La sala de Carlos Rottemberg cobijó sucesos teatrales como Salsa criolla y, debido a su estratégica ubicación a metros del Congreso, fue testigo de la vida social y política del país; anécdotas del teatro privado más antiguo de Latinoamérica
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En 1872, lo que hoy se conoce como la esquina de Rivadavia y Paraná era considerada una zona alejada que, si bien no llegaba a la categoría de andurrial, distaba de ser un rincón estratégico de la ciudad. Sin embargo, fue durante aquel año cuando en ese solar se inauguró el Teatro Liceo, la sala privada más antigua de Latinoamérica que, aún hoy, sostiene su actividad artística.
“Mantener un espacio tan antiguo como el Liceo es quijotesco por donde se lo mire”, reconoce el empresario Carlos Rottemberg, quien en 1994 le compró el teatro a su colega Buddy Day. A diferencia del relato de Miguel de Cervantes, para Rottemberg, el hidalgo caballero responsable de mantener la sala de pie, los molinos de viento están hechos de textos de ficción y un escenario para montarlos.
Junto a Rottemberg trabaja más de un Sancho. Con igual empeño se destaca su hijo Tomás, abocado a la producción teatral como su padre, y José Luis Ciarma, el gerente de la empresa, quienes están a cargo de las obras de puesta en valor que se están llevando a cabo con vistas a las celebraciones por los primeros 150 años de vida de la sala, que se cumplirán a mediados de este año.
LA NACION recorrió el Liceo junto a los Rottemberg y a Ciarma, entre andamios y tachos con materiales, telones levantados y camarines deshabitados. Aun así, y a pesar que la sesión de maquillaje está a medio terminar, la coqueta sala deslumbra con su belleza. Dicen, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de los teatros, que no está habitado por fantasmas. Un problema menos cuando la curiosidad lleva a corretear apoderándose del lugar y hurgar en recovecos ocultos y llenos de magia.
Puesta en valor
“Lo que estamos haciendo en gran medida no es visto por los espectadores, pero son obras muy necesarias”, sostiene José Luis Ciarma, a cargo de supervisar las tareas que buscan devolverle el esplendor original a la sala y dotarla con los adelantos técnicos que hacen no solo a confort, sino también a seguridad. “A pesar de su antigüedad, se trata de un edificio muy noble. Como siempre decimos, nunca se levantó una función por el edificio y sí porque no funcionó una consola de sonido o se enfermó un artista”, remarca Tomás Rottemberg, quien se crió en el mundo teatral no solo por la actividad de su padre, sino también porque su madre, la actriz Linda Peretz, lo acunaba en camarines cuando maternidad y trabajo debían complementarse con estratégica organización.
El letrero con el nombre que remata el alerón y enmarca la fachada es todo un símbolo del edificio que cuenta con sus diez puertas repartidas en cinco aberturas. Afuera, en pleno centro porteño, la ciudad es un hervidero y no solo por el verano. Al ingresar al Liceo todo cambia y ese afuera a los gritos se anula en el interior silencioso.
El hall prologa la elegancia de la sala con escaleras de mármol y detalles de bronce para indicar el sector de butacas. Como aquellas buenas obras que en las que la primera escena da cuenta de la exquisitez de la trama por venir, el foyer del Liceo anticipa la elegancia de su sala bombonera. “Nuestra tarea es preservar ese valor del edificio, por eso hacemos foco en lo estructural y también en realzar algunos elementos venidos a menos como los frescos de los techos”, dice Tomás Rottemberg, refiriéndose a una de las joyas del lugar. Imposible no mirar hacia arriba ni bien se pisa el patio de plateas y admirar esas pinturas que fueron elogiadas por el propio Berni.
Dada la antigüedad de la construcción, desde que Rottemberg se hizo cargo de la misma llevó adelante varias remodelaciones. “Hasta los años 90, los cables eran de tela”, cuenta uno de los responsables técnicos que trabaja desde hace décadas en el teatro y a quienes los Rottemberg y Ciarma consultan permanentemente. “Ellos son el alma del teatro”, dirá el empresario que, en Buenos Aires, también cuenta con las salas del Multiteatro, Multitabarís y Metropolitan, todos sobre la avenida Corrientes, y, en Mar del Plata, es el propietario del Atlas, América, Mar del Plata, Lido, Neptuno y Bristol.
