Una intensa experiencia performática en Chacarita
La representación, protagonista de El mundo es más fuerte que yo
Seis y media de la tarde del sábado. Roseti 722. Ahí, aunque sólo un minicartel lo delate, está la sala Roseti. A la hora indicada, se abre la puerta de esta casa de Chacarita devenida en teatro. Pasillo largo. Larga fila de espectadores. Al final, está la sala misma. Ahí, en el espacio central convertido en espacio escénico, hay sillas apiladas mientras un supuesto personal de sala observa la situación en plan tan distante como contenedor. No hay dónde sentarse. O sí: quizás agarrar una de las sillas y ponerla acá. O más allá en las tarimas. Todo es un tanto confuso. Llegado el momento, expresión imprecisa si las hay, quedamos sentados después de haber buscado el lugar en el mundo en donde apoyar el trasero. Comienza El mundo es más fuerte que yo. No, en verdad ya había comenzado: la espera, el pasillo, la sensación de desconcierto y el desorden en busca de su orden era la primera escena aunque uno recién se dé cuenta ahora, aunque recién me dé cuenta ahora.
Hay una actriz. Hay un baterista. Hay una asistente. El que parecía personal de sala es, en verdad, el director. Está vestido íntegramente de negro. El baterista también está de negro, como la asistente. El músico tiene una remera que dice "baterista", pero escrito en sentido en inverso. Nada es casual. Suena Schubert.
Lo primero que hace la actriz es preguntar al público: "¿Todos tienen su silla?" Sí, todos (aunque nadie ahora lo diga). Tras cartón, viene un largo parlamento. Por ejemplo, dice: "Todo lo que ves va a dejar de ser y todo lo que no es va a comenzar a ser". Suena pretencioso. Lo es.
Y vendrá un nuevo kilómetro cero de esta performance de momentos arrolladores, ensordecedores, desconcertantes y mágicos mientras, afuera, se pone el sol, y, adentro, la actriz será Ifigenia en Áulide y será la víctima de un terremoto que nunca vivió y será un terremoto en sí mismo y será una convulsionada mujer/actriz en estado de trance y será la hija del rey Agamenón y de la reina Clitemnestra y será, es, una performer que transpira actuación.
En ese tren de desdoblamiento, el baterista será actor, la asistente será bailarina de un break alucinado como una correcta asistente que sirve un té que es whisky y que es whisky de ficción y el director será como una especie de Tadeusz Kantor que susurra al oído de la actriz, que la observa, que le da indicaciones, que se convierte en maestro orquesta casi en silencio. Y habrá una persona del público, elegida al azar ("no, lo elegiré por cuestiones estéticas", se corrige la perfomer que transpira actuación) que se sentará en unos sillones tan desvencijados como perfectos ubicados en un territorio en constante reconstrucción y con líneas argumentales entrecruzadas. "La ficción es lo único real en mí", dice ella en un momento. Y cuando dice eso, el texto ya no es pretencioso. Es real. Y viene un final que ni vale la pena narrar, pero que tiene el signo contrario de aquel impreciso kilómetro cero.
Lo cierto es que en la República de Chacarita, como machaca ella, luego de un largo pasillo, sucede algo intenso, caótico y diáfano en medio de una puesta de un rigor extremo, de unas partes y un todo pensando hasta la obsesión.
El mundo es más fuerte que yo tiene textos de Victoria Rolanda. Ella es también la arrolladora protagonista de esta historia dirigida por Juan Coulasso. Él fue el director de Cinthia interminable (esa maravillosa obra estrenada en la Bienal de Arte Joven). Matías Coulasso es el baterista, el performer. Flor Sánchez Elía es la asistente y la bailarina. Y hay otros asistentes (reales), y están las fotos de Nora Lezano en el programa de mano y de prensa que amplía el escenario de lo ficcional, y las luces de Matías Sendón, la dirección de arte de Endi Ruiz, la colaboración en dirección de Carmen Pereiro Numer y alguien del público que tendrá su respetuoso minuto de fama en un tarde/noche en la que la representación es la única protagonista en esa casona ubicada en Chacarita.