet estrena una nueva temporada con episodios rodados en Kenia, Uganda y Senegal; Verónica Zumalacárregui adelantó a LA NACIÓN algunas de sus aventuras y reveló aspectos desconocidos de su vida
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Acaba de llegar de Mendoza y en horas partirá a Menorca, España. Al momento de conversar con LA NACIÓN, Verónica Zumalacárregui -”Vero” para todos- se encuentra en su domicilio del centro de Madrid. Toda una rareza encontrarla en su casa. Podría decirse que su hábitat natural es cualquier territorio del planeta Tierra, en donde los sabores autóctonos la convocan. “Me gusta mucho Madrid, es preciosa”, reconoce.
La conductora de Me voy a comer el mundo, uno de los ciclos más icónicos de la señal elGourmet, acaso cuente con uno de los trabajos más envidiados, en donde dos placeres irresistibles para las mayorías maridan muy bien: viajar y la buena gastronomía. Desde este miércoles a las 18, una nueva temporada mostrará lo registrado en Uganda, Senegal y Kenia. El corazón de África desde una perspectiva menos turística y mucho más conectada con la autenticidad de las raíces, aunque no desprovista de los tópicos del show televisivo.
-Más allá del imaginario en torno a tu trabajo, la actividad no debe estar exenta de sacrificios.
-Todo el mundo dice que tengo mucha suerte y que quisieran tener mi trabajo. Me siento muy afortunada y adoro mi trabajo, pero no creo que hubiese muchos capaz de hacerlo o que disfrutase con ello.
-¿Por qué?
-Lo que se ve es todo precioso, pero lo que no se ve es que es agotador. Tomo muchísimos aviones; por ejemplo, para llegar a Uganda me subí a dos aviones, hice escala, dormí en los vuelos, aterricé a las seis de la tarde y, antes de llegar, me maquillé, me tapé las ojeras, y salí corriendo del aeropuerto a grabar un asunto que sucedía en ese mismo momento. No se trata de llegar y relajarse como en un viaje de placer, sino rápidamente ponerse a trabajar. Es cansador hacer tantas maletas, padecer jet lag, dormirte mientras estás trabajando, a pesar que debés estar con la energía a tope. Pero, más allá de eso, me siento una privilegiada por poder vivir las experiencias tan genuinas como las que vivo, tener acceso a esas realidades gracias a la actividad a la que me dedico y a las que un turista normal no tiene posibilidad de conocer. Adoro mi trabajo a pesar de la parte sacrificada.
Históricamente, la comida significó en África un anclaje con el sentido de la vida. Una suerte de unidad entre cuerpo y alma, físico y espíritu. Entre lo tangible y lo que no lo es. Un vínculo en torno a la ritualidad del ecosistema comunitario.
-¿Cómo ha sido la experiencia en África?
-Maravillosa, a pesar de que la comida ha sido más exótica que de costumbre. Me gusta salir de mi zona de confort, sino no podría dedicarme a hacerlo. Realizamos el programa desde 2015, solo con un parate durante la pandemia, y, luego de haber recorrido tantos países de Occidente y Oriente, África ha sido todo un reto. Es mucho más complicado preproducir un programa allí.
-¿Con qué dificultades te encontraste?
-De pronto, les dejaba mensajes a algunos entrevistados y la respuesta llegaba con demora y eso era porque, quizás, había habido una gran tormenta y se habían quedado sin señal. En Kenia lo comprobé, las conexiones se caían fácilmente; entonces todo ha sido más complicado. De todos modos, hubo un componente de espontaneidad muy interesante, ya que no podíamos llevar todo atado de antemano, entonces aprovechábamos lo que iba sucediendo imprevistamente.
Los programas registrados en el continente africano recorrieron, como suele suceder en el formato, las bellezas naturales del lugar, las visitas a las casas particulares y un alto porcentaje de coberturas en la vía pública: “Más que restaurantes, hemos comido en los puestos de la calle, así que lo espontáneo ha sido un factor fundamental. Si bien es divertido, desde lo profesional me tenía más tensa durante el rodaje, pero fue un reto muy bonito”.
Zumalacárregui remarca que una de las experiencias más interesantes fue “convivir con los maasáis, los indígenas que viven en el Masái Mara, apreciar sus rituales, compartir sus celebraciones, no todo el mundo tiene acceso a eso”.
-¿Viviste alguna situación de riesgo en relación a convivir cerca de la naturaleza más salvaje?
-Por las noches, hemos dormido en lugares en los que transitaban hipopótamos, que son bastante peligrosos.
