Con más de 20 puntos de rating promedio, los números sorprenden en un contexto de bajo encendido en la pantalla chica; el reality cautiva a distintos perfiles de público: el segmento adulto también se sube al fenómeno; la “realidad” televisada funciona como un imán no solo en la Argentina
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No fue el primero, pero se lo considera el “padre de los realities”, aun cuando el uso del vocablo en inglés sea más bien una convención. En Gran Hermano no hay ni “realidad” ni “realidades”, pero sí una suma de conductas editadas y concentradas en un grupo de adolescentes tardíos que se adaptan a la pulsión social del momento, formando un reflejo más o menos parecido a lo que se supone es “la vida real”. Una de las claves parece estar allí: una ficción construida con personas comunes frente a las que la audiencia no puede evitar tomar partido.
Todo ello con el lenguaje y los límites propios de un programa de televisión, el mejor de todos de acuerdo a los más de 20 puntos de rating en promedio que cosecha en cada una de sus emisiones desde su estreno en octubre último. El mismo que cuando se presiente obsoleto vuelve, y otra vez pone en jaque las verdades reveladas sobre el futuro de la pantalla chica y el consumo de la audiencia.
Y por supuesto se trata también de un negocio formidable, que se va a exprimir hasta que no le quede ni una gota de sangre, sudor o lágrimas, a costa de la paciencia del público y de los jugadores, hartos de estar hartos de verse las caras 24 horas al día.
¿Alcanza lo anterior para responder por qué es el programa más exitoso de la TV argentina? ¿O por qué despierta la misma fascinación hoy que hace 21 años, cuando Telefe puso en el aire la primera edición con Soledad Silveyra en el rol que luego ocupó Jorge Rial, y hoy tiene a cargo Santiago del Moro?
Y siendo aún más específicos: ¿realmente es la actual la misma fascinación que aquella? Porque ni la audiencia ni la sociedad son las mismas y, sin embargo, ahí están los “valientes”, los “hermanitos” o los “jugadores”, listos para hacer más o menos lo mismo de siempre en un entorno con sutiles diferencias: donde antes había una vaca, ahora hay un gimnasio.
Se podría caer en la tentación de decir que su sostenido suceso se debe a la necesidad del televidente de refugiarse en la ficción para evadir su realidad, abrumada por aumentos de precios y tragedias por el estilo. Abonaría la teoría el hecho de que varias de sus ediciones más exitosas coincidieron con crisis económicas o sociales de la Argentina, pero esto no aclararía por qué tiene la misma repercusión en otras partes del mundo, con moneda más estable y mejor nivel de vida.
Tampoco ayuda a modo de explicación del fenómeno Gran Hermano atribuirlo a la (también criticada) “imagen hegemónica” que mostró el casting más reciente, ya que cuando en el pasado se intentó alterar el estereotipo -como en 2011 con la presencia de Alejandro Iglesias, un varón trans-, el rating acompañó de igual manera.
Evidentemente, el reality creado en Holanda es tan sólido en su estructura que soporta todos los climas, tanto meteorológicos como sociales, con el mismo estoicismo que en su debut en Países Bajos, en 1999.
Una “realidad” para los fanáticos
La camada 2022 de participantes es la peor en la historia del Gran Hermano nacional: son torpes para las estrategias, obvios en sus alianzas y complots, emocionales hasta el límite de lo tolerable y, lo que es peor, ni siquiera se dan cuenta. El ejemplo más reciente fue la expulsión de Juliana “Tini” Díaz, quien luego de volver al juego gracias a un repechaje incumplió tantas veces la regla fundacional de “no revelar información del afuera”, que GH se cansó de advertirla y la puso de patitas en la calle. Ella, por supuesto, nunca entendió qué había pasado ni por qué habían sido tan duros en la sanción. Esta expulsión, una rareza en la historia local del programa, fue el corolario de un sinnúmero de traspiés… por decirlo de alguna manera.
No había pasado la primera semana cuando un tal Juan ya había diseñado una táctica conjunta e infalible con un tal Holder, una tal Martina y un tal Nacho. Jamás se habían visto, no conocían sus gustos musicales, sus afinidades o pensamientos y, sin embargo, se sintieron mancomunados en imbatible alianza contra el resto de los también desconocidos que dormían a su lado. Hasta nombre se pusieron: “los monitos”.
Y ahí nomás, a días de haber comenzado el programa, apareció el primer intento de empatía con el público, y a la vez un rasgo que sin dudas marcará esta edición de Gran Hermano: la inmediatez como motor de todas las acciones.
Aquel “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya” de la canción que, convertido en dogma, se alimentó con la virtualidad y se esparció como un virus en la sociedad actual, es en esta temporada el rasgo de comunión iniciático entre televisión y realidad. No hubo interés, tiempo ni espacio para la construcción de pactos, para “leer” al rival, para desarrollar un juego complejo que involucre a todos o a la mayoría de los adversarios, los resultados tenían que ser inmediatos. Y si no llegan los resultados, “será culpa del público que no me entendió”.
Los monitos no duraron. La desarticulación de esta S.L. (Sociedad Limitada) mediante el voto del público durante las primeras galas de eliminación fue tan veloz como su conformación. Y sus consecuencias se convirtieron en la segunda clave de lo que se podía esperar de esta 11va. edición del show -diez regulares y una especial con celebridades, emitida en 2007-, en relación al nuevo público que merodea este tipo de formatos.