Impacta ingresar a la sala que tiene armado un andamio inmenso que llega hasta el techo. Aún están las mesitas con sus veladores que sirvieron para darle marco a Cabaret, el último éxito, y que posiblemente queden como un sello distintivo. “Es la única sala consagrada al musical. Si no damos musicales, no se programará otra cosa”, reafirma Rottemberg con indisimulable orgullo ante el destino que vio nacer piezas icónicas como Piaf y Casi normales. “Nos molesta menos que esté cerrado a que funcione mal programado”, sostiene Ciarma en torno a esa ley implícita y no escrita que define los destinos de la cartelera.
Mientras LA NACION recorre cada rincón del teatro, en el medio del escenario se realiza una espontánea reunión de trabajo entre los dueños de casa y el personal técnico. Carlos Rottemberg hace algunas averiguaciones en torno a la pintura general y los alcances de la misma. Ciarma chequea los tiempos para que todo esté listo a fines del verano.
Si la puesta en valor de los frescos y la pintura de la sala pueden ser disfrutados directamente por los espectadores, hay otros aspectos secretos, pero esenciales, que también forman parte de la puesta a punto del edificio. En plena pandemia, el Liceo fue uno de las últimas salas en abrirse, cosa que sucedió una vez que se acondicionaron los sistemas de ventilación de acuerdo a las nuevas normativas de seguridad surgidas a partir de la irrupción del Covid. Malevo, la propuesta que se vio en el segundo semestre del 2021, fue la primera en gozar con los nuevos mecanismos que otorgan seguridad a la permanencia del público. “Significó garantizar la circulación del aire, ya que la sala cuenta con bocas que toman el aire exterior, que ahora son mucho más grandes. Además, hay filtros nuevos que toman ese aire y lo mejoran. Hubo que hacer nuevas estructuras, abrir ventanas y cortar filtros”, explica Tomás Rottemberg. Desde ya, la refrigeración cuenta con ese mismo mecanismo: “El aire no recircula sin ser filtrado previamente. Una vez realizada esa instancia, pasa al aire acondicionado, por eso la gente percibe una refrigeración que, además de generar bienestar, es segura”, sostiene Ciarma.
Como toda sala construida en el siglo XlX, los mármoles forman parte de pisos, escaleras y detalles de decoración, como así también las mayólicas coloniales que retratan una época. Algunas de esas piedras están siendo puestas en valor para que luzcan con su color y brillos originales. El Liceo es coqueto, pero no ampuloso. Abarcable. Sin ser de estilo colonial puro, observarlo desde afuera permite descifrar que se trata de un tipo de arquitectura posterior al virreinato, propia de una ciudad y un país que comenzaba a crecer emancipado.
Testigo del país
Con sus jóvenes 150 años, allí está el Liceo, erguido en su esquina, ocre en su frente y dorado por dentro, con esa típica herradura de palquitos y tulipas que alberga a sus butacas y que recuerda al tiempo aquel de la matinée, vermouth, primera y segunda noche. “Es prohibido permanecer con sombrero puesto a señoras y caballeros durante la función”, dice el letrero. Eran épocas de ritualidades y respetos. Allá lejos, todos se quitaban el sombrero. Hoy cuesta que se apague el teléfono celular que, indefectiblemente, aullará irrespetuoso en medio de una función.
A lo largo de 150 años, el Liceo no solo fue arte, sino también vigía. Plantado frente al icónico cronotopo que es la Plaza del Congreso, diseñada por el francés Carlos Thays, fue testigo de asunciones de presidentes constitucionales, celebraciones y marchas de reclamo, inicios de períodos de sesiones legislativas, revueltas sangrientas y del silencio y el luto de un Congreso cerrado cuando la democracia fue un valor perdido. El Liceo lo vio todo.
“La ciudad arrancaba acá”, recuerda Tomás Rottemberg, haciendo historia sobre el emblemático terreno de Rivadavia y Paraná. En 1872, las plazas del Congreso y Lorea no existían, pero en esos amplios terrenos libres aún sin bautizar se emplazaban el Mercado Modelo, un tanque de agua corriente (a la altura donde ahora se encuentra la escultura El pensador de Rodin) y, en el extremo norte, un molino harinero que, por cercanía, luego le daría nombre a la futura Confitería del Molino.
Recién en 1913, ya con centenares de funciones en su haber, el edificio del Liceo comenzaría a sentir las vibraciones del paso de los coches La Burgeoise, pertenecientes a la Línea A de subterráneos, la primera en comenzar a funcionar en América Latina. Siete años después, a metros de Rivadavia y Paraná montaría su carpa el circo Buckingham, que ofrecería sus espectáculos por secciones. Definitivamente, el Liceo fue un puntal en esa zona que comenzaba a erguirse como un lugar clave en la vida política, social y cultural ya no solo de la ciudad, sino de todo el país. Con la Avenida de Mayo trazada, el Avenida y el Gloria completaban el polo teatral de la zona.
