Tortonese: "Yo no hago chistes ni compongo personajes. Mi humor es algo muy personal"
Enrique Santos Discépolo había dejado de escribir tangos en 1948, un año antes de estrenar Blum -como autor y director- con su propia compañía teatral. Para entonces, el poeta que había reflejado como nadie el desamparo social y la angustia existencial, volvía a abordar su tópico recurrente: el dolor insoportable por el amor no correspondido. Esta vez en tono de comedia, con pinceladas kitsch y una dosis insignificante del desencanto que era su sello de fábrica.
En 1951 reestrenó Blum y casi de inmediato condujo cada noche, por la cadena oficial de radio, el programa Pienso y digo lo que pienso. Moriría el 23 de diciembre de ese mismo año, tan amado como bastardeado, convertido en símbolo de una grieta que desangraba al mundo artístico. La obra quedó arrumbada. Recién en 1970 fue revisitada para el cine, dirigida por su coautor, Julio Porter, y protagonizada por Nélida Lobato y Darío Vittori. Casi medio siglo más tarde, Blum vuelve a la escena porteña: con producción del Complejo Teatral de Buenos Aires, se ofrece en el Teatro Regio, con la dirección de Mariano Dossena y Humberto Tortonese como protagonista, encarnando a Cayetano Blum.
"Cuando me propusieron hacer esta obra me iba de vacaciones -describe Tortonese, frente a su nuevo desafío-. Pedí el texto, sin saber si era o no para mí, para poder leerlo tranquilo. Al comienzo me costó engancharme. Un día la leí de un tirón. Y hasta me emocioné al final. Entonces me dije: 'Algo tiene'. Después entendí: la forma de escribir de Discépolo tiene que ver con un humor distinto, de códigos de otra época. Es muy interesante cómo el protagonista, un financista millonario, un tipo agobiante que solo piensa en el dinero -a quien todo el mundo le teme-, cambia cuando se enamora".
-Como un contrasentido: financista y sensible.
-Justamente. Algo le pasa con una de las coristas. Él mismo reconoce que no sabe si es amor. De ese estado de locura pasa a la frustración cuando se entera de que ella es la mujer de un empleado suyo. La obra, en su sencillez, pasa por muchos estados. Me gustó encontrar una comedia cotidiana, a la manera de aquel cine argentino en blanco y negro que yo veía desde chico, y que cuenta un cuentito, con chicas que pasan y bailan, sin maldad.
-Una comedia naíf.
-Es naíf, claro. Se vive en un estado de irrealidad. Discépolo describe personajes de otra época, a los que les pasan cosas, pero nunca llegan al desborde. Sus sentimientos son más... normales.
-Y también cursis...
-¡Claro! Discépolo mismo lo expresa en la obra. Reconoce que el personaje se enamora y pierde la cabeza, que ya no es el mismo. Y dice cosas como "me preocupa más saber la bronca que me van a tener tus lágrimas ahora que no van a estar más en tus ojos".
-A esta altura, ¿sos hombre de teatro o de radio?
-No empecé en la radio, pero después de veinte años tengo que decir que es una parte mía. Siento la misma comodidad que al estar en casa: es un momento muy íntimo, que tiene que ver con jugar con la voz. Y cuando me encuentro con el teatro, también me encanta. Por más nervios que tenga, que pueda estar mejor o peor, sentir esa adrenalina al salir a escena es un momento único.
-Estuviste un año sin hacer radio. ¿Sabías que ibas a volver?
-No. Con la Negra [Vernaci] pensamos que no volvíamos más. Me fui cuando hubo cambio de dueños y empezaron a bajar los sueldos. No me gustaba trabajar incómodo. Después la compró [Martín] Kweller con otros socios y noté que son buena gente. Me llamaron en el verano y nos enganchamos de nuevo con ella. Trabajar con la Negra es como con [Alejandro] Urdapilleta, con Batato [Barea]: se genera una hermandad, tienen magia.
-En la radio ponés a prueba el don de la improvisación y el humor. ¿Aparecieron en el camino o estaban en tu propia formación?
-Por más que me guste probar, creo que había algo en mí relacionado con lo grotesco que me fue armando para llegar a esto. Yo no hago chistes ni compongo personajes. Mi humor es algo muy personal. Pero es cierto que aprendí a hacer radio... haciéndola.
-De trabajar con tu propia voz y tus textos, ¿qué te atrae de trabajar con obras ajenas?
