Un poético viaje al pasado, con actuaciones sobresalientes
Siempre hay que irse alguna vez de alguna parte / Libro y dirección: Gabriela Izcovich / Intérpretes: Marcelo Bucossi, Roberto Castro, Mercedes Fraile y Gabriela Izcovich / Luces: Ricardo Sica / Música: Lucas Fridman / Asistencia de dirección y producción ejecutiva: Marco Riccobene / Sala: No Avestruz, Humboldt 1857 / Funciones: sábados, a las 22.30 / Duración: 60 minutos / Nuestra opinión: buena
Thomas Stearns Elliot solía hablar del tiempo como un presente eterno, una suerte de abstracción que abre siempre la posibilidad de desasirse de los lazos del pretérito y empezar cada día la vida como si fuera de cero. Cierto culto que algunos sectores de la sociedad de estos días le rinden a este concepto parecería indicar que muchas personas han encontrado en él algo que suponen les provee la fórmula perfecta de la felicidad. Lo cierto es que, con independencia del modo en que cada sujeto transite esa experiencia, cualquiera que haya vivido un poco sabe que lidiar con el pasado no es tarea sencilla y, mucho menos, olvidarlo. Y que tampoco sofocarlo depende de un simple acto de voluntad ni de una decisión tomada en una mañana con la misma facilidad con que se pide un café en un bar.
La memoria del hombre está habitada por infinitos recuerdos, no importa cuán fieles sean a los hechos que evocan o si de alguna forma los han distorsionado. Esas remembranzas nos acompañan de por vida, y de la buena y equilibrada relación que tengamos con ellas, de la manera en que las integremos y formen parte consentida u objetada de nuestro propio ser, dependerá mucho la calidad que adquirirá la existencia de cada uno. Siempre hay que irse alguna vez de alguna parte nos habla en gran medida de este tema, interrogándose sobre los múltiples dilemas que ocasiona. ¿Qué lugar ocupan los recuerdos en nuestra memoria? ¿Somos esclavos de ellos y nos someten sin dejarnos disfrutar del presente? ¿Cómo convivimos con ellos? ¿Una persona ya grande puede iniciar una nueva experiencia amorosa sin renunciar a lo que es y ha sido? Las preguntas podrían seguir al infinito.
Como autora, Gabriela Izcovich planteó el tema a través de la historia de dos amigos entrañables, uno contador, el otro escribano, que visitan el pueblo donde nacieron hace muchos años para filmarlo y ver en qué estado está. Hacen el viaje con sus parejas actuales y al llegar comprueban que aquel pueblo es hoy un lugar fantasmal, un páramo donde la mayor parte de los edificios ha desaparecido, y otros están abandonados y cubiertos de yuyos y moho. La decepción es grande, porque sienten como que alguien les ha matado sus recuerdos o, al menos, los objetos materiales que sirvieron de base a las imágenes que se asentaron en sus memorias. Y mientras filman van redescubriendo en esa ausencia -no siempre con absoluta certeza- los sitios donde estaban cada una de sus casas, el colegio en el que estudiaban, la plaza en la que jugaban, el viejo cementerio.
Y mientras pasan allí el día completo y también la noche, pues el automóvil que los llevó se descompuso y deben esperar a la mañana para buscar un remolque, los cuatros toman mate y exponen distintas reflexiones sobre el hecho que están viviendo y de qué modo diverso cada uno se planta frente a esa peripecia, todo a través de un texto muy dialogado que incluye pasajes de mucha nostalgia, pero también de logrado humor. El relato transcurre sobre un escenario pelado, al que sólo acompaña una adecuada iluminación y una música inspirada, como si la autora y directora quisiera que los espectadores vivieran la misma sensación que los actores al llegar a una tierra vacía y tener que imaginar, sólo con la guía de las palabras, lo que pudo ser aquello que ellas evocan o señalan. El elenco está formado por cuatro intérpretes de gran solidez, de los cuales tres (Marcelo Bucossi, Mercedes Fraile y Gabriela Izcovich) están excelentes y el cuarto, Roberto Castro, sobresaliente.