Tres Pozos, Veneno y Posguerra: tres formas muy distintas de ser “devastador” en escena
Un recorrido de jueves por el festival FIBA deja tres propuestas para ver de cara al fin de semana
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En el mapa del Festival Internacional de Buenos Aires, FIBA, uno de los proyectos coproducidos por el encuentro escénico que culmina el domingo es Tres pozos, en el que el dramaturgo, director y cineasta Marco Canale (el mismo de La velocidad de la luz y de Los nacimientos) se asoció con el director español Miguel Oyarzun y con Amanda Solano, Andrés Fermín y Pedro Rey, personas de la comunidad wichi de El Impenetrable chaqueño. El proceso creativo nació hace siete años y sus conmovedores resultados se presentan hasta el sábado, en el Teatro San Martín.
“Escribimos, filmamos y ensayamos durante años esta obra junto a Amanda, Pedro y Andrés, miembros de la comunidad wichi de Tres Pozos. Hablaba del avance del desmonte y las drogas, la destrucción de su pueblo y nuestro silencioso racismo. Ellos iban a protagonizarla, pero hace unos días Amanda murió por no recibir la atención médica que necesitaba. ¿Qué hacemos ahora con todo esto?”, se preguntan los dos creadores “blancos” de esta singular y devastadora propuesta.
Asumen el desafío sobreponiéndose al dolor con amor, con sensibilidad extrema, con un afinado talento, “Esta obra iba a comenzar con Amanda tocando la campana que, en realidad, es un pedazo de viga de tren. Antiguamente, el Cacique de Tres Pozos (pueblo ubicado en donde Chaco limita con Formosa y Salta) la tocaba para que los miembros de la comunidad se reunieran. Lo hacían para resolver conflictos o construir algo juntos. Amanda y Pedro contaban que hace años esta campana dejó de tocarse”, cuenta Canale, asumiendo por necesidad, urgencia y ausencia, el rol de narrador de esta ceremonia teatral en la que vuelve a sonar la campana. “¿Cómo representar este fracaso que es, también, el de nuestro país?”, se pregunta.
En esta nueva realidad, ni Amanda, ni Pedro ni Andrés están en la sala (aunque siempre están). De todos modos, el rompecabezas del fracaso toma cuerpo, se expande con maestría (de manera poética, con sumo conocimiento de la simpleza al servicio del hecho escénico). En ese delicado tránsito articula imágenes del Chaco, voces y músicas interpretadas en vivo, datos de una realidad que duele. Ante la ausencia en la sala de sus protagonistas es el mismo público, con una exquisita forma de organicidad interna para ocupar ese rol, el que pone la voz de los ausentes. Cada uno, a su turno, lo hace con una convicción interna que conmueve.
Es tal la contundencia de cada una de las capas de Tres pozos que, al finalizar la función de anoche, volvió a sonar la campana marcado en el final. Luego de los merecidos aplausos, la platea completa se quedó sentada en sus butacas, en silencio, como si ninguno estuviera en condiciones de salir a la avenida Corrientes. Entonces, Marco Canale, ante su propio desconcierto porque nada estaba previsto, propuso abrir el juego de la charla (o de la catarsis. como se desee). Y así fue.
Bien, esto es parte de la maravilla, el gesto único y necesario de Tres pozos, que culmina mañana. Amanda había soñado un final feliz para su debut teatral. Amanda no tuvo un final feliz, murió por un cuadro menor y la falta de atención. Pero los dos creadores de Tres pozos le dan el gusto y recrean el cierre deseado por ella. De todos modos es posible pensar que Amanda fue por más porque apostó por el final más deseado entre tantos fracasos; que la campana vuelva a sonar, esta vez en el Teatro San Martín, para resolver “conflictos o construir algo juntos”, como se afirmaba al inicio de esta impactante y única ceremonia teatral. Una misión que resuena como necesidad y urgencia en el clima actual.
Presente y futuro desolador
Devastador puede ser un hombre solo, desencajado, que sale “con lo puesto” (shorts y zapatillas, buzo y campera, una toalla grande y varias pequeñas, de mano), a ventilar su conmoción, por todo lo alto de una terraza que balconea hacia el Riachuelo. Y devastador puede ser, también, un batallón de mujeres, multiplicado por cuántas, en una sala bien vestida de tecnología, donde se alza y se desploma la arquitectura de una propuesta de gran impacto visual.
