Silvia Dietrich, resiliencia y pasión por el teatro
"No tengo nada que ver con el político", dice de entrada Silvia Dietrich, rubia como Marlene, sanguínea como Glenn Close, actriz que evoca su cabellera intensa y voz potente, una walkiria en escena a quien la autora y directora Susana Torres Molina varias veces ha confiado y convocado para trabajar desde que muy joven comenzó su carrera en los años ochenta. La excepcionalidad de este 2020 no cambió esa elección y el teatro Nün reabrió sus puertas con la propuesta, presencial y por streaming al mismo tiempo, 2x2+1 Monólogos: Hurlingham, por Dietrich, y Nada entre los dientes, por Emiliano Díaz, ambos escritos y dirigidos por la última ganadora del Premio Nacional de Texto Dramático. Ambos intérpretes ya habían coincidido en tres obras anteriores de Torres Molina: Una extraña forma de pasión (2010/11), Estática (oratorio para cuatro cuerpos) (2011/12) y Privacidad (2013) mientras que ella había trabajado antes en Derrame (2007), junto con la querida Silvina Bosco.
"Somos dos actores sin límites en el escenario, nos escuchamos mucho, nos entendemos, no siempre se encuentra un compañero así. Y esta fue una forma de reencontrarnos. Queremos seguir en el verano con esto pero agregando una tercera parte donde estemos los dos juntos", dice sobre lo que vendrá después de la pausa de las Fiestas. Aunque nadie ya arriesga demasiado acerca de planes y fechas. En marzo, iba a estrenar otra pieza de Torres Molina en Microteatro, junto con Vanesa Cardella, y en el Cultural Borges, Fuera de quicio, del psiquiatra Hugo Marietan y dirección de Inés Baum, obra que se reprogramó -por el momento- para abril.
"Los primeros quince días de cuarentena me relajé y me puse al día con las series. Después, a medida que pasaba el tiempo, empezó la preocupación, buscar opciones, escuchar lo que estaba pasando con compañeros", dice la actriz que comenzó a colaborar desde el primer momento en Artistas solidarios, la iniciativa impulsada por Mosquito Sancineto para hacer llega bolsones de alimentos a los colegas en situación muy crítica y a la Casa del Teatro. "Llegamos a más de 200 familias en la Capital, el Gran Buenos Aires y La Plata. Se reparte los sábados timbre a timbre y lo tengo a Mosquito de copiloto. Es un movimiento a pura alma, me devolvió la energía, damos y recibimos muchísimo. Es un honor estar ahí", dice sobre el proyecto que continuará el año próximo.
Suzuki
A los 19 años, Dietrich empezó a estudiar con Lito Cruz, docente al que siguieron Alberto Félix Alberto, Alberto Ure, Cristina Moreira, Cristina Banegas, todos los cursos que pudo con el Odin Teatret de Eugenio Barba, cuando visitaba Buenos Aires y el que cambió su forma entender la actuación, el método Suzuki que aprendió directamente en Japón con su inventor, el director y maestro Tadashi Suzuki. Pero esta historia esta asociada indisolublemente al nombre de otra de las directoras con las que la actriz trabajó, la talentosa Mónica Viñao. "A Mónica la conocí muy joven porque ambas estábamos interesadas en el teatro japonés y fue ella la que me inició en la técnica de entrenamiento actoral creada por Suzuki. La primera obra que hicimos juntas fue La mujer del abanico, de Yukio Mishima, a finales de los años 80". Con todo el cuerpo pintado de blanco y una prenda transparente arriba, Dietrich componía a los dos personajes femeninos, acompañada por el actor Walter Gilmour. La obra que pasó por el Cultural Recoleta y por la mítica Babilonia, se estrenó en La gran aldea, en San Telmo, una noche en la que llovía en modo desaliento. Sin embargo, siempre hay alguien y Viñao decidió que se hacía igual. Ese alguien pertenecía a la embajada de Japón y quedó tan fascinado con la puesta que el cuento de hadas terminó con la invitación al Festival internacional de Toga, una aldea a seis horas de tren de Tokio donde hasta 1999 se realizó este encuentro organizado por Suzuki y donde hoy continúa como Suzuki Company of Toga o SCOT Summer Season.