-Me gusta la estructura teatral: meterme en un texto y que de ahí aparezca el personaje.
Los límites de un provocador
Existe una imagen hecha a la medida de Tortonese: la del desbordado que juega con los límites de la cordura. Sus performances en el Parakultural, sus personajes travestidos en El mundo de Gasalla o su provocador vocabulario radial -tres magros ejemplos aislados en más de treinta años de trayectoria- lo avalan. Pero cuando su salud dio la alerta, cuatro años atrás, hasta ese "sello de autor" debió ser resignificado.
"Fue un momento de mucho estrés -reconoce ahora Tortonese-. Las cosas no funcionaban bien y no me daba cuenta. Y seguía, seguía, seguía. Llegué a pensar que era un tumor. 'Andá a ver un psicólogo, a un psiquiatra', me aconsejaban. La realidad es que estaba agotado. Entonces dije basta y paré. Pero después tuve que luchar contra el miedo: ¿y si había algo más? Ahora no lo veo como algo grave, pero en ese momento tenía motivos".
-Tuviste que reconocer los límites.
-Seguramente: yo no puedo trabajar a medias. Llegaba a esa situación de desborde y no me daba cuenta. En ese momento tenía televisión, radio y teatro: hacía de todo. Ahora estoy mucho más atento. Cuando me canso, paro: hasta aquí llegué.
-¿Pensabas en la muerte?
-La muerte siempre está. Cuando te agarran estos ataques de pánico parece que te vas a morir. Pero por momentos reflexiono y me digo: "Sí, alguna vez me va a pasar", y me tranquilizo. En algún momento, Juan Castro -creo que cuando conducía Kaos- me ofreció representar al personaje de la muerte. ¿Cómo hacerlo? Me puse a leer El libro tibetano de los muertos. Después encontré en una película, Enter the Void, una imagen que me atrajo mucho: la posibilidad de seguir flotando sobre las cosas después de la vida. El tema siempre me interesó: desde chico les pedía cosas a los muertos. Me volvió a pasar cuando murió mi padre, desde el primer momento.
-¿Cuestión de fe?
-De mi propia fe. Cuando mi padre murió, puse una foto (antigua, en blanco y negro) sobre una mesita con velas. Al derretirse, las mismas velas pegaron la foto. Quedó como un santuario. Me fui a Japón y compré origamis. Creo en esto.
-¿Tuviste formación religiosa?
-No. De chiquito iba a misa con mi abuela. Pero más que el sentido religioso me gustaba verlo como un hecho teatral: en las catedrales hay algo escenográfico.
-¿Será que el hecho artístico también es una experiencia mística?
-En el Parakultural se acercaba mucha gente que me agradecía por hacerla reír. "Yo estuve muy mal, se murió mi madre, no podía salir de casa y empecé a salir adelante", decían. Y yo hago mi trabajo: no puedo manejar lo que provoca.
-¿Sentís la nostalgia de cuando tenías 20?
-¡Al contrario! Me divierte traer de nuevo cosas de antes, como la poesía, que siempre estuvo conmigo. Mudando cosas, encontré libros de textos que hacíamos con Urdapilleta. Las empecé a leer para Instagram: me pareció genial hacer desde casa un espectáculo gratis. La gente me lo agradece.
-Este año irrumpió en los medios la figura icónica de Mirko Wiebe y vos también apareciste con él. ¿Te genera el deseo de ser padre?
-No. Me hubiese gustado cuando era joven: ¡me encantan los chicos! A los 20 años, tal vez, cuando éramos más inconscientes. Tenías una amiga y entonces podía decir: "Ay, sí, tengamos". Por un hijo hubiese dejado todo, porque me hubiese dedicado a él. Ahora llegué a una edad en que al hijo hay que levantarlo, cuidarlo, y ya no tengo esa energía.
-Hay una recurrencia en vos a tu origen, al Parakultural. ¿Dónde creés que está ahora el under?
-No sé ni lo busco. Si me dieran a elegir, me quedo en casa, mi mundo. Salí bastante, disfruté mucho. No estoy más en el circuito.
-¿Tiene que ver también con dosificar tus tiempos?
-Sé que me tengo que acostar a cierta hora. Y descansar bien. Cuando crecés te das cuenta de que no podés salir y tomar todos los días. Hay momentos en que la voz la usás, pero hay una contractura que te está diciendo que pares. Como dice el personaje de Discépolo al final: "La salud es un capital muy limitado, hasta que no pasa algo no nos damos cuenta".
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