Verdi, un canto a la libertad
Hoy se cumplen dos siglos del nacimiento de uno de los más grandes genios de la ópera de toda la historia
En 1976, Bernardo Bertolucci daba a conocer Novecento , un fresco inolvidable, una de las glorias del cine. Para denotar, con exactitud, un lugar y un tiempo, luego de la escena inicial, una especie de bufón, un Rigoletto de simbólica significación, caminaba lamentándose y exclamando su profunda congoja. Con voz quebrada, sobre los sonidos de la obertura de Rigoletto , repetía una y otra vez, "ha muerto Verdi". Sin necesidad de agregar detalles, Bertolucci ubicaba el comienzo del siglo XX con la dolorosa noticia del fallecimiento del italiano más querido y más venerado en su patria y, sin lugar a dudas, el más célebre en todo el mundo. En enero de 1901, a los 87años, moría Giuseppe Verdi, un compositor que había nacido en Busseto hace hoy exactamente doscientos años.
Y desde mucho antes de aquella muerte tan sentida y hasta la actualidad, de Verdi sólo se hablan maravillas y muy equivocado está quien cree que apenas fue un gran compositor de óperas. Mucho más que ello, sin lugar a dudas, Verdi fue uno de los grandes genios de la lírica, pero también uno de los compositores más destacados de la historia.
En ocasión del bicentenario de su nacimiento, justo parece, entonces, poner cada detalle en su lugar, cada creación en su tiempo y todas las genialidades en un apretado resumen que, de todas formas, no dejará de intentar ser lo más completo y comprensivo. Exactamente lo que Verdi se merece.
Giuseppe Fortunino Francesco Verdi nació en la región de Parma, en un tiempo convulsionado. Italia no era un país sino una suma de territorios que, plagado de dialectos, ni siquiera un idioma común tenía. Bajo el dominio austríaco en el Norte, con la posición dominante del papado romano y con resabios todavía no resueltos de lo que había sido la presencia en el Sur del muy devaluado reino español, en la península, de uno a otro extremo, se sumaban las voces y las voluntades por una definición nacional e independentista que, además, tuviera una manifestación cultural identitaria que aunara todos los regionalismos.
Verdi, hijo de una humilde familia parmesana, zona en aquel entonces bajo domino francés, surgió musicalmente, hacia 1840, totalmente imbuido por las estéticas y las construcciones teatrales del bel canto italiano, ese movimiento operístico que, dicho de un modo muy simple, privilegiaba la voz y sus mil posibilidades por sobre las cuestiones escénicas. Sin una formación académica importante –ni siquiera logró acceder al Conservatorio de Milán–, Verdi comenzó a escribir óperas. Tras dos intentos de escasa relevancia, en 1842 estrenó Nabucco y ese milagro con el cual sueñan todos los compositores tuvo lugar: la ópera fue un éxito abrumador y el "Va pensiero", el coro de los esclavos hebreos soñando con su patria lejana, se difundió velozmente por toda Italia en esos tiempos en los cuales los medios masivos de comunicación ni siquiera eran imaginados.
Sobre el modelo musical intacto del bel canto –no es ocioso recordar que el "Va pensiero" comienza con un unísono cantable de todo el coro por sobre un acompañamiento mínimo, al mejor modo de un aria sencilla belcantista– Verdi se va apartando, progresivamente, de las vacuidades teatrales y, sin perder ni un ápice de su popularidad, fue avanzando hacia otros lenguajes y otras propuestas teatrales. En menos de una década, luego de Nabucco, llegaron trece títulos más. La prodigalidad y el éxito comercial iban de la mano, desparramando melodías y recogiendo fortunas por toda Italia y también por arriba de los Alpes. En estas óperas centradas en temas heroicos y en batallas libertarias no todo se reducía a la repetición de un molde exitoso. En esa docena de obras hay novedades musicales y teatrales asombrosas. Más allá de que los argumentos abrevaban en dramas de Shakespeare, de Victor Hugo o de Schiller, entre arias y coros de altísima belleza melódica, Verdi introdujo, ocasionalmente, argumentos escabrosos, impuso el tenore di forza, instaló al barítono como voz protagónica y buscó sopranos dramáticas de portes teatrales.
