Vacaciones de invierno: El cubo de Nina recorre el encierro, la pérdida de una amistad y el camino de vuelta a los vínculos
La propuesta infantil de Guadalupe Lombardozzi usa títeres y actores para contar la historia de una niña que se protege de enredos y alborotos pero también se aisla de la diversión y el contacto con los demás
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El cubo de Nina. Dramaturgia y dirección: Guadalupe Lombardozzi. Intérpretes: Cecilia Martinese, Laura Cardoso y Guadalupe Lombardozzi. Música: Agustín Flores Muñoz y Camila Ibarra. Coreografía: Cecilia Martinese. Vestuario: Laura Cardoso y Manuela Grandal. Escenografía: Guadalupe Lombardozzi y Cecilia Martinese. Diseño de títeres y objetos: Laura Cardoso, Alejandra Farley y Katy Raggi. Iluminación: Diego Becker. Duración: 40 minutos. Sala: Método Kairós, El Salvador 4530. Funciones: los jueves 20 y 27, a las 17; los domingos, a las 15. Entradas: 3500 pesos. Nuestra opinión: muy buena.
El círculo de la amistad entre dos niñas, cosido y remendado constantemente por ambas, se descose por circunstancias que se dan en la vida. Nina, la que queda sola, reconstruye una estructura que marca su entorno, pero la convierte en cubo del aislamiento, en nicho que mantenga lejos la posibilidad del dolor. No hace mucho, la pandemia llevó a toda la población, pero en particular a los más chicos -y entre ellos seguramente también a los que ahora asisten a la función teatral-, a mantenerse alejado de peligros, pero también de las alegrías del contacto con los otros.
Nina se encierra en un recinto que la preserva del mundo exterior. Nina se protege de enredos y alborotos, pero también se aísla de andanzas y algarabía ¿Logrará transformar el refugio que hilvanó en un entramado que la respalde para salir a buscar amistades, a entretejer emociones en los vínculos personales? No es sencillo volver a aventurarse más allá del espacio sentido como propio y seguro.
Guadalupe Lombardozzi, titiritera creadora de la premiada La casa dada vuelta, dirige con El cubo de Nina una obra de sutil planteo, en la que se cruzan la actuación de actrices y una muñeca.
Los límites del encierro están señalizados por una estructura cúbica que apenas marca sus cantos, de manera que el espectador presencia tanto el adentro como el afuera. La verdadera separación está dada por la actitud de Nina, que va desde su obsesiva preocupación por coser un cierre infranqueable hasta su mirada curiosa por el acontecer externo, cuando este insinúa un potencial de amistad y juego.
En la obra en que la palabra solo aparece esporádicamente en un relato en off, resulta de valor inestimable el discurrir de la música de Agustín Flores Muñoz y Camila Ibarra, que marca intensidades y tonos anímicos, tanto en los tramos puramente instrumentales como en los que incluye voces.
La voz que relata, en tanto, ofrece pistas que orientan la lectura de la trama. Por momentos tal vez en demasía, al imponerse sobre el desarrollo escénico con expresiones un tanto sentenciosas, en lugar de sugerir, como podría ser susurrando sin tapar, aunque sea por períodos breves, el accionar de Nina.
La protagonista de El cubo de Nina es una muñeca, manipulada por Cecilia Martinese con particular sentido de simbiosis de intenciones entre títere y titiritera. Entre ellas se teje la vitalidad que protagoniza la historia, con sus altibajos entre encierro y conexión, con su resiliencia, que le permite volver a confiar en otros. Alrededor de Nina, de su cubo, desfilan las opciones que ofrece el mundo, de la mano de Laura Cardoso y Guadalupe Lombardozzi, de gestos, objetos y piruetas de impronta circense.
Entre esa dualidad de introspección y comunicación transcurre el devenir de Nina, que es niña, y como tal tanto temerosa como curiosa, tanto cuidadosa de su integridad anímica como audaz y valiente ante el llamado al juego compartido. Así es que llega finalmente a tirar de algún hilo, que la lleva a armar una nueva constelación. Los cantos del cubo se pueden convertir en piragua para navegar de a cuatro, en barra para columpiarse, en ventana al mundo.
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