Selva Alemán, la actriz digna e íntegra que tenía el destino escrito desde la cuna
Murió una figura de conducta ejemplar que lograba la máxima expresividad desde el gesto mínimo y austero; brilló en la televisión y en el teatro, y durante casi medio siglo formó junto a Arturo Puig una de las parejas más apreciadas del ambiente
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Tenía el destino escrito y marcado desde la cuna. Contó una y mil veces que su madre, actriz como ella, hizo todo lo posible por evitar que siguiera sus pasos, pero no había fuerza material que cambiara algo ya definido para siempre. Después de seis décadas y media de honrosa y brillante trayectoria, sobre todo en el teatro y la televisión, Selva Alemán dejó entre sus colegas y compañeros de trabajo, que tanto la admiraron, y el público, que tantas veces la aplaudió, el mejor recuerdo que un artista puede cosechar.
Ese sentimiento unánime explica el dolor que se extendió rápidamente por todo el vasto arco del espectáculo argentino, sin excepciones, apenas trascendió la noticia (inesperada, rápida, impactante) de su fallecimiento, víctima de un infarto en la tarde de este martes. Selva tenía 80 años, pero nadie imaginaba ese final porque seguía activa y dedicada en plenitud a su vocación. Con su compañero de vida y de escenarios, Arturo Puig, había participado el 26 de agosto de la última ceremonia de entrega de los premios Sur al cine argentino. Allí se la vio una vez más sonriente y afectiva, con esa figura en apariencia menuda y frágil, capaz de engrandecerse cada vez que se abría el telón.
En Selva Alemán, el milagro del arte y de la comunión de algunas figuras elegidas con un público amplio y generoso en el gesto de admiración siempre se manifestó sin esfuerzo porque guardaba en su interior las mejores virtudes de las personas resueltas a seguir esa vocación. El cariño genuino que recibía de sus pares y del público era, antes que nada, una respuesta agradecida a las muestras de talento interpretativo superior que dejaba en escena. Pero no fue solo eso: también reconocimos siempre en Selva la fidelidad a una conducta admirable, siempre alejada de la estridencia, del ruido y de las vanidades mal entendidas.
Dejó un ejemplo de ese comportamiento en una de las muchas conversaciones que mantuvo con LA NACIÓN, citando (como casi siempre hacía en estos casos) a su madre, Carmen Vallejo, otra actriz de alto vuelo: “Una de las cosas que me enseñó es que el teatro es sagrado, la puntualidad y el respeto son importantes y que uno tenía que estudiar mucho y ser buen compañero. Todas esas cosas me quedaron.
La historia familiar de Selva Alemán empezó y terminó en el teatro. Había nacido en la ciudad de Buenos Aires el 30 de abril de 1944. Casi no conoció a su padre biológico, Roberto Denegri, actor de radioteatro que llegó a ser galán de Eva Duarte. Pero tuvo a una gran figura paterna en Oscar Alemán, el extraordinario guitarrista que convivió muchos años con Vallejo. “Él fue mi verdadero papá. El que me enseñó a usar el tenedor y el cuchillo cuando tenía cuatro años. El que me llevaba a pasear al Botánico y al Zoológico. Adopté su apellido por amor y reconocimiento”, decía a quien quisiera escucharla.
Creció rodeada de cariño, pero también envuelta en el aura de las relaciones inestables, las separaciones y los distanciamientos que son propios de muchos protagonistas del mundo del espectáculo. Por más esfuerzos que hizo su madre para sacarla de ese mundo, Selva terminó sumándose a él desde muy chica. “Hacía teatro todos los días y me llevaba con ella. Entre una función y otra se armaban largas mesas en el escenario con técnicos y utileros, y comían todos juntos. Tengo eso muy presente y también estar entre cajas mirando las funciones y aprendiéndolas de memoria. Mamá era muy joven cuando me tuvo, tendría unos 21 años, y me mimaba muchísimo”, recordó en una charla con LA NACION.
Selva siempre tuvo un rostro claro, diáfano y de espontánea belleza. Nunca necesitó la ayuda de ningún artificio para lucir seductora ante la cámara en el mejor sentido del término. La esperaba, tan natural como su imagen, un primer destino inevitable de heroína de telenovela. Tal vez no era lo que imaginó cuando decidió entrar al Conservatorio de Arte Escénico. Allí encontró a los 16 años su primer papel televisivo, a fines de la década del 50. También estudió a las órdenes de Agustín Alezzo junto a una camada de nombres ilustres que incluía a Norma Aleandro, Antonio Gasalla, Alicia Bruzzo y Carlos Perciavalle, entre otros. Gracias a una recomendación de Aleandro pisó por primera vez el escenario del Teatro San Martín para sumarse a una versión de Las Troyanas.
Su figura se fue haciendo cada vez más reconocida gracias a la televisión, y en ciclos de considerable popularidad. Llegó a ser por ejemplo una de las voces de Yo soy porteño, la más característica de las comedias costumbristas de la pantalla chica local en los años 60. Y esa misma década la vio triunfar en la comedia juvenil Señoritas alumnas, uno de los primeros grandes logros como autor de Abel Santa Cruz. Sus compañeras de escuela eran Marilina Ross, Teresa Blasco, Catalina Speroni y Evangelina Salazar.
