Como unos Beavis & Butthead de sangre criolla, los hijos de Claudio Paul y Mariana Nannis le dan vida a un show absurdo sobre la riqueza y la insensatez
Lo que hizo Claudio Paul después enganchar para la izquierda y dejar atrás a Taffarel –además de un gol, además de expulsar a Brasil de una Copa del Mundo, además de clasificar a la Argentina a cuartos de final de Italia 90– fue signarnos a todos con su nombre, un poco para siempre. Veinticuatro años después de aquel partido que Brasil debió ganar 6 a 1 y Argentina ganó 1 a 0, le vamos a pedir al torcedor en la tierra del torcedor que nos diga qué se siente. Y le vamos a cantar que el Diego lo gambeteó y el Cani lo vacunó. Nueve minutos después de haber gritado su gol, con el partido hecho historia, Caniggia, esa resonancia fundamentalmente italiana, es decir, profundamente argentina, no volvió a significar lo mismo. Nunca más.
Una vez retirado de las canchas, o sea, del campo real de la gestión del nombre, la familia del jugador encontró la forma de darle al apellido un branding de sobrevida. Caniggia empezó a llamarse lo que Mariana Nannis tenía para vender. Vivió de ser la mujer de alguien que ya había sido, fue una obstrucción arterial en la paleta oleaginosa de la televisión de la tarde, supo presentar como un traje de gala su constitución embrutecida y llevó las cosas hasta donde le dio la letra cruel de su guión de choque. Cuando finalmente quemó su última reserva de combustible en pantalla, legó.
Los mellizos Alexander Dimitri y Charlotte Chantal, menos agresivos, torpemente encantadores, quedaron entonces en posición de estirar el remanente de llamarse Caniggia, y hay que decir que se hicieron recontra cargo. Después de probarse en esa pantalla de la médula nacional que es el programa de Tinelli, y de verificar que algo volvía bajo la forma de la aprobación desde el otro lado, se vieron listos para el ciclo propio, autorreferencial. Y quedaron como su padre frente a Taffarel: solos.
Caniggia libre es un reality. Y un reality es una narrativa de hibridación. En el caso argentino, la inauguración de este compuesto de ficción-no-ficción coincide con el año en que la Argentina cambió traumáticamente la piel: el primer Gran Hermano –estandarte del género, nave insignia de la que Expedición Robinson fue palier y antesala– es del 2001. No puede ser una casualidad. Ya nos enseñó el maestro Oogway que los accidentes no existen. Por lo tanto, tiene que ser un hecho entramado en las nuevas formas que la Argentina encontró de contarse a sí misma en el arranque del Siglo XXI.
En una década y media, la televisión argentina paseó el género por toda clase de experiencias y presupuestos. Gran Hermano fue declinando hasta su versión número mil, y de los 40 puntos en Telefé pasó a los ocho en América. Los productos Día% sobre la mesa y la conducción rupestre de Pamela David fueron su último estertor.
Hubo realities de matrimonios, de remodelación de casas, de cirugías estéticas y de modelos. Realities de cantantes, de obesidad, de tatuajes, de cómo hacerse rico, de cambios de look, de vestidos de novia, de clubes del ascenso, de cocina, de peluquería y algunos que alcanzaron la cima tautológica como realities de realities donde famosos hacían de famosos. El género se rompió por dentro de tanto darle rosca a sus fundamentos. Hasta que Caniggia libre lo reescribió todo.
Nos debía, MTV, a nuestros Beavis and Butthead, unos que hablaran el argentino botinero de los hijos del fútbol, niños itinerantes criados sobre un volantazo del mercado de pases, y que un día vuelven a la vida en Buenos Aires y terminan haciendo las compras en un chino de Palermo, preguntándose con pavor qué cosa es una virulana.
En la presentación del programa se pueden advertir todos los capitales de venta que serán puestos en marcha durante el recorrido posterior. El estribillo de la cortina dice Charlotte, champán, choripán y después repite: Charlotte, champéin, choripéin. Queda en evidencia la conciencia del propio absurdo, de su propia condición fenomenológica. Como en unas cajas chinas del sentido, el chiste ocurre dentro del chiste, y asistimos a dos espejos enfrentados en cuyo medio queda la mofa replicada hasta el infinito de su propio nonsense.
