Te quiero, sos perfecto, cambiá
Impecable propuesta con cuatro intérpretes magníficos, dirigidos por Pashkus
Libro y letra de canciones: Joe Dipietro. Dirección: Ricky Pashkus. Música: Jimmy Roberts. Elenco: Diego Ramos, Natalia Lobo, Guillermo Fernandez y Karina K. Músicos: Hernan Matorra y Valeria Matsuda. Vestuario: Pablo Battaglia. Luces: David Seldes. Escenografía: Facundo Lozano. Dirección musical: Marcelo Macri. Producción general: Javier Faroni. Sala: Multiteatro, Corrientes 1283. Funciones: de miércoles a viernes, a las 21; los sábados, a las 20, y a las 22.15; los domingos, a las 20.30. Duración: 110 minutos.
Nuestra opinión: excelente.
Gran parte del encanto de Te quiero, sos perfecto, cambiá reside en su falta absoluta de espectacularidad y en su confianza ciega en lo teatral. Con una dramaturgia tan sencilla como poco pretenciosa, el texto nos arroja a una sumatoria de situaciones amorosas, matrimoniales y familiares en las que vemos a distintos personajes atravesando momentos diversos en los vínculos. Desde la primera cita a la viudez Te quiero? nos ofrece un paneo, por momentos grotescos, de las actitudes que uno puede ir teniendo a lo largo de su vida.
Y Ricky Pashkus, que ya había montado esta obra, parece conocer el texto a la perfección y tener muy en claro qué es lo que quiere contar. Es más, habría que decir, para ser justos con él y con su trabajo, que ofrece una clase magistral de dirección de actores. Y ese trabajo puntilloso sumado al talento de cada uno de sus intérpretes hizo que arriba del escenario del Multiteatro ocurra lo que en la jerga entendemos como un duelo actoral, en este caso de comedia. Porque los actores también saben que en lo estrictamente argumental no hay demasiado y que el único modo de que esto se sostenga como lo hace es si ellos logran producir la risa, sin que ello implique ausencia de emociones. La magia está precisamente allí y no en el desarrollo de la trama, la que, como en la vida, avanza más o menos de modo previsible, con más tiempo o menos tiempo, pero el final es, para todos, el mismo. Ante eso, Diego Ramos, Karina K, Natalia Lobo y Guillermo Fernández se convierten en los grandes socios de Pashkus y se lanzan a la dura tarea de darle valor a esta obra que es pura potencia. Porque también en lo estrictamente musical sólo para los muy entendidos tendrá el valor que verdaderamente tiene. Jimmy Roberts no recurrió a giros histriónicos y demagógicos en su partitura. Nos obliga a mirar muy de cerca, por ejemplo, la relación entre el género musical y la situación para que podamos encontrar allí el carácter de cada personaje. Y es por todo lo dicho hasta acá que puede verse que el mérito está en dejar que lo explícito de la trama se asiente en un delicado y complejo juego de sutilezas musicales, vocales e interpretativas.
Y si bien Karina K y Natalia Lobo cuentan con ventaja ante sus compañeros -ya que formaron parte del montaje original-, hay que decir que cada escena está jugada con la minuciosidad y la perfección que uno puede ver en una buena sitcom norteamericana. ¿Por qué? No hay un solo minuto en el que los actores no aporten a la platea alguna delicadeza gestual, algún sutil movimiento de manos, alguna mirada particular.
Mucho talento
El código actoral es profundamente físico, sin que esto signifique vacío en lo emocional. Hay momentos en los que uno quisiera poder detener y rebobinar porque sabe que viendo a uno de ellos se perdió el detalle de otro. Y lo más meritorio, si es que lo dicho hasta acá ya no es mucho, es que Pashkus no trabajó al actor en lo individual, sino que buscó hacerlo estrictamente desde lo vincular, como gran metáfora de la simbiosis amorosa y matrimonial que cuenta. No es el mismo actor Fernández cuando le toca una escena con Karina K o con Lobo, y así le pasa a cada uno de ellos, que son siempre el mismo y siempre otro.
Y todo este juego magistral entre los cuatro actores se ve perfectamente acompañado por los músicos, Hernán Matorra y Valeria Matsuda, quienes, además de ser impecables en lo que hace a la ejecución de sus instrumentos, acompañan muy bien la escena, aunque sencillamente tengan que mirar. La luz adquiere sus mejores momentos cuando se permite jugar con los actores y, de ese modo, dejar de ser aquel objeto que simplemente ilumina para convertirse en un actor más, como le ocurre a algún micrófono que está allí para amplificar, pero que Karina K vuelve visible con un mínimo comentario. Y el vestuario merecería un párrafo aparte. El trabajo de Pablo Battaglia es extrañamente narrativo. En un espectáculo como éste, uno podría imaginar que simplemente el vestuario podría ser bello y no más que vestir a los actores. Sin embargo, aquí, cada tipo de ropa, cada tela elegida, así como el color va generando una narración que, sostenida también con los anteojos y con las pelucas, le permite a la escena presentarse visualmente. En suma y sin demasiado temor al entusiasmo, una obra para divertirse y emocionarse ante lo argumental, pero superlativo en lo interpretativo.
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