En una larga charla con LA NACION, con motivo del lanzamiento de su autobiografía, el bailarín, coreógrafo, docente y director de musicales recorre su carrera, recuerda anécdotas, habla de sus relaciones, de sus padres y de los abusos que sufrió en su niñez y adolescencia
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A lo largo de su autobiografía, titulada Conservate bueno, confesiones y enseñanzas de un maestro, hay tres términos que se repiten constantemente: fe infinita, operar y expandir. Es que la vida de Ricky Pashkus estuvo y está atravesada por la confianza a ultranza en sí mismo, en la pasión por trabajar, gestionar e intervenir en el medio y en extender hacia los demás sus búsquedas, conquistas y aprendizajes.
Quiso ser actor y concluyó siendo primero bailarín, luego coreógrafo y más tarde director y docente. Hoy, a los 67 años, cuenta con una extensa y variada carrera, que incluye en su haber títulos como Aquí no podemos hacerlo, Vivitos y coleando, La calle 42, Noche corta, La Cassano en el Maipo, Pinti canta las 40 y el Maipo cumple 90, Bocca Rock, Te quiero, sos perfecto… cambiá; Los productores, Hairspray, La jaula de las locas, Patito Feo, El joven Frankestein, Sweeney Todd, Mi bello dragón, Souvenir, Y un día Nico se fue, Sorpresas, Yiya, el musical y A Chorus Line, entre muchos otros. Ha ganado trofeos de todo tipo, co-creado los premios Hugo y actualmente dirige el Instituto Argentino de Musicales. Es uno de los mayores exponentes y generadores de la comedia musical argentina. Su último suceso en la avenida Corrientes, Kinky Boots, hoy se presenta con un elenco renovado en Villa Carlos Paz.
Con motivo del lanzamiento de su autobiografía, que publicó Editorial Planeta, LA NACION mantuvo una larga charla con el artista, en la que surgieron anécdotas, confesiones y más de una sorpresa.
–El comienzo de tu carrera como bailarín, a los 20 años, fue explosivo, por no decir directamente trágico. ¿Qué recuerdos tenés de aquel momento?
–Explosivo es la palabra indicada porque hubo una bomba. De ese espectáculo (Las mil y una Nachas) recuerdo al elenco, que lo conformábamos 12 bailarines y una mujer como Nacha Guevara, que era una genia absoluta pero muy temperamental. Los otros genios, también bastante temperamentales, eran el maestro musical Alberto Favero, el director de escena Claudio Segovia y la coreógrafa Ana Itelman. Fue una experiencia hermosa junto a varios futuros coreógrafos: entre ellos Alejandro Cervera y Daniel Fernández. Alejandro fue el primero que me dijo que yo iba a ser famoso. ¿Y por qué? Porque se notaba que yo quería serlo, me dijo. Todo venía bien hasta el ensayo general, en que a Nacha le falló el vestuario y se quedó en tetas, un helicóptero que debía levantarse a polea humana ascendió sólo 20 centímetros y se desplomó sobre el escenario, a los bailarines nos apareció un chicle en la suela de cada zapato cuando salíamos a hacer un cuadro de tinte español y en el número final, que era con música de A Chorus Line, a todos los músicos les faltó hojas de la partitura, por lo tanto no pudimos seguir la coreografía. Todas cosas feas que preanunciaban algo peor y que tal vez significaban un mensaje, del tipo: “Nacha date cuenta que no tenés que seguir adelante, estamos acá adentro”.
–¿Hoy pensás que había gente de la Triple A infiltrada en el teatro?
–Yo creo que sí. Pero Nacha no lo tomó como un hecho político y al otro día, antes del estreno, nos citó a todos y nos dijo: “No voy a permitir que alguien conspire contra el espectáculo, y el que hizo esto la va a pagar”, suponiendo que alguien de la compañía le estaba jugando una mala pasada. Cuando finalmente explotó la bomba yo estaba en patas, con los otros bailarines, vestido de mujer, a punto de salir al escenario para el cuadro de El Pichi, uno en el que los bailarines hacíamos de mujeres y Nacha de hombre. La que estaba en el escenario era Nacha. La bomba explotó en la boletería del Teatro Estrellas y causó una muerte. Después hubo como un gran caos. Lo próximo que recuerdo es estar sentado durante varias horas en las escaleras del segundo piso del complejo teatral, aún vestido de mujer. Estaba todo oscuro y no nos permitían bajar. Mientras, después me enteré, Nacha y Alberto se escaparon por los techos.
–En el libro contás que al estreno había asistido tu madre. ¿Temiste por su seguridad?
