Una metáfora sobre el fracaso de una sociedad
Abnegación 3. De Alexandre Dal Farra. Traducción: Gabriel Ruman. Intérpretes: Juanchi Rojas, Paco Gorriz, Nanzú Biesa, Marcela Burcaizea, Pablo dos Santos, Verónica Litvin, Nahuel Martínez Cantó, Marcos Videla, Cristina Sallesses, Sofía Cobas Alé, Zoilo Garcés, Ariel Levenberg, Adrián Sotelo y elenco. Diseño espacial, lumínico y vestuario: Norberto Laino, Sofía Cobas Alé y Lisandro Rodríguez. Dirección: Lisandro Rodríguez. Sala: Estudio Los Vidrios, Guardia Vieja 4257. Funciones: domingos, a las 13. Nuestra opinión: excelente
Lisandro Rodríguez es un director que tiene acostumbrado al público que lo sigue a una búsqueda permanente en lo que respecta a los lenguajes y los formatos teatrales. Corrido radicalmente de la convencionalidad de la caja escénica y de la binaria división entre espectadores y actores, Rodríguez viene generando un teatro que propone, como punto de partida, una ausencia absoluta del verticalismo y la generación de un ámbito colectivo, de asamblea. La politicidad de este artista no radica únicamente en su persona y en su rol activo en redes, sino en la reflexión permanente de búsqueda de matrices de politicidad siempre vivas, dinámicas, comprometidas. Luego de una serie de obras en el circuito oficial (Dios, Fassbinder, todo es mucho y Acá no hay fantasmas) y de haber reinaugurado su pequeña y polifacética sala bajo el nombre de Los Vidrios (antes Elefante), Rodríguez participa por segunda vez del Festival Internacional de Dramaturgia, esta vez con un excelente texto proveniente de Brasil, pero del que el director se apropia para desarrollar su particular dramaturgia escénica, que hace de lo ascético y lo minimalista un potente dardo contra todo lo establecido en materia teatral.
El horario de las 13 de un domingo, cada vez más aceptado por el público local, es la excusa ideal para que el espectador se encuentre en el local a la calle, tome mate, converse, lea afiches y escuche videos que ponen en la memoria manifestaciones políticas recientes (relacionadas con uno de los actores presentes). De a poco, los unos y los otros comienzan a diferenciarse y esos que eran público y anfitriones se diferencian y el que actúa canta y el público observa. Una canción coral acompañada de dos guitarras y una trompeta será el punto de partida de una asamblea de un partido político de un vecino país, aunque eso claramente no importa y se convierta en chiste ("José", reclama uno de los actores al momento de ser nombrado bajo el nombre de João).
Una vez en la sala propiamente dicha (tránsito y diálogo entre espacios que Rodríguez desarrolla desde Hamlet está muerto sin fuerza de gravedad, Un trabajo y Duros) el público y los artistas se ubican en el mismo espacio, en un ámbito escénico que no se presenta como tal más allá de un único objeto que lo evidencia: una carpa que espera a sus futuros huéspedes. Mientras tanto pequeños objetos se convertirán en fuente de teatralidad potente con el talento y la furia con que solo Rodríguez puede hacerlo: una birome y un cuchillo darán la clave de una teatralidad que no por repetida pierde riesgo.
Las historias se desarrollan a medida que los actores, casi una treintena, piden permiso para hablar levantando sus manos. Casi toda organizada en monólogos y diálogos lanzados fundamentalmente al público, la instancia de lo ficcional se reduce para instalarse la performática. Y poco importa el trabajo singular de los actores porque lo que se impone aquí, como en casi todo su teatro, es el teatro mismo, esa reflexión acerca de qué es y cómo puede pensarse el teatro partiendo siempre desde sus límites, sus fronteras.
Y Rodríguez es total y plenamente consciente de ese artificio que todo el tiempo se niega (la escenografía, la iluminación, la disposición escénica), y su teatralidad consiste precisamente en eso: un juego ilusorio que niega la teatralidad hasta el momento mismo en el que ella igualmente se impone. Si el teatro clásico y dramático supo jugar con la ilusión, Rodríguez parece ir en contra de ese complejo artificio, hasta el momento en el que lo exhibe: en este caso un abrupto cambio lumínico deja ver lo que siempre estuvo presente y el público no pudo ver; un modo de hablar de nuestra propia ceguera política, ceguera desde la que, como individuos (o como representantes de familias), le imponemos a la sociedad un destino ineluctable. Pero Rodríguez lo escenifica, esta vez de la mano de Dal Farra. Nuestras hipocresías políticas van de la mano de nuestras contradicciones privadas: xenofobia, homofobia, conservadurismo religioso, proclamas de izquierda ridiculizadas, ecologismos pragmáticos, entre muchas otras discursividades contemporáneas aparecerán en la escena para, cuchillo mediante, convertirse en metáfora de esa sensación de fracaso que una mirada rasante al mundo actual nos deja.
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