Un Chejov actual y fresco
El amor es un bien / Dirección y dramaturgia: Francisco Lumerman / Intérpretes: Manuela Amosa, José Escobar, Diego Faturos, José María Marcos, Rosario Varela / Escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez / Iluminación: Ricardo Sica / Asistencia de dirección: Ignacio Graciam / Producción ejecutiva: Zoilo Garcés / Sala: Moscú Teatro, Camargo 506 / Funciones: Sábados, a las 23 y domingos, a las 17.30 / Duración: 70 minutos / Nuestra opinión: muy buena
En esta obra hay olor a Chejov de entrada. Y más específicamente a Tío Vania. Será por el particular modo que tiene el autor para tratar temas sensibles, íntimos, familiares. Será porque en ambos casos el foco está en mostrar la profunda soledad en la que viven todos los personajes que aun acompañados sufren la falta de compañía. Es manifiesto el homenaje a esa obra tan importante para la historia del teatro. En los nombres de sus personajes, en las relaciones, en la búsqueda permanente de algún gramo de felicidad y, acaso, en el intento destruirse aún más. Esa es la cuestión: a medida que avanza la acción todos se destruyen más y más hasta el punto en que ya no hay retorno.
Sonia y su tío, Iván, están en un perdido pueblo del sur. Tienen un hostel en decadencia, trabajan lo mínimo indispensable pero con cierta alegría, esa que les permite tener tiempo y dedicarse a la música -así comienza la obra, con un cuadro musical detrás de un velo que nos permite ser testigos pero no público todavía. Acaba de llegar el padre de Sonia con su mujer, Elena, mucho más joven que él, bella, radiante, bien citadina y moderna; una figura que se contrapone, al menos en el aspecto, a Sonia, una mujer más bien desalineada y masculina. El padre está enfermo, es cínico hasta la médula y su soberbia se expande desde el minuto cero. Han llegado a Carmen de Patagones con el fin de vender esa propiedad y por ende destruirles ese pequeño mundo que construyeron tío y sobrina. Para completar la escena aparece, además, Pablo, interpretado de manera brillante por Diego Faturos, un personaje que supo interpretar en su momento Stanislavski. Su misión será pues enamorar a todos y todas y dejar un vacío en cada uno de ellos por un amor no correspondido.
Con estos elementos, Francisco Lumerman se lanza a dirigir con un ojo preciso para dar lugar a un drama, de esos que duelen, que devastan porque cada personaje en el afán de encontrarse y ser un poco más feliz encontrará en cambio la soledad, el dolor, pero sobre todo la desilusión que será el motor de acción en cada una de las historias.
¿Es el amor acaso un bien? ¿Un bien preciado, necesario y vital? Salvo el padre, los cuatro buscan el amor, lo persiguen como locos, como desaforados. Es posible que ni siquiera puedan amar pero quieren hacerlo.
Un espacio prácticamente vacío les permite a los personajes abrirse, expresarse, conocerse. Es una obra con un texto riquísimo y contundente. Cada personaje, como un excursus en la mitad de la obra, narra una historia, pequeña pero bella y que simboliza para cada uno lo que es el amor. Las actuaciones, por su parte, son maravillosas. Una mejor que la otra, tan bien dirigidas que se lucen de manera ejemplar. José Escobar, en la piel de Iván, ese tío Vania, es implacable, con una sensibilidad que atraviesa a cada uno del público.
Una maravillosa manera de acercarse a Chejov, actual, fresca, pero que conserva ese grado de humanidad extrema que nos asegura que aunque el entorno cambie las cosas esenciales trascienden todas las épocas.
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