“Que sea la sala privada más antigua en pie ya es una marca registrada”, se ufana Carlos Rottemberg, el empresario que sella sus acuerdos con los actores estampando un dedo en una hoja en blanco, instancia a la que todavía no llegó con Elena Roger para el reestreno de Piaf, aquel musical de factura perfecta que podría volver al Liceo y formar parte de las celebraciones de la temporada 2022.
Cuando en el Liceo se levantó el telón por primera vez, a Domingo Faustino Sarmiento le faltaban dos años para culminar su mandato presidencial. El Dorado, Goldoni, Rivadavia y Moderno fueron los nombres previos de la sala, que comenzó a llamarse Liceo recién en 1911.
Aún hoy, en sus planos, figuran los palenques ubicados en la puerta para atar los caballos de los carruajes. De allí viene el deseo siempre repetido entre la comunidad artística ante un estreno, “Mucha merde”. Cuanto más suciedad dejada por los caballos en las puertas de las salas significaba que más público había llegado para presenciar las funciones.
Ave Fénix
“El teatro ya estuvo a punto de caer a manos de la piqueta en 1977. Un aviso en un matutino anunciaba la venta de sus 600 metros cuadrados, por la suma de 120 millones de pesos. Los sucesores de José A. Gerino, dueño de la sala fallecido en 1955, no tenían interés en el teatro. Pero el ámbito cultural se movilizó enseguida, y Buddy Day y Julio Werthein adquirieron la sala”, recordaba el periodista Pablo Gorlero en LA NACION, en diciembre de 2005.
Luego de aquel “cambio de firma”, el teatro albergó temporadas gloriosas hasta que, en 1994, Buddy Day decidió que ya era tiempo de regresar a Chile y abandonar la actividad en el país. Lo dramático fue que la única oferta que recibieron los propietarios pertenecía a una empresa que iba a convertir la sala en una casa de apuestas hípicas.
“Un martes, llega Buddy Day a la oficina del Ateneo para decirme: ´Si mañana firmo, el Liceo se convierte en casa de apuestas hípicas. Si querés salvarlo, podés comprarlo´. Ante ese planteo, le respondí que no tenía plata y fue él quien me mencionó al Banco Mercantil”. Rottemberg saca un crédito en ese banco que tenía como uno de sus socios a Werthein, justamente el socio de Buddy Day: “Es decir que uno de los socios que me vendió el teatro es el que me dio el crédito para comprarlo”, aún se ríe Rottemberg ante esas volteretas del destino.
“A Buddy Day le puse tres condiciones: que el acuerdo fuera a tranquera cerrada, libre de cualquier deuda y que mi arquitecto pudiera recorrerlo para confirmar si la estructura estaba firme”, recuerda Carlos Rottemberg. Aquel “tranquera cerrada” implicaba que todo lo que había dentro de la sala quedaba allí. “Hasta las bombitas”, recuerda el empresario, quien, fiel a su estilo, enumeró las condiciones en una servilleta. “Parezco Corach”, bromea.
Como buen empresario teatral, Buddy Day no quería que la propiedad fuese a parar a manos de una agencia de apuestas hípicas, así que decidió mantener en secreto la oferta hecha a Rottemberg hasta que la firma fuera estampada. Aquella tarde, Buddy Day se fue del Ateneo, para volverse a encontrar con Rottemberg esa misma madrugada en el Liceo. A las dos de la mañana, Day y su mujer levantaron una de las persianas para que Rottemberg y su arquitecto pudieran recorrer el lugar. “Estuvimos de 2 a 4 de la mañana hasta que, finalmente, el arquitecto nos dijo que el edificio era sólido”, rememora el productor.
“Al único que le va a molestar que el Liceo se convierta en un lugar de apuestas hípicas es a vos, por eso vine a verte”, le había dicho Buddy Day a Rottemberg. No se equivocó, esa misma madrugada de 1994 se sellaba el acuerdo y Rottemberg pasaba a tomar posesión del edificio. Ante el hecho consumado, la casa de apuestas hípicas fue a parar a la sala de lo que era el Cinema Uno, sobre la calle Suipacha.