–Sí, por eso llega un momento en el que decido bajar. Lo hago como puedo, porque las escaleras estaban destruidas. Abajo era todo sirenas, luces y ruidos. Y es ahí cuando se produce una escena almodovariana. Llego a la calle maquillado y con tacos y vislumbro entre la multitud a mi madre con cara de angustia, posiblemente sospechando que yo no estaba vivo. De golpe me divisa y en vez de poner cara de alivio se le descompone el gesto al verme vestido de mujer. Ahí me di cuenta que lo peor que le podía pasar a mi madre no era que yo muriera sino que fuera gay (risas).
Hugo Midón y Pepe Cibrián
–Hablemos de tus dos relaciones laborales más duraderas: las que entablaste con Hugo Midón y Pepe Cibrián Campoy. ¿Qué aprendiste de cada uno y qué, finalmente, te distanció de ellos?
–De los dos aprendí muchísimo. Eran lo opuesto y ellos lo sabían, eran conscientes que recorrían caminos diferentes. Lo sé porque hablaba con uno y con el otro. De Hugo Midón aprendí a trabajar con lo que pasa y que no hace falta tener plata para hacer las cosas bien, que se puede trabajar con lo mínimo. También que se puede trabajar relajado y que es importante cada palabra y que el lenguaje no se imposta. En ese sentido a él le gustaban los actores no afectados y dispuestos a jugar. Con él llegué a discutir porque me decía, por ejemplo: “Tal bailarín es muy afectado”. No le gustaban los actores o bailarines con modismos, quería gente relajada. Más allá de este reparo, era un creador que inspiraba la poesía. Gracias a él vos sentías que actuando eras un poeta. Pepe me dio orden, porque hasta ese entonces yo era muy desordenado, y mucho espacio como coreógrafo, a pesar de que mi lenguaje expresivo se parecía mucho más al de Midón. Es que Pepe siempre creyó en lo extrovertido de los planteos y Hugo en lo contenido de los mismos. Hugo y Pepe se igualaban en que ambos eran muy rigurosos y estrictos y difíciles para hacer amigos. Los dos me dieron una bendición: me hicieron crecer como actor, me eligieron como coreógrafo para sus trabajos y hasta me permitieron dirigir ciertos aspectos de sus creaciones. De Midón me alejó su opinión sobre lo no prestigioso, su criterio del bien y del mal. Él pensaba que la televisión era el mal y que no había que venderse a ella ni al mundo capitalista. Se quejaba de los espectáculos que triunfaban en la avenida Corrientes, con figuras provenientes de la televisión. Él me quería y me admiraba, pero llegó un punto en el que creo que sintió que yo estaba un poco vendido a todo aquello. De todos modos, Hugo me hizo mucho bien y lo amo con todo mi corazón.
–¿Y de Pepe qué te alejó?
–Que me mandó a la mierda (risas). Porque cuando hicimos La dulces niñas (un musical protagonizado por Ana María Campoy y Marzenka Novak) él sintió que yo no me comprometía con el espectáculo. Y tenía razón, porque no me gustaba y porque yo estaba gestionando el principio de mi carrera. Entonces le dejé una asistente a cargo de la coreografía. Él me pidió por favor que no lo haga y yo, debo admitirlo, me fui igual. Él me odió y luego se desquitó con todo. Un día me llamó y me contó que había hablado con Tito Lectoure y estaba por montar una obra en el Luna Park. ¿En el Luna Park? Al principio pensé que se trataba de un chiste, pero después comprendí que no. Supuse que me llamaba para convocarme, como otras veces, hasta que fue muy clarito: “Esta vez la coreografía la voy a hacer yo, porque la última vez me dejaste plantado”, me dijo. Y no le pude discutir nada. Así fue que quedé afuera del mega suceso de Drácula.
Aquél noviazgo por un día
–¿Los Mininis fue tu primer grupo de reafirmación personal y de contacto con el mundo teatral, intelectual y político? ¿Quiénes lo conformaban y con quienes aún mantenés relación?
–Lo conformábamos Cecilia Roth, Julio Chávez, Roxana Berco y yo, entre varios otros. Los conocí en una plaza, la de avenida Callao y Marcelo T. de Alvear. Allí se reunían. Yo era casi un chico, tenía 15 años. No sé por qué el grupo se llamaba así. Seguramente lo habré decidido yo porque siempre invento nombres. Por Cecilia conocía el mundo. Cuando ella se fue al exilio fui a visitarla a España y me contactó con La movida madrileña, me presentó a Eusebio Poncela, Alaska y Pedro Almodóvar. Gracias a ella también accedí a su madre (la cantante) Dina Roth, a Tato Bores y adquirí una mirada distinta de la realidad y conciencia política. Con Cecilia éramos íntimos, al punto que llegamos a ser novios. Un solo día, pero lo fuimos. Empezamos a la mañana y terminamos por la noche, cuando me preguntó: “¿vos sos homosexual?”. Yo le dije obviamente que sí y ahí se terminó el noviazgo. Hoy seguimos siendo grandes amigos.
–¿Por qué considerás a Julio Chávez como a un hermano?