-¿Podías conciliar el sueño?
-Los oía, entonces me ponía tapones en los oídos y me hacía la tonta para no asustarme. También en las urbes hemos tenido momentos más críticos.
-¿A qué te referís?
-De pronto, el guía podía bloquear todas las puertas de la furgoneta o salir corriendo de un mercado porque nos seguía gente con no muy buen aspecto. Yo no estoy acostumbrada a eso. Ese tipo de cosas solo nos habían sucedido en Brasil, así que hemos tenido que ir con un poquito más de cautela.
Somos lo que comemos
Vivió desde chica en las afueras de Madrid, pero su vida adulta la encontró ya instalada en la ciudad. “Soy muy urbana”. Aunque, gajes del oficio, se aleja de todo aquello que tiene atmósfera for export.
-En tu ciudad, ¿visitás mucho el Mercado San Miguel tan reconocido a nivel internacional?
-No tanto, creo, de un tiempo a esta parte, se ha tornado demasiado turístico.
-Me voy a comer el mundo, desde la gastronomía, propone ser un vehículo entre la cultura, lo patrimonial, la tradición, la posibilidad de pensar desde lo arqueológico. ¿Compartís esta idea?
-Me encanta que lo aprecies. Hay algo que suele pasar desapercibido y es que todos los que aparecen en el programa, son personas locales que hablan en español. No se trata que un argentino o un español nos cuente qué come en Vietnam, sino que se trata de un vietnamita que habla español y cuenta sobre lo que come. Claro que tiene un valor cultural el programa, desde allí se pueden pensar las costumbres y las tradiciones, la cotidianidad de la gente de los cinco continentes. Me gusta entrar a las casas y ver cómo viven, en qué Dios creen, cuál es su filosofía de vida.
-Todo se relaciona, desde la creencia en determinado Dios hasta con lo que se sacia el apetito. Una frase sentencia “somos los que comemos”.
-Por eso, me gusta mucho abrir las neveras, siento que son una radiografía de la demografía de ese país, es una foto sociodemográfica. Hay mucha comida, menos comida, se trata de una sociedad más opulenta o más empobrecida, consume más verduras o más carnes, más o menos bebidas, priman los procesados. En Japón todo es en medida pequeña, en los Estados Unidos todo es gigante. Abre la nevera y puedes averiguar mucho de esa sociedad a nivel cultural.
-¿Cuál creés que es el diferencial de tu programa?
-Creo que tiene que ver con que me meto dentro de las casas y participo de las realidades sin juzgarlas. He dicho que no a pocas cosas, en general no juzgo y acepto lo que me ofrecen. No desperdicio la comida, no la tiro, vivo esa realidad como una más. En ese momento, soy una más de la casa, por eso no se ve banal. Salvo Estados Unidos o Emiratos Árabes, donde hay mucha opulencia, incluso comidas con oro, lo que hacemos es la cotidianidad de la gente; por eso el programa no tiene el tinte banal en el que se podría caer.
A pesar de viajar permanentemente, de vivir con las valijas listas para partir, Verónica Zumalacárregui se las ingenia para encontrarle algunos rasgos de normalidad a su cotidianidad. “Tengo como pareja a un hombre muy seguro de sí mismo que puede estar con una mujer independiente como yo y que me admira por mi trabajo. Además, él adora comer y viajar, así que entiende mi estilo de vida, lo comparte”.
-¿Podés llevar vida social?
-Aunque viajo mucho, también estoy muy presente. Tengo un grupo de amigos enorme y muy buenos. Eso que se dice que los amigos se cuentan con los dedos de una mano, nada que ver, tengo muchísimas manos para contar a todos ellos. Y estoy en permanente contacto con mi familia, no vivo la sensación de estar lejos de los míos. Cuando estoy en Madrid hago lo posible por ver a todo mi círculo, por lo menos a los más allegados. No estoy desarraigada, tengo raíces bien cimentadas.
-Cuando salís a comer con tus amigos, ¿continuás con la vara muy alta y evaluando la gastronomía o podés despegarte de tu rol profesional?
-Me adapto muchísimo, mi chico tiene buen paladar y nos divierte charlar y evaluar la comida, pero si voy con mis amigos a un bar de tapas, me amoldo a ese momento y hasta puedo comer algo que no me fascina. De todos modos, me gusta mucho la comida de bar, el tapeo, un bocadillo de lomo con pimientos, algo muy castizo, madrileño. No necesito solo un menú Michelin, me gusta lo informal. Me adapto a la comida que quiere comer la gente con la que comparto ese momento.
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