El primero es el caso de Juan Onofri Barbato en Veneno, la nueva producción del ciclo de experimentación Cabina escénica, de la Fundación Andreani, que tuvo un “ensayo abierto” ayer (el intérprete a la intemperie, no así el público, que lo mira detrás de una puerta-ventana como en una suerte de cámara Gesell). En el marco del FIBA, el bailarín, director y gestor -al frente de la sala Planta Inclán, que coproduce este trabajo-, le pone cada centímetro del cuerpo a este solo que se presenta en cuatro únicas funciones a partir de esta tarde.
En un tour de force físico y gestual se da el despliegue de desbordes, tics, exabruptos y transformaciones de un hombre al que, por llamarlo de algún modo, diríamos que se está volviendo “loco”. En sus devaneos, la performance coreográfica transita a través de momentos que, en un sentido, hacen que la propuesta escale y, al mismo tiempo, que vaya sintonizando nuevos estados que responden a un guion interior. Como el afuera y adentro del espacio, está el adentro y afuera del intérprete. Sin descontar la propia incomodidad que pueda causarle al público ver a un trastornado desvestirse bajo la lluvia o aplastar la ñata contra el vidrio. Por momentos causa gracia -la risa nerviosa sobreviene a veces a sentimientos como estos, la vergüenza ajena o la confusión-, aunque la suya es una “danza furibunda”, como dice el texto que un nostálgico desearía leer en un programa de mano, y unas oraciones más adelante amplía citando que un “dispositivo de sustracción desborda sobre una corporalidad que se arroja al sacrificio, al desquicio, a la obscenidad y lo absurdo como antídoto vital”. La puesta sonora, de Ailin Grad, mete adentro de la sala no solo el gorgojeo del hombre -cuando es hombre, cuando es pájaro-, sino una ópera, un gol de Maradona y otras animaladas.
Ya no de modo figurado sino completamente literal es la devastación de Posguerra, el espectáculo argentino de Melisa Zulberti que se presentó este verano europeo en la Bienal de Danza de Venecia y que está teniendo su estreno local en el marco del Festival Internacional de Buenos Aires, en el Centro Cultural Recoleta. El espectáculo, que se ve desde una grada (y las filas de sillas que por segunda noche tuvieron que agregar ayer, porque no cabía un alfiler), le calza como un guante a la sala Villa Villa, también por la memoria del espacio, el tipo de propuestas que albergó.
Quien haya visto antes algún trabajo de esta creadora entenderá que también aquí están en primer plano tres rasgos distintivos de su huella creativa: concepto, objeto, tecnología. El movimiento viene después. La guerra (el trauma o, mejor dicho, el postrauma) que enmarca al espectáculo desde el título no está relacionada con ninguna situación bélica conocida o con todas, las reales y las imaginadas, las posibles y las que, como aquí, parecieran darse en un ámbito futurista. Van al frente cinco mujeres (Fernanda Brewer, Abril Ibaceta Urquiza, María Kuhmichel Apaz, Victoria Maurizi, Gabriela Nahir Azar), munidas de cascos, cámaras y trajes blancos, en una escenografía plantada a partir de una docena de estructuras espejadas, que las multiplica. La potencia de lo audiovisual (no solo por el uso del video en directo, sino por el diseño de luces de Pedro Pampín y la música de Julián Tenembaum) termina por envolver un conjunto muy atractivo. ¿Qué más? Se verá: con cada escena -que extiende su duración hasta el borde, como retardando el paso a lo que sigue (un recurso que arriesga sostener la tensión y la atención del espectador)-, Zulberti va develando un nuevo componente de su maquinaria, adicionando perspectivas a su metaverso. Hasta que la frialdad de ese entorno y la distancia de un entrenamiento marcial se quiebra en un estruendo y da paso a la devastación total, del terreno y del cuerpo. Le quedan dos funciones: hoy y mañana, a las 20.30, con entrada gratuita previa reserva.
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