Sillicon Valley: ascenso y caída de una encantadora de serpientes
Sillicon Valley (the inventor: Out for Blood in Silicon Valley, Estados Unidos/2019) / Guión y dirección: Alex Gibney / Disponible en: HBO y HBOGo / Nuestra opinión: muy buena
La historia de Elizabeth Holmes resulta fascinante en sí misma, más allá de todo documental. Esta joven de 19 años que abandonó la Universidad de Stanford para convertirse en entrepreneur de lo que prometía revolucionar la técnica de análisis clínicos y terminó condenada como estafadora por un monto superior a 900 millones de dólares es casi el personaje perfecto. Alex Gibney, documentalista conocido por otras historias de estafas como la de Enron y la de los responsables de la Cienciología – Enron: The Smartest Guys in the Room (2005) y Going Clear: Scientology & The Prison of Belief (2015)– se apropia del personaje y desteje esa telaraña que fue su ascenso como parte de la camada de startups en Silicon Valley de comienzos de milenio, hasta entender su condición de encantadora de serpientes dentro del mundo empresarial.
La clave del documental no es tanto comprender en qué consistía la promesa de revolución médica de Elizabeth Holmes y su firma Theranos como el misterio de su figura. Todas las aristas de impostura que pueden percibirse en su imagen en la pantalla –la mirada fija con rasgos de psicopatía, la voz evidentemente impostada, la vaguedad de su discurso científico– se desarman ante los efectos de su personalidad tanto en los que invirtieron millones en el desarrollo del delirante proyecto, como en aquellos que trabajaron incansablemente en él. Gibney usa las entrevistas de manera confesional, como si fueran una especie de terapia que les permite a los entrevistados entender el engaño del que fueron no tanto víctimas sino partícipes. Esa lógica de sinceramiento queda explícita de manera descarnada en el periodista de Fortune que casi entre lágrimas declara su desilusión respecto de las absurdas promesas de Holmes, en las que él creyó fervientemente.
Es notorio que Gibney decide dejar a su personaje en un estadio nunca del todo explorado. Como si penetrar demasiado en ella fuera quebrar ese efecto que resultó tan devastador. Por eso las imágenes de Holmes que se ponen en escena nunca dejan de ser el resultado de su propia creencia, de una fascinante mentira asumida por ella como la única verdad. En este sentido, la figura de Thomas Edison –con cuyo apellido se bautizó a la fallida maquina que iba a realizar los análisis clínicos con solo unas gotas de sangre– resulta el mejor paralelismo: aquel que en el camino hacia el triunfo logró combinar las innumerables mentiras con las elegidas verdades. En la mirada de Gibney, Holmes es su merecida sucesora, digna ejemplar de toda una filosofía aunque su destino haya sido la condena y no la gloria.
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