En el nivel visual, en el puro ícono, el hallazgo de la apertura es superador: expuesto a la admiración de las multitudes como una joya de museo que gira sobre su eje en el interior intocable de una vitrina simbólica, un chorizo cocido envuelto prolijamente en una cuenta de diamantes conjuga de forma exacta, justísima, grasa y riqueza. El cruce físico del embutido y la gema es un disparo de literalidad hacia el interior del arte pop contemporáneo: él, enchastrándola con su sobrante de colesterol; ella, redimiéndolo con su fulgor imperturbable. Un reviente semántico. En la historia del reality argentino, nunca nada había sido enunciado –anunciado– con tanto impudor, con tanta contundencia, ni con tanta claridad.
Una escena de ella: Charlotte y su madre están en la peluquería, las dos frente al espejo dejándose peinar. Con la cadencia entusiasta de una nena en preescolar, Charlotte dice que se encuentran allí porque es donde van a ponerse lindas. Se pasan una revista Hola!. La hojean. La madre pregunta: ¿Te gusta la boda de Messi y Antonella? La hija responde: No, medio grasa. Hablan de los vestidos que Charlotte usará en Buenos Aires. La madre sugiere Dolce Gabbana, pero Charlotte dice que no quiere usar lo que le dice la mamá, quiere usar lo que a ella le gusta. No hay escalas en su pasaje del frenesí al desánimo. Ahora es una nena que hace trompa porque le dicen qué ponerse. La madre pregunta si va a tener mucamo, y vuelve a sugerir: tratá de que sea filipino, que no entienda nada de lo que escucha en la casa así después no va a contarlo a la televisión. Charlotte lo recibe como una idea superlativa y otra vez gana entusiasmo, ahora fantasea con un mucamo tailandés, porque la tailandesa “es mi favorita comida”.
Una escena de él: Alexander viaja en una camioneta. Claudio Caniggia, su padre, va manejando. Están por jugar un partido de fútbol entre amigos y mientras van, se chicanean. Alexander piensa a tatuarse el escudo de Boca y le pregunta a su padre qué le parece. Claudio Paul le habla a alguien que viaja atrás: “cómo traicionó, éste”. Y después mirando a su hijo le recuerda que arrancó siendo de San Lorenzo. “Por Tinelli”, se defiende Alexander, y agrega: “Ahora soy bostero a morir”. Se hace un silencio pesado que Alexander Dimitri destroza de un hachazo: ¿Y cuando vos te fuiste a Boca de River? Claudio Paul se muerde los labios. Antes de llegar, el padre le pregunta al hijo por qué está vestido con ropa de béisbol, incluyendo la gorra. Sin esperar contestación, remata: “Podés jugar con gorra, igual, si no sabés ni cabecear”.
Es imposible no ver en Charlotte una revisita de Susana Giménez: su espontaneidad es análoga a su desconocimiento acerca del funcionamiento del mundo. Siempre hay público para el encanto de la ignorancia.
Alexander, en cambio, parece entender mejor de qué se trata poner un personaje a caminar sobre la cuerda de un guión. Canta reggeaton urbano y le gustan las chicas gordas. Sus amigos son presentados como boludo 1, boludo 2 y boludo 3. Tiene dos temas en Spotify. Cuando terminás de escucharlos, El Polaco y La Champion Liga te aparecen como artistas relacionados. Lo acerca un poco a todos nosotros un constante gesto autosuficiente que ni él mismo se toma en serio.
La llegada de los hermanos Caniggia a Buenos Aires le da punto de partida al relato de un programa apoyado en el encanto que produce la contemplación de la torpeza ajena. Más fiestas, más peluquerías y más partiditos nos van llevando hasta una operación conjunta de distanciamiento y diferenciación: mirarlos es no ser ellos. De algún modo, la oferta de torpezas siempre ha sido una apuesta de alto rinde para el negocio del entretenimiento. De Los Tres Chiflados a Tonto y retonto, la comedia del error es ideal para quedar a salvo de una incómoda conciencia acerca la propia insensatez y abandonarnos al hiato de asombro y al descanso de mirar lo que no somos.
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