Viento blanco: otra “historia mínima” de Santiago Loza que se revela como una gran reflexión sobre la condición humana
Mariano Saborido construye con un histrionismo medido que se va desplegando a medida que avanza el texto un personaje cabal, que vive en la soledad y el desamparo, sumergido en la añoranza
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Autor: Santiago Loza. Actor: Mariano Saborido. Vestuario: Pablo Ramírez. Escenografía: Rodrigo Gonzáles Carillo. Iluminación: Matías Sendón. Música: Teo López Puccio. Dirección: Valeria Lois, Juanse Rausch. Sala: Dumont 4040, Santos Dumont 4040. Función: domingos a las 20.30. Duración: 70 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Los monólogos de Santiago Loza (Matar cansa, La mujer puerca, Todo verde, Nada del amor me produce envidia, entre otros) siempre buscan interpelar al espectador. Sus personajes parecen pequeños al comienzo, pero la profundidad de sus conductas, de sus aspiraciones, aún de sus realizaciones, terminan proponiéndole al público una severa reflexión sobre la condición humana. Eso hace que la vida de esos hombres o mujeres resulten atractivamente elocuentes.
A Loza no le interesan las grandes historias, incluso en sus novelas. Tiene la capacidad de exponer al ser humano en sus pequeños dilemas; y es el lector o espectador quién ampliando su imaginario, descubrirá la verdadera dimensión de esos seres.
Viento blanco posee esas cualidades. Marito, el protagonista, vive en Puerto Deseado, forma parte de ese hábitat patagónico, en el que se mezclan la soledad que padecen sus habitantes, el desamparo que impone el paisaje, el gran frío en invierno, con esos vientos que arrastran la nieve y que no hacen más que mostrar la extrema melancolía que padecen los seres como él. Quienes parecen ser víctimas de una desprotección personal, pero a la vez, el clima no los ayuda a fortalecerse. Son seres indefensos y no pueden escapar de esa realidad.
Marito vive con su madre. Ambos sostienen una posada en las que pocas veces reciben clientes, pero él se las ingenia para que su trabajo resulte atractivo. El pueblo entonces tiene habitantes con los que puede relacionarse y, en especial, un amigo, José, un compañero del alma con quien comparte buena parte de su vida.
Poco a poco ese pueblo se va achicando. Por falta de oportunidades laborales los habitantes se van yendo. La posada en la que trabaja, ya no tiene huéspedes y, además, su madre, sostén fundamental en su vida, muere. José, inesperadamente, también decide partir.
Marito subsiste como puede. Continúa limpiando prolijamente la posada vacía, la iglesia que solo apenas recibe a algún sacerdote, muy de vez en cuando; recuerda los mandatos de su madre, añora el tiempo pasado con José (un amor nunca declarado) y enfrenta los avatares de ese universo climático hostil, con el que convive y que a la vez lo violenta, a veces.
Y en esos momentos, en que la ansiedad y cierta locura lo ponen en crisis, el personaje dejará ver más plenamente quién es en verdad y cuáles son sus necesidades. Ciertos valores religiosos asoman como para permitirle dar testimonio de su historia.
Plagado de circunstancias inesperadas, el texto de Loza capta la atención del espectador más desprevenido y lo hace con armas muy genuinas que dejan ver con total transparencia la personalidad de esa criatura que recrea el destacado intérprete Mariano Saborido.
Así como resultó sumamente reconocible su creación del asistente de la posada en la pieza de María y Paula Marull, Lo que el río hace, también aquí posee un histrionismo muy medido que irá desplegando muy minuciosamente. Como si cada situación que narra tuviera un condimento especial, que es necesario destacar, porque lo hará más potente a la hora de definir su personalidad. Posibilitará que el público lo sienta muy próximo. Marito termina transformándose en un ángel aniñado, perdido en la Patagonia, a quien solo puede rescatar el amor, tal vez, de un nuevo viajero que llegue hasta su posada.
La dirección de Valeria Lois (magnífica intérprete de La mujer puerca, también de Loza) y Juanse Rausch (director, entre otros trabajos, de Paquito, la cabeza contra el suelo) rescata notablemente no solo los valores de esa dramaturgia, tan plagada de momentos sensibles, sino que, además, conducen a Saborido, con una astucia muy particular, logrando que su personaje adquiera, por momentos, un vuelo inusitado. El imaginario y el cuerpo de ese intérprete son tan potentes que hacen que el público se concentre en su figura y en sus palabras. Aunque el espectáculo se presenta en un amplio espacio, el absoluto centro de atención es la personalidad y el juego dramático que desarrolla el actor.
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