Tres malabaristas de semáforo hacen una obra como forma de visualizar una práctica invisibilizada
Según una idea y dirección de Tomás Soko, los artistas hablan de cómo es captar la atención de un espectador que no imaginaba serlo en apenas 40 segundos, aprovechando el tiempo de la luz roja
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Facundo Muñoz Trovo, Blas Nielsen y Diego González son los performers de Amistá, lo invisible también brilla, obra que cuenta con dirección, puesta y texto de Tomás Soko. Según este notable creador de las artes circenses más experimentales, la obra gira alrededor de tres malabaristas de semáforo, aquellos que los automovilistas y peatones apenas llegan a ver. Pero el montaje también habla de la lucha por la supervivencia, la obsesión por el juego y el miedo al fracaso en medio de una rutina casi efímera que se repite una y otra vez sin ser, nunca, la misma. Desde otra perspectiva, cabe pensar a Amistá como una reivindicación a un disciplina invisibilizada que debe ganar a su público en, apenas, 40 segundos cuando la luz roja se enciende y ellos activan su propia luz verde para captar la atención de quien está adentro del coche.
Después de haber hecho las fotos en la esquina, los tres amigos están en el inmenso hall de El Galpón de Guevara, en donde todos los sábados, a las 19, presentan este trabajo que viene incubándose desde antes de la pandemia.
Blas Nielsen toma la palabra. Tiene 28 años y hace malabares desde los 13 imitando a su primo mayor. Durante la toma de su escuela, en Morón, le propusieron “hacer semáforo” para recaudar fondos para el grupo que reclamaba mejoras para el edificio. La cosa no anduvo para nada mal: durante aquellos días el estudiantado comió unos panchos gracias a los tres malabaristas que coparon una esquina del colegio. En medio de eso se dio cuenta de que podía hacerlo solo. Se largó. Con lo que recaudaba se compraba puchos, la gaseosa para el cole y hasta se pagaba la cuota del gimnasio. El ser artista del semáforo pasó a ser la forma de ganar dinero, su trabajo, su oficio, su pasión. “El semáforo es como una caja registradora. Te quedás dos horas y sale dinero, es así”, dice sin muchas vueltas. Apelando a un promedio que tiene infinitas variables (clima, momento del año y hasta momento del mes) calcula que se sacan unos 800 pesos por hora dándole duro al malabar en medio de esa sucesión de miniperformances en continuado. Blas estudió circo de manera autogestiva.
Diego González tiene 31. Es de hablar poco, tiene algo del antihéroe del trío, de tipo de perfil bajo. Empezó a hacer malabar a los 18, en una plaza de Canelones, Uruguay. A la vez, tomaba talleres de teatro. Luego se mudó a Rosario en donde estudió circo en la Escuela Municipal de Artes Urbanas. Viajando es que empezó a “hacer semáforo”; haciendo malabares le regalaron almuerzos y cenas. Lo cual, según evoca, es como la posta de la felicidad.
Facundo Muñoz Trovo tiene 26 años, empezó a tomarse el hobby del malabar “seriamente” a los 13. Para esa edad se anotó en una murga de Almagro, en el centro cultural El Eternauta. El hobby se volvió en una búsqueda de mucha carga horaria: antes de ir a colegio practicaba un poco, también en el recreo y luego al salir de la clase. Terminó la secundaria y se anotó en la carrera de artes escénicas focalizada en circo de la Universidad de San Martín. Al mismo tiempo, trabajaba como ayudante de cocina. Esto implicaba acostarse muy tarde y levantarse muy temprano para estudiar. Finalmente, largó la carrera y volvió al semáforo como hacía desde chico para el disgusto de su madre, a quien no le gustaba nada que “anduviera en esa”. Ya a los 17 años, no había madre que lo detuviera. Tampoco estaba dispuesto a morirse de calor en una cocina y se dedicó de pleno a hacer lo que le gusta, lo que lo define. Y, claro, como los tres, viajar por el mundo en busca de pesos, soles peruanos, reales o euros.
A la hora de reflexionar sobre esta expresión del arte circense que no llega al minuto de duración, aportan diversas capas como si estuvieran parados en una esquina en donde se cruzan varias calles. “Con respecto de la rutina malabarística –señala Blas– hay muchas escuelas. Siempre está eso de que la que más paga es lo que terminás haciendo”. Bajo esa endeble ecuación, entre la oferta y la demanda, asegura que en estas tierras los trucos que remiten al fútbol pican en punta. Pero hay otras derivaciones en todo esto, vinculadas tanto al trabajo artístico en sí mismo como a su entorno. “La vida del semaforista hace que te encuentres con situaciones marginales, de violencia; pero son muy pocas. Es algo bastante más ameno de lo puede haber percibido la mamá de Facu o la mía”, agrega Facundo.
Estar horas en una esquina también implica compartir ese momento con gentes, con otras realidades. Un listado que incluye a los limpia vidrios, los vendedores ambulantes o los que piden dinero (hasta, en algún momento, con los que aparecían camuflados como empanadas). Ante esas situaciones de convivencia forzada se activa una especie de protocolo no escrito en el cual se dividen territorios, eventuales plateas. En ese arreglo regido por necesidades y urgencias que se delimitan en la esquina, el malabarista se queda con los autos de la primera fila, algo así como las más codiciadas, y el limpia vidrios o el vendedor ambulante se dedica a las otras filas de autos de esa especie de mini sala teatral que se arma y desarma en menos de un minuto. “Es como un código que se fue estableciendo solo”, admite Diego. El código no conoce fronteras, nacionalidades. De eso saben porque, como aseguran casi a coro, ser semaforista es también el pasaje para poder viajar, conocer otras costumbres y sus propios matices. “En Bolivia, por ejemplo, se te cae el objeto y no te pagan. Así de corta. Acá se te cae y, a lo sumo, te boludean un rato; pero igual te dejan algo”, apunta Blas. Facundo suma otra clave de esta propuesta escénica llevada a su mínima condensación: “en la Patagonia pagan mucho más, conviene. El viento puede no jugar a favor, pero bajás el grado de complejidad de la rutina y listo. La gente disfruta de verte peleando contra el viento”.
