A horas de haberse coronado como el mejor pastelero amateur, dialogó con LA NACION sobre su infancia en Río Grande, la pérdida de su madre y los difíciles momentos atravesados por su padre
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Tiene tono campechano, semblante de buen tipo si es que la bonhomía se puede definir por las apariencias. “Estoy intentando caer en lo que ha pasado, es casi irreal. Es una sensación hermosa, pero pienso si es verdad o es un sueño, me cambió la vida”, dice Carlos Martinic, el riograndense que, a los 30 años, fue coronado como el nuevo campeón de Bake Off, el gran pastelero, el certamen de reposteros amateurs de Telefe que anoche culminó su temporada.
“Jamás tomé clases de repostería, aprendí viendo programas de televisión, las competencias de cocina y pastelería son una gran escuela”, reconoce el joven docente que ejerce, en el colegio Don Bosco de Río Grande, como maestro auxiliar de 1° grado, maestro tutor en 4° año del secundario y da Didáctica de las Ciencias Naturales en el Nivel Superior, donde se forman los futuros maestros. “Mi vocación siempre fue enseñar”, aclara, como si fuese necesario. “Trabajaba tres turnos en una escuela y dejé todo para venir a Buenos Aires a hacer pastelería”, explica el campeón que compitió en la final con Facundo Tarditti, otro favorito de la audiencia que vio desfilar a 14 participantes a lo largo de todo el ciclo.
“Fue una experiencia muy linda, conocí a grandes compañeros, me hice amigo de la mayoría. Cuesta estar lejos de casa, así que fue una alegría encontrar tanta buena gente que me ayudó a vivir una experiencia muy particular, tan hermosa. Bake Off fue lo mejor que me pasó en la vida”, no dudó en reconocer Martinic.
A veces, los grandes acontecimientos de la vida llegan de manera azarosa y algo de eso hay en su llegada al programa. Cuando Telefe anunció la nueva temporada del certamen, el flamante campeón se anotó sin demasiada convicción: “Lo hice como un juego”. Para llegar a la carpa donde se grabó la versión local del formato internacional The Great Bake Off, debió sortear un exhaustivo casting que incluía varias pruebas, muchas de ellas realizadas por videoconferencia. Finalmente, 70 seleccionados debieron presentarse a un test presencial con consignas que permitiesen demostrar capacidad en torno a la elaboración de sabores y tiempos de cocción y un desafío técnico, como los que se vieron en el aire. Finalmente, un examen psicológico fue el escalón final para acceder a la competencia.
Además de los honores, Martinic ganó $1.500.000, cifra que ya tiene un destino: “Es algo que vino de regalo y que no quiero malgastar. Estudiaré gastronomía y pastelería y voy a guardar algo para invertir en un emprendimiento”.
-Alguna vez dijiste que montarías una pastelería en la casa de tu abuela.
-Ese fue mi gran sueño, pero la propiedad ya no pertenece a la familia y fue convertida en oficinas, pero haré algo en mi tierra, mi lugar tiene un encanto muy particular.
-Sé sincero, ¿cuál fue el integrante del jurado más complejo?
-No hubo un jurado complicado, me llevé bien con todos. Tuve mucha afinidad con Dolli (Irigoyen) y con Pamela (Villar), ya que se dirigen a uno con la palabra justa, tienen sensibilidad. Les tomé un gran cariño particular.
-No mencionás a Damián Betular...
-Damián es un tipazo, pero tiene tanta energía que te marea con todo lo que te quiere transmitir, pero, a pesar de eso, he aprendido mucho de él. Los tres son grandes referentes, los he seguido siempre.
-¿Cómo fue la relación con los demás participantes?
-He tenido alguna discusión, pero me llevé bien con todos.
-Ganar Bake Off, ¿implica un paso a la profesionalización?
-Los que pasamos por el programa seguimos siendo amateurs. En lo personal, tengo que perfeccionarme, por eso pienso volver a Buenos Aires a estudiar, me hace falta.