Por aquella obra quijotesca, Rottemberg fue galardonado con el premio ACE. Al recibirlo, Aída Luz cometió un simpático furcio y en lugar de celebrar que las paredes del Liceo no habían caído en la piqueta, la actriz pronunció la palabra “picana”.
Prestigio
El Liceo es de esas salas que se caracterizaron a lo largo de su historia por la buena programación. Aquí, durante una década, Enrique Pinti llenó de martes a domingos con su épica Salsa criolla, aquel repaso de la historia nacional que encontró el mejor entorno en este escenario cercano al Congreso Nacional. “Eran 5600 personas todas las semanas. Como ya sabíamos el número, el bordereaux se hacía antes, en lugar de al cierre de la boletería como es usual”, recuerda Carlos Rottemberg, aún asombrado por la propia modalidad ante el recurrente “localidades agotadas”, fenómeno que había comenzado cuando el Liceo aún estaba en manos de Buddy Day.
Thelma Biral tenía su propia empresa junto a su marido Titino Pedemonti, hacedores de éxitos que duraban temporadas enteras en el Liceo. Cuando la actriz se despidió de Coqueluche, cuyas funciones se dieron en el exBlanca Podestá, hoy Multiteatro, llegó a la esquina de Rivadavia y Paraná para representar una seguidilla de títulos muy recordados: Doña Rosita, la soltera; Amores míos, Pepsi, El año que viene a la misma hora, y varias más.
En 150 años de historia, no faltaron las anécdotas. En la “era contemporánea”, inolvidables fueron aquellas funciones de la comedia Se vende, desocupada, realizada por la compañía de Guillermo Bredeston, cuando una revuelta en la plaza frente al Congreso desató la furia de los gases lacrimógenos desde temprano. Sin embargo, el público llegó al Liceo como pudo y llenó la sala, ya que nadie se quería perder el espectáculo. Una vez iniciada la función, se bajaron las persianas y, mientras afuera todo era caos y corridas, adentro la gente disfrutaba a las carcajadas de la exitosa comedia.
En una de las tantísimas funciones de Salsa criolla, el periodista Bernardo Neustadt se sentó en la platea para disfrutar del espectáculo. No había terminado la función cuando el creador del programa Tiempo nuevo se levantó ofendido por el vocabulario algo soez de Enrique Pinti (o quizás por lo que se decía). A los gritos maldecía y auguraba: “Nadie puede venir a ver esto”. Se equivocó, fue uno de los grandes sucesos de la escena nacional. “No hay teatro que haya tenido un éxito como el de Salsa criolla, con el mismo protagonista durante todas las temporadas”, reconoce Carlos Rottemberg.
Las anécdotas del Liceo podrían ocupar varios volúmenes. El teatro privado más antiguo de Sudamérica tiene mucho para contar bajo esos muros inalterables que no pueden modificarse debido a su valor patrimonial: “No podemos tocar un ladrillo, está absolutamente protegido. Tenemos todos los sellos posibles en cuanto a restricciones y ninguno para apoyo. Es decir, la sala no cuenta con ninguna ayuda que lo diferencie de los teatros de la calle Corrientes, incluidos los nuestros ubicados allí. De todos modos, también es una política mantenernos al margen de algunas cosas, somos una empresa ciento por ciento privada”, argumenta Carlos Rottemberg con indisimulable orgullo.
Es hora de partir. Los martillazos siguen, retumbando con acústica privilegiada en esos 600 metros cuadrados por donde ha desfilado lo más granado del espectáculo argentino. Tomás Rottemberg y José Luis Ciarma conversan con uno de los responsables de la obra, mientras Carlos Rottemberg los consulta, dejando en claro que dejó en sus manos los trabajos de puesta en valor. Ante una duda, inmediatamente llaman a alguno de esos empleados históricos que conocen la sala mejor que a su propia casa. A todos se los ve apasionados, imaginando cómo quedará la sala con algo más de 500 butacas.
“Para hacer teatro hay que tener ganas, no es solo un trabajo”, reconoce Tomás Rottemberg, el heredero de la pasión que nació con su padre siendo un niño en una platea de un cine de la calle Lavalle, mientras se proyectaba La novicia rebelde. “Este año vamos a tener una torta con 150 velitas y esa será la inversión más grande de la reforma”, finaliza Carlos Rottemberg con humor, mientras su mirada se pasea por el Liceo como ese padre que ve a un hijo madurar. Y si la patriada es sacrificada y onerosa, a Carlos Rottemberg bien le cabe el “non, je ne regrette rien” de Edith Piaf. Arrepentirse no es lo suyo.
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