Un reflejo del presente que nos conmociona
En la elección de abrir la temporada con una ópera como Calígula, de Detlev Glanert, concurren diversas razones. Un teatro estatal como el Colón tiene que cumplir con los diversos públicos. En ese sentido, el teatro mantiene una deuda con el repertorio del siglo XX y del siglo XXI. Nos obsesiona cómo saldarla.
Hay obras que no hay que negarle a la gente, y programarlas en el inicio de la temporada les da un lugar especial, además de que contamos con más tiempo para los ensayos y la preparación. Las aperturas deberían marcar un camino; me gusta que tengan algo novedoso, como sucedió con El gran macabro, de György Ligeti, y con La pasión según San Marcos, de Osvaldo Golijov. El año que viene, por ejemplo, abriremos la temporada con Les troyens, de Hector Berlioz, que no es una obra contemporánea, pero que reflexiona sin rodeos sobre aspectos de nuestro tiempo. Basta pensar en la tragedia griega, que preserva un modernismo implacable. Eso mismo pasa con Calígula.
Leí el Calígula de Albert Camus en la adolescencia, y ya entonces me provocó una conmoción. Hay en la obra de Camus una denuncia de toda tiranía. Hablé de esto con el puestista, Benedict Andrews, un director que me interesa porque llega a la ópera desde el teatro. Su concepción de la pieza me decidió a programar la ópera de Glanert luego de las gestiones con la English National Opera. El lenguaje musical de Glanert es poderoso y consigue una obra muy potente. Tiene infinidad de texturas que permiten "ver" la obra desde el sonido. Se desarrolla como un laberinto de espejos en los que se refleja la actualidad.
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