-¿Quiénes son tus referentes en el universo de la repostería?
-Son muchos, el jurado de Bake Off es un gran referente para mí.
Cuestión de sangre
La abuela de Carlos Martinic nació en Río Grande, Tierra del Fuego, el terruño austral donde, en pleno invierno, el sol sale al mediodía y se pone a la hora de la merienda. En esa tierra de hombres sacrificados fueron desarrollándose los Martinic, como tantos que poblaron esa zona de clima hostil y belleza inconmensurable: “A los que no son de acá, les cuesta adaptarse, les molesta la oscuridad”, dice el pastelero campeón, quien suele realizar largas caminatas con sus amigos maravillándose con el paisaje que lo cobija desde que nació, un amante de las travesías en los bosques que a solo 100 kilómetros de su casa se esparcen por esa tierra de nieves eternas. “Siempre tuvimos una chacra, por eso me apasiona la naturaleza y el contacto con los animales”, reconoce.
-¿Es dura la vida en tu tierra?
-Fue dura para los que intentaron vivir accidentalmente. Mi familia llegó en 1920 y todos tenemos un amor por el lugar que va más allá de las condiciones climáticas, lo disfrutamos.
Como en toda historia, algunos sufrimientos demasiado dolorosos lo marcaron, le forjaron el temple: “Tuve muchísimos dolores en mi vida, el más grande fue la pérdida de mi mamá. Yo tenía 18 años y mi hermana menor había cumplido tres. Desgraciadamente, padeció una enfermedad muy dura y falleció. La recuerdo siempre con mucho cariño”, dice con la voz entrecortada, este hombre que mencionó, una y otra vez, a su abuela y a su madre frente a cámaras y hasta instaló una foto de aquella casa familiar donde los días eran idílicos. “Mamá tenía 43 años cuando murió y fue papá quien tuvo que asumir todos los roles”.
-Tu padre es una figura muy presente en vos.
-Mi papá es todo un ejemplo de vida, es lo mejor que tengo. En su vida pasó de todo y siempre ha salido resiliente, esa fue una gran enseñanza que nos dejó. Se sacrificó mucho, buscó nuevos rumbos, está para darlo todo, es un tipazo.
-Se te percibe muy apegado a tu gente.
-Los Martinic somos muy familieros. Mi abuela y mi mamá mantuvieron muy unida a la familia. De hecho, aún hoy, los miércoles por la noche nos juntamos todos los primos a comer.
-¿De quién heredaste el arte culinario?
-Mamá jamás cocinó, eso lo hacía papá, pero ella era solidaria, muy activa, ayudaba a la gente en todo lo que podía. Nunca estaba sola, era muy amiga de todo el mundo.
-¿No hubo referentes frente a las hornallas?
-Mi abuela cocinaba tortas para la familia y para los amigos, de manera casera.
-Había referentes...
-Cuando era chico pasaba mucho tiempo en casa de mi abuela. Una vez me dio la batidora para que batiera una mousse y lo hice tan bien que terminaba llamándome siempre para que lo hiciera yo, ya que me salía mejor que a ella. Cuando se vendió su casa, hace un par de años, me quedé con su cocina económica a leña.
-A partir de Bake Off, ¿cómo se modificó tu vida?
-La primera vez que volví, con el programa ya en el aire, caminaba por las calles de siempre y los conocidos me sacaban fotos y se paraban a conversar. Hasta mi hermano me pidió una foto con él porque se la quería mostrar a alguien. “Federico, soy tu hermano”, le dije, medio para que reaccionara, pero igual se sacó la foto. Cuando volví al colegio, los chicos también me pedían fotos y me saludaban, como si fuese otro, era una locura, filmaban como si hubiera llegado una personalidad. Lo que más me sorprende es que, en Buenos Aires, que es una ciudad tan grande, la gente se pare para hablarme o los mozos de los bares me saluden. Es increíble.
-¿Seguirás enseñando en el colegio Don Bosco de Río Grande?
-El educador está dentro mío.
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