El hotel de los famosos -propuesta de menor lustre pero similar audiencia- había avisado: el que se pasa de vivo se queda afuera. Las bromas preadolescentes de Martín Salwe o Emily Lucius no gustaron y sembraron de obstáculos el ascenso profesional que esperaban a partir de su participación. El locutor todavía hoy deambula por los programas de espectáculos quejándose de la intencionalidad de la edición, mientras busca la manera de reinventarse para reinsertarse en un medio que hoy le es más hostil que antes.
Y algo parecido pasó en Gran Hermano. Aquellos que en las primeras semanas buscaron aventajar al resto –robando comida y elementos de limpieza– o que se corrieron de un discurso de convivencia políticamente correcto, fueron sancionados por la gente antes que por el programa mismo, y expulsados uno tras otro.
Curiosamente o no, situaciones menos cotidianas y más significativas para la opinión pública, como las acusaciones de Walter “Alfa” Santiago hacia el presidente Alberto Fernández o episodios que rozaron lo homofóbico, y de los que la televisación de Telefe optó por mostrar poco o nada, no movieron el amperímetro interno, ni tampoco externo.
Como sucedió siempre, el inteligente diseño de los responsables del programa guiona una “realidad” a gusto y piacere de los fans, que lo consumen sin hacerse preguntas. En 2015 la casa se violentaba por no tener mancuernas a disposición, y un poco antes, el infierno en la tierra era la sobreabundancia de lechuga. Hoy, la masa crítica se indigna a la par de Julieta por un granito en la frente o una pollera manchada, mientras pasan por alto sucesivos ejemplos de violencia simbólica. Revolucionarios del “fuera malas vibras”, se podrían llamar.
Desenfreno hormonal y peleas
Si la política no les movió la aguja a los “hermanitos”, el sexo sí dividió aguas en la casa, delimitando una inesperada brecha generacional. Menos recatados que sus predecesores, los participantes de esta edición no tardaron casi nada en “hacer match” y entregarse a la pasión sin preocuparse por las cámaras: tres parejas se formaron al término del primer bimestre de aislamiento, y dos de ellas no tuvieron problemas ni pudor en tener relaciones sexuales -previo consentimiento a mano alzada, de acuerdo al nuevo reglamento- alrededor de sus compañeros de cuarto.
Es sabido por los analistas del formato que este tipo de intimidad suele ser un veneno para el rating, y esta vez no fue la excepción. Pero contra todo pronóstico, lo que rindió (y muy bien) fueron los coletazos posteriores al desenfreno hormonal. Y es que los mayores del grupo, cansados de intentar conciliar el sueño entre jadeos ajenos, hicieron sentir su bronca. Otro tipo de gritos invadieron una casa dividida, entre los más jóvenes defendiendo el derecho a su libertad sexual, y el resto pidiendo un código de convivencia para poder dormir tranquilos.
Cuando la situación se desbordó tuvo que intervenir la voz de Gran Hermano, que los amontonó a todos en el confesionario y les puso los puntos sobre las íes. La calma no duró, pero al menos las habitaciones volvieron a ser para el descanso. No faltaron tampoco los consejos morales y paternalistas de Romina y “Alfa” frente a la procacidad de sus compañeros, que aceptaron reprimir sus instintos. Al menos por un rato.
Este episodio, que se prolongó convenientemente por varias emisiones, hizo picos de audiencia y promovió un debate mediático que excedió los límites del programa. Parece que todos tenían algo que decir al respecto, elegir su bando, y levantar la bandera del recato o del deseo según correspondiera. Por primera vez en la historia del programa, el sexo midió, rindió y se convirtió en otro motivo de interés para juzgar las alternativas de la convivencia.
Adultos frente a la pantalla
No es sencillo delinear un perfil de la audiencia que sigue atentamente cada instancia de Gran Hermano. Porque no basta con leer o escuchar a los púberes fanáticos de Daniela, Coti o Agustín, siempre incondicionales y radicalizados, tuiteando del otro lado de la pantalla. Si solo de ellos se tratara todo esto, el número diario sería tan volátil como sus caprichos hormonales. Existe también un segmento adulto que suma puntos de rating, no solo al ciclo sino también a los numerosos programas satélite que se ocupan de reproducir su contenido. Lógicamente, la grilla de Telefe está supeditada a su buque insignia, pero también otros canales -América, El Nueve, etcétera- le regalan minutos de aire a lo que ocurre en “la casa más famosa del país”.
En este sentido, el reality ha logrado como ningún otro show que se hable de él sin importar canal o bandera; ni si se trata de un noticiero, un programa de cocina o la señal de ajuste. Una especie de ruleta rusa donde ganan todos: el resto de los programas evita que su encendido baje, mientras GH suma otros perfiles a su ya prolífico público objetivo. La semilla implantada germina y, de un día para otro, el profano se descubre entendiendo una conversación en la que se habla de “La Tora”, “El Cone”, “Frodo” o “Tini”. De ahí a “mirarlo un ratito” justo el día de la gala de expulsión hay un paso, enseguida vendrán los miércoles de nominación, los debates, la interacción en redes o las 24 horas en streaming. La tentación hizo lo suyo, de la adicción es el resto.
La realidad como enunciado, la ficción como construcción y el divertimento como imán son los tres pilares en los que se apoya Gran Hermano para erigir su torre de marfil. Este año, el mal llamado “experimento social” (porque de experimento no tiene nada, todo lo que sucede está estudiado y probado) sumó una nueva edición a su derrotero local, y con ella renovó el “placer culpable” del televidente voyeurista, que los mira por Pluto TV a las dos de la mañana con la misma perversión que espiaba las múltiples cámaras de DirecTV en 2001. Los participantes son otros, muchos de los espectadores también, pero la fórmula demuestra una vez más su infalibilidad. Le guste a quien le guste.
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