En 1851, Verdi dejó a un lado el heroísmo y las batallas, y comenzó otro camino, pletórico de novedades. En tres años estrenó Rigoletto, una ópera con personajes tan réprobos que ninguno es pasible de inspirar alguna identificación; Il trovatore, con el personaje de Azucena cuya aria más dramática, en realidad, no es un aria sino un monólogo denso, parlado y oscuro, y La traviata, una ópera que comete la osadía de transcurrir en el mismo tiempo en el cual es representada y cuya única y auténtica heroína no es sino una cortesana. Y luego, con menos premura que en la década anterior, continuó avanzando en la construcción de un drama operístico itálico poderoso, con elaboraciones de alta teatralidad colectiva en escenas de conjunto que conviven con los consabidos pasajes solistas que tanto placer causaban y siguen causando a los amantes de la ópera. La culminación de esta etapa llegó con Aída, en 1871, escrita para la inauguración del Canal de Suez y que es una extraña combinación de la opulencia de la grand opéra francesa con escenas propias de una auténtica ópera de cámara.
En la plenitud de la celebridad, de repente, Verdi, el italiano más famoso en todo el mundo, se llamó a silencio. A lo largo de quince años, apenas si compuso un bellísimo cuarteto de cuerdas y un imponente réquiem a la memoria del poeta Alessandro Manzoni, una figura consular del Risorgimento. Movido por Arrigo Boito, Verdi volvió a la ópera en 1887, con Otello, y, exactamente octogenario, en 1893, con Falstaff. En ambas óperas se encuentra, tal vez, la gran consumación del arte verdiano no ya, como frecuentemente se reitera, por la sabiduría para incorporar las nuevas propuestas de Wagner, sino como producto final de una evolución sostenida con firmeza y solidez a lo largo de una carrera esplendorosa. Todo lo de contundente que hay en Otello está anunciado, en diferentes medidas, en su producción anterior. Al igual que en Falstaff, que no es sólo una comedia mordaz sino que excede lo meramente cómico para asentarse como una obra maestra de perfección teatral y musical admirables. Al decir de Marcelo Lombardero, una verdadera observación de Falstaff permitiría descubrir, escondidos, muchos elementos de la música del siglo XX.
La comparación con Wagner, también nacido en 1823, aparece como inevitable en cuanta historia se escriba sobre Verdi. Fueron dos enormísimos compositores que transitaron sus propios caminos en pos de un ideal operístico que, en más de un sentido, coinciden, cada cual con su especificidad, en un destino operístico final. Para ciertos espíritus sectarios, Verdi, un intelectual brillante que no se detuvo a formular teorías, sería quien saldría perdidoso en la contienda. Craso error. La multiplicidad estilística, la inmensa variedad discursiva, la sutil elaboración psicológica de los personajes y la imposición de un ideal escénico de Verdi le dan una dimensión inconmensurable. Todo esto, además de que, en su caso, a diferencia de Wagner, no se le pueden endilgar reparos de ninguna índole sobre ruindades personales o sobre pensamientos vertidos sin tapujos en los que afloran el desprecio, el racismo o un egocentrismo exacerbado.
Lejos de esas imágenes negativas, Verdi fue un símbolo de bonhomía y libertad. Cuando la lucha independentista progresaba irrefrenable en Italia, "¡Viva Verdi!" fue la consigna del momento. El apellido del compositor era el acrónimo de "Vittorio Emmanuele, Re D’Italia", un lema que no dejaba de reflejar, además, el amor y la idolatría por el gran músico italiano. Ése que era llorado por un hombre común, en una película que eligió mostrar el comienzo de un siglo, en Italia, retratando la tristeza de un pueblo por el fallecimiento de su hijo más amado. El que hoy cumpliría doscientos años.
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