"El viaje fue eterno, estábamos muy entusiasmados pero teníamos dudas. Íbamos al Japón a hacer Mishima, era como vender naranjas al Paraguay. Teníamos dos funciones: a la primera vinieron 600 personas y a la segunda, mil y quedó gente afuera. Fue una ovación, un momento único, que no voy a olvidar nunca." En ese lugar aprendió una herramienta para el escenario y para la vida que le recomienda a todos los actores y actrices para potenciar el manejo de la energía, los 360 grados del actor en el escenario, la voz como otro cuerpo.
Con Viñao y Mishima, logró otro gran momento poético con Sotoba Komachi (la Bella y el Poeta), obra por la que ganó en 1993 el ACE la directora y fueron nominados los intérpretes, Vando Villamil y Dietrich. La lista de trabajos con Viñao es larga: obras de Ariel Barchilón (la excelente Paisaje después de la batalla, con Daniel Fanego y Analía Couceyro en el San Martín; Ya no está de moda tener ilusiones, en el Camarín de las Musas); Hamlet Machine, de Heiner Müller, en 1991 (antes del Periférico de objetos), donde Dietrich compuso un Hamlet adolescente; el texto de Ricardo Monti, Apocalipsis ahora, como parte del Yo Manifiesto que llevaron de gira a festivales en Londres y en Cádiz, y que se presentó en el FIBA 2003 con Tato Pavlovsky (que leyó un texto propio) y Alfredo Alcón (uno de Tito Cossa). La última obra en la que fue dirigida por Viñao fue Amarás la noche, de Santiago Loza, con Verónica Schneck, en 2015, justo cuando la directora sufrió un ACV que la alejó un tiempo de los escenarios.
En los últimos años, la otra hacedora que dice que Dietrich es su "actriz fetiche" es Cecilia Propato, la autora y directora de ¿Querés ser feliz o tener poder?, los monólogos de profesiones inusuales, con tres temporadas en cartel desde 2018 y que podía verse hasta hace poco por Instagram.
Continuar
También hubo directores varones en la carrera de Dietrich. En 2008, actuaba en dos obras a la vez: era Margarita en Stéfano, la versión de clásico discepoliano de Guillermo Cacace en la sala Apacheta, y Magda Goebbels en Las mujeres de los nazis, trilogía de Héctor Levy-Daniel, en el Patio de Actores, dirigida por el mismo autor. Por ambos trabajos, fue nominada a los premios Teatro del Mundo, del Cultural Rojas. Fue en ese momento feliz laboralmente en que la actriz tuvo, el 28 de septiembre, la peor noticia. Su hijo mayor, de 23 años, Iván Rubenoff había muerto de manera súbita e inexplicable en un micro rumbo a Bariloche donde iba a formar una familia con su novia embarazada de seis meses.
"Cuando volví del entierro, fui a trabajar. Héctor suspendió la función pero Guillermo me preguntó, aunque suponía que yo no iba a ir. Pero le dije que sí, no por corrección profesional sino porque sentía que debía hacerlo, que podía seguir en pie. Y a partir de ahí comencé un camino espiritual muy profundo. Nunca se deja de ser mamá cuando un hijo se va. Hay un idioma paralelo que se aprende a escuchar y a ver. Por supuesto que el dolor sigue ahí, no tiene traducción. Pero aprendí, él me enseñó con su partida", dice la madre de Iván y de la cineasta Lara Franzetti, de 24 años, y la abuela de Milo, de doce años, que vive en Bariloche con su mamá. "Armamos la familia que Iván quería", agrega.
Suele repetirse que el teatro sana. El año pasado, para Microteatro, Dietrich actuó con Franco Yan, el hijo de Romina Yan, muerta exactamente un 28 de septiembre pero de 2010, en Venus, una obra corta de Cecilia Propato en la que el espíritu de una mamá que ya no estaba regresa a la Tierra a comunicarse con su hijo. "Fue mágico", dice la actriz que no puede vivir sin actuar.
PARA AGENDAR
2x2+1 Monólogos, de Susana Torres Molina. Sábados, a las 21, en Nün (Ramírez de Velazco 419) a $ 500 o vía streaming, por Alternativa teatral, a $ 350.
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