Se consagró como figura de algunos de los teleteatros más vistos en la década siguiente. La cumbre fue Escalera al cielo, con Jorge Mayorano como galán, solo eclipsada como mayor éxito de 1978 por Un mundo de veinte asientos. La misma pareja probó suerte de nuevo en 1980 con Un ángel en la ciudad, pero no funcionó.
A partir de 1983, cuando se sumó al notable elenco rotativo de Situación límite, su rango actoral empezó a ampliarse y a explorar una veta dramática, siempre contenida y por esa razón mucho más convincente. La persuasión fue una de las grandes virtudes interpretativas de Selva, que encontró en Alejandro Doria y sobre todo en María Herminia Avellaneda (una de sus grandes amigas) la mejor compañía, orientación y respaldo detrás de las cámaras.
Fue en la casa de otra gran directora integral de la televisión argentina, Diana Alvarez, donde conoció en 1974 a Arturo Puig. Se encontraron para compartir la lectura de los guiones de la telenovela Fernanda, Martín y nadie más. Los dos estaban casados por entonces. Puig ya tenía dos hijos pequeños y Selva soñaba en ese primer matrimonio con una “familia más normal, dejar de trabajar y ocuparme de otras cosas, pero no me salió”, según le confesó a Pablo Mascareño en la última gran entrevista que mantuvo con LA NACION, en octubre de 2023.
El flechazo fue inmediato, pero los dos tardaron un buen tiempo en legitimar una relación que, como tantas otras cosas en la vida de Selva, pareció marcada y escrita por el destino. Permanecieron juntos hasta este martes, a punto de cumplir las bodas de oro como una de las parejas más queridas, apreciadas y valoradas del mundo artístico.
Hubo varios secretos guardados detrás de esa imagen de auténtica felicidad que transmitían en cada foto y en cada encuentro con las cámaras y los micrófonos. Tuvieron al comienzo más de un proyecto compartido en televisión (Yo soy usted, Después del final), pero también enfrentaron unas cuantas crisis y distanciamientos de los que siempre salieron airosos.
“Nos hemos separado, recurrimos a la terapia de pareja y a la terapia individual. Hemos pasado de todo juntos como cualquier pareja de muchos años. Al principio nos peleábamos mucho por el poder en la pareja, por ver quién tenía la verdad. Por eso no trabajamos mucho tiempo juntos. Nos criticábamos, nos llevábamos pésimo. En determinado momento dijimos basta, porque iba a terminar afectando nuestra relación”, contaron más de una vez casi al unísono, porque las dos voces siempre se escucharon al fin y al cabo juntas. Alguno empezaba la frase y el otro la completaba.
A Selva le quedó siempre pendiente el deseo de la maternidad. “Con los hijos de Arturo formamos una familia ensamblada, aunque me hubiera gustado ser madre. Es uno de los dolores más grandes que he tenido en mi vida. No pude tener hijos porque me operaron dos veces, de muy joven. Hoy, con los métodos actuales, podría haber sido madre. Pero, en aquella época, no. Es algo que me ha pesado mucho”, dijo hace algún tiempo.
Llegaron a confesar que en los tiempos de la dictadura militar, frente a la posibilidad de adoptar, se encontraron con impedimentos legales. “No estábamos divorciados de nuestros matrimonios anteriores y para la ley no éramos aptos para poder adoptar y darles un hogar a los niños. Eran momentos terribles y la sensación de peligro era constante, se vivía con miedo, pero al mismo tiempo no había una conciencia real de lo que sucedía en el país. Decidimos no arriesgarnos. Y no nos arrepentimos para nada”, relató Selva.
Cristales rotos, el gran clásico de Arthur Miller, fue la obra que reencontró definitivamente a la pareja compartiendo el escenario cuando ambos sintieron que podían sobrellevar las diferencias sin dañarse recíprocamente. Esa armonía se mantuvo hasta el final como una muestra de la madurez que Selva siempre tuvo arriba del escenario y también debajo de él, como una prolongación natural de su compromiso artístico siempre genuino, siempre íntegro, que continuó con otro clásico de Miller, El precio.
La tele conoció en tiempos más recientes un par de notables personificaciones en distintas etapas a través de ficciones como Fiscales y Malparida, pero la madurez artística la llevó a volcarse de lleno al teatro, dejando atrás (por propia voluntad) otros estímulos. “Dejé de lado el estrellato, la popularidad y la posibilidad de ganar más dinero, pero elegí siempre lo que entendí que mejor le iba a llegar al espectador y que lo haría pensar. No estoy arriba de un escenario solo por placer y necesidad personal, sino porque necesito entregar algo que haga sentir”, confesó una vez.
En 2008, cuando se preparaba para estrenar la obra teatral Una cierta piedad, Selva habló con LA NACION sobre el paso del tiempo. “Mi cara sigue teniendo los rasgos de toda la vida. El tiempo pasa y hay que aceptarlo bien. Además, he vivido muy bien mi vida, por lo que no me provoca grandes angustias”, dijo en esa ocasión.
La vitalidad actoral y personal de Selva quedó a la vista en su última gran aparición teatral, de nuevo junto a Puig, su eterno compañero. Fue Largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O’Neill. Nadie puede creer hoy que esa fue su despedida de los escenarios, aunque queda en el corazón y en la memoria de quienes la vieron allí que dejó desde su aparente fragilidad una imagen tan grande y tan digna como en el resto de su notable carrera.
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