Un tranvía llamado Deseo
La puesta de Daniel Veronese no logra transmitir toda la frescura y potencia del texto original
Autor: Tennessee Williams. Adaptación y dirección: Daniel Veronese. Intérpretes: Diego Peretti, Erica Rivas, Paola Barrientos, Guillermo Arengo, Paula Ituriza, Gonzalo MartInez, Martín Policastro, Guillermo Aragonés, Beatriz Dellacasa y Guido Botto Fiora. Escenografía: Jorge Ferrari. Luces: Eli Sirlin. Vestuario: Gabriela Pietranera. Sonido: German Brusellas. Producción técnica: Andrea Czarny. Producción ejecutiva: Verónica Elizalde. Asistentes de direccion: Romina Lugano y SebastiAn Mallo. Producción general: Daniel Grinbank. Duración: 100 minutos. En el teatro Apolo
Nuestra opinión: buena.
Muchas veces expresó Tennessee Williams su anhelo de escribir una pieza sometida a los cánones de la tragedia clásica, y creyó (con justicia) haberlo logrado en La gata en el tejado de zinc caliente , ganadora de un premio Pulitzer en 1955. Pero ya en 1947, la antigua fatalidad aleteaba sobre Blanche Dubois, la heroína (¿o antiheroína?) de Un t ranvía llamado Deseo, también premiado con un Pulitzer en 1948.
Blanche es una última, extravagante floración de la seudoaristocracia del Sur de los Estados Unidos: generaciones de opulentos plantadores de algodón y tabaco, que edificaron sus esbeltas mansiones neoclásicas sobre la sangre, el sudor y las lágrimas de otras tantas generaciones de esclavos negros. La abolición de la esclavitud por el presidente Lincoln y su consecuencia, la Guerra de Secesión, acabaron con ese refinado estilo de vida e impusieron el predominio del Norte, activo, práctico, industrial. La nueva nación emergente del conflicto necesitaba mano de obra, y convocó -como reza el poema de Emma Lazarus inscripto en el zócalo de la Estatua de la Libertad- a las multitudes hambrientas y perseguidas de allende el mar. De ellas proviene Stanley Kowalski, polaco de origen, un espléndido ejemplar masculino, restallante de energía, de ferocidad y de torpeza; casado con Stella Dubois, la hermana menor de Blanche (la que supo escapar al hechizo perverso del pasado), es inevitable que los cuñados choquen cuando las circunstancias obligan a Blanche a refugiarse en la humilde casa de su hermana, en Nueva Orleáns.
Es algo más que un choque de culturas opuestas: es una versión moderna de La bella y la bestia (no es casual que la versión francesa sea de Jean Cocteau), sólo que en este caso la bestia triunfaría. Pero Stanley no es, en absoluto, un personaje bestial: es un hombre colérico, incapaz de calcular las consecuencias de sus estallidos, que ama, a su manera, a Stella, y espera ansioso el nacimiento del primer hijo. El sólo quiere cuentas claras: cómo se perdió el último andrajo de la fortuna familiar, la dilapidada mansión llamada Belle Rêve, y cuál fue la verdadera razón por la que Blanche debió abandonar su cátedra en una escuela de la vecina localidad de Laurel. Sobre todo, procura evitar que su tímido, patético amigo Mitch sea seducido por esta falsa "reina del Nilo" y se case con ella. Mitch es la última posibilidad que le queda a Blanche de anclar, como fuere, en la vida real, refugiándose en el único hueco disponible para ella "en la dura roca del mundo".
Objeto de numerosas versiones locales (ninguna de ellas satisfactoria), Un tranvía? no acusa, en absoluto, los 64 años que nos separan de su estreno neoyorquino. No ha perdido nada de su formidable potencia dramática, el libreto mantiene la frescura de un auténtico clásico. Pero tampoco ahora logra esta nueva puesta transmitir toda la fuerza del original. La dirección de Veronese es idónea, más acertada en las escenas de violencia - tremendas, resueltas con eficacia - que en el planteo del conflicto central. En parte se deba, tal vez, a que Erica Rivas es demasiado joven aún para asumir el papel de la compleja, ambigua, embaucadora Blanche: se necesita una actriz, por lo menos, en el umbral de la madurez. Peretti termina con el lugar común de la belleza apolínea de Kowalski, impone un físico bien trabajado y descuella, sobre todo, en las secuencias de ilimitada furia. El elenco actúa con homogénea eficacia, aunque sería injusto no destacar a Guillermo Arengo en la magnífica, inolvidable interpretación de Mitch. Por mucho que se hable del pegajoso calor del verano en Nueva Orleáns -ingrediente indispensable de la atmósfera del drama (y si hay un drama de atmósfera es éste)-, sus vahos no llegan a la platea.
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