Entre los objetos más rendidores, los tres señalan que la pelota de cristal y la pelota de fútbol “regarpan”. “Yo hago una secuencia con tres clavas y una pelota muuuuy futbolera. Aclaro que a mí no me gusta nada el fútbol, pero me pongo la camiseta de Messi a full. Yo juego con cinco pelotitas y él con una, me siento un crack. El fútbol siempre garpa, a lo loco”, cuenta Blas, el más joven del trío. Facundo agrega otro punto redituable: la disociación. O sea, aquellos que combinan distintos elementos. Y todos admiten que el uso del fuego es otro elemento rendidor.
El número ganador de Diego González para el semáforo o “el faro”, como lo llaman, es con tres clavas. “No hago lo que la gente quiere que haga. Con tres clavas lo paso bien”, apunta como si detrás de esto también hubiera una postura artística. Entre ellos, constantemente se cuela en sus relatos la pasión por lo que hace con el ganarse el mango esa situación performática de apenas 40 segundos que la gente, seguramente, olvida. La invisibilidad de esta práctica está muy por fuera del mecanismo de legalización de las artes escénicas vinculado con el reconocimiento del artista o con el estar en el radar de la crítica o de los mecanismos de subsidios estatales. “Los malabares ya están en un segundo plano dentro de lo circense. Hasta tengo la sensación de que el malabarista está un pasó atrás que el acróbata”, analiza Facundo mientras Diego señala lo importante de no quedarse en “el faro” y salir a habitar otros espacios o mixturar la disciplina con la danza, el teatro o la música a manera de salir de cierta zona ya transitada.
Un semáforo de luz verde permanente
En muchos sentidos, de todo lo que los tres hablan con LA NACION también habla Amistá, propuesta gestada por Tomás Soko, creador de un espectáculo como La ceremonia, el suicidio de una idea y la decadencia del poder, que era un maravilloso unipersonal que tenía elementos de las artes circenses contemporáneas, del teatro físico, de la danza, del teatro de objetos y del clown. De chico, sus padres lo llevaron a ver el Circo de Moscú. Aquella experiencia lo marcó. A los 13 años, de vacaciones en Brasil, se subió a un trapecio y eso fue un camino sin retorno. Se formó en la escuela de Gerardo Hochman, estudió mimo y teatro. Como trabajo de graduación en el Centre des Arts Le Lido, de Francia, estuvo cuatro meses en Cisjordania en donde hacía funciones en campos de refugiados y en comunidades de beduinos. Hace unos años, formó parte del elenco de Un domingo, otro potente trabajo de artes circense contemporáneo dirigido por el francés Florent Bergal. Forma parte de la Cooperativa Cultural Proyecto Migra. Esta vez decidió hablar del malabar y recurrió al lugar en donde la sociedad tiene más identificada a esa práctica: al semáforo, en donde se despliega un fenómeno artístico eventual, casi invisible como marginal para darle una vuelta de tuerca y ampliar la mirada sobre ese hecho artísticos y sobre la vida de sus realizadores.
Amistá cuenta con apoyo del Fondo Nacional de las Artes, ProDanza, Fondo Metropolitano de las Artes y Mecenazco. O sea, a contramano de la lógica de producción de un artista de semáforo acostumbrado a lo autogestión. Desde el sábado pasado, esta propuesta está haciendo su temporada formal. El kilómetro cero de todo esto fue en enero de 2019. Como parte del trío estaba Javier Bertero hasta que, luego, entró Diego. Hicieron la residencia de tres semanas en la carpa de Proyecto Migra hasta que llegó la pandemia. Y, en medio de un panorama cambiante, vinieron otras residencias durante las cuales siempre convivieron los cuatro. Amistá, aseguran ellos, tiene mucho de todo ese tránsito, de esa micro comunidad que se fue construyendo. Al principio Tomás Soko intentó que no hablaran, pero en el proceso tuvo que asumir que el vínculo entre ellos tres necesitaba de la palabra y no pretender otras búsquedas de lenguaje.
Según Facundo Muñoz Trovo Amistá “somos nosotros tres, u otros tres que son muy como nosotros tres. Sea como sea, son tres amigos que se quieren mucho, que tienen algunos problemas, que son malabaristas, que tienen sus berretines y que tratan de llevarla”. Así de simple. A Diego González se le propone contar la obra desde la perspectiva de un posible espectador. Titubea un poco. “El otro día, mirando el video, me pregunta qué onda estos tres tarados. No solamente por el malabar, sino por lo que les pasa, por la relación que tienen. Por momentos, querés más a uno que a otro. En varias situaciones hasta llego a odiarme, posta. Pero si me pongo en el papel imposible de un espectador diría que disfruté mucho ver a esos tres amigos malabareando en escena”, afirma en modo sinceridad brutal.
Los tres, acostumbrados a desplegar solos esos 40 segundos en los que tienen que captar la atención del eventual espectador e intentar quedarse con un dinero, ahora son tres los que habitan una gran sala. El semáforo es los que los ilumina.
Para agendar
Amistá, lo invisible también brilla, de Tomás Soko.
El Galpón de Guevara, Guevara 326
Funciones: sábados, a las 19.
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