–Porque es la persona que, junto a Tommy (Pashkus, su verdadero hermano y famoso agente de prensa), generó conmigo la sociedad más importante de mi vida: de amistad, de amor, de incondicionalidad absoluta, económica y de estudio. Empezamos nuestra amistad en 1975 y fundamos una sociedad laboral en 1982. Llegamos a convivir muchos años en un mismo departamento para abaratar los costos.
–¿Fueron pareja?
–Pareja, pareja, nunca fuimos, pero estuve enamorado de él y sentía que era la persona más linda del mundo. Cuando convivimos en aquel departamento, él tenía sus parejas y yo las mías. Lo nuestro empezó como una gran amistad que podría haber llegado a otra cosa, pero quedó ahí.
–Vos lo querrás mucho, sin embargo él te “robó” un protagónico en el cine, ¿no?
–¡Totalmente! (risas). Me lo robó, pero no me dañó. En 1975 nos presentamos al casting del film No toquen a la nena y nos fue bien. Un día el director, Juan José Jusid, nos reúne y nos dice: “Entre ustedes está el finalista, el que se quedará con el rol protagónico masculino”. En esa prueba final, cuando él pasó todos los técnicos terminaron riendo. Cuando entré yo, en cambio, a nadie le hizo gracia lo que hice. Ahí comprendí que no tenía chances de quedar en la película. A partir de ahí y por decisión de Jusid, Julio pasó a apellidarse profesionalmente Chávez (y perdió el Hirsch de nacimiento). Lejos de molestarme, nos fuimos a pasear a La Rural con él y Cecilia Roth, que también había quedado seleccionada. Por entonces yo quería ser actor, pero siempre me terminaban tomando como bailarín. Y yo no quería ser bailarín porque los bailarines ganan menos plata y saludan antes que los actores. Para mí ser bailarín era una porquería. Ese mismo año, y aunque me presenté para un rol actoral, me contrataron como bailarín para el espectáculo de Nacha.
Los abusos
–En tu autobiografía te referís a asuntos muy íntimos. Por ejemplo, hablás del abuso de un profesor de guitarra, en tu niñez, y del intento de seducción de una psicoanalista muy prestigiosa, en la adolescencia. ¿Cuánto te marcaron cada uno de estos episodios?
–El tema del profesor mucho no me jodió, fue un solo día, me quiso tocar y yo lo empujé por toda la casa para que se fuera. Él se resistió a irse porque sabía que no había nadie en casa, pero el asunto no pasó a mayores. Lo que hoy me pregunto es: ¿por qué estaba yo solo, siendo un menor de edad, con un señor mayor que no era un familiar? ¿Por qué no estaba junto a mí alguien que me cuidara? ¿Por qué mis padres confiaban en un maestro de música particular para dejarme solo en la casa? Yo debía tener 8 o 9 años, no más. La otra situación a la que te referís sí fue mucho más contundente y rotunda en mi vida, porque duró cuatro años. Yo había acudido a esa psicoanalista porque estaba muy angustiado: me sentía gay y creía que mis padres me iban a matar. Esa fue la persona que, en palabras de hoy, claramente abusó de mí.
–¿De qué manera? Eso no lo especificás en el libro. ¿Ella sólo te sedujo o llegó a más?
–Llegó a más. Yo en ese momento no me victimicé ni se lo conté a nadie. Y hasta en un punto me sentí un canchero por lo que estaba viviendo, porque al principio fue pura seducción –con todo lo encantador que eso tiene-, pero luego, cuando pasó a mayores, todo se tornó traumático. Yo iba a su consultorio porque era gay y sin embargo estaba manteniendo con ella una situación heterosexual complejísima, de abuso, sin dudas. Esa situación, a la que mi vi obligado, más que confundirme me reafirmó que era gay. Yo hacía lo que ella me pedía, pero con mucho disgusto.
–¿Finalmente lo pudiste hablar con tus padres?
–Sí, pero mis padres no me creyeron, pensaron que estaba inventando todo. Hasta que un día, cuando ya no acudía más a su consultorio, ella me llamó a casa para amedrentarme (porque se había enterado que yo se lo había contado a alguien) y me dijo: “Antes de hablar mal de mí, la próxima vez lavate la boca con jabón”. Mi mamá, que estaba parada al lado mío, vio mi cara de terror y de golpe me creyó. Luego me abrazó muy fuerte y me pidió perdón. Acto seguido me llevó al consultorio de su psicoanalista –quien me había derivado a esa profesional-, para ver cómo lidiar con este asunto. Y él, muy suelto de cuerpo, me dijo: “Me sorprende mucho que te angustie esto, cualquier chico estaría muy orgulloso”. Otro hecho lamentable que por suerte pude superar.
Lo innombrable
–¿Qué peso tuvo “lo innombrable” en tu vida, tanto en lo personal como en lo profesional?
–”Lo innombrable” era la homosexualidad. En mi casa no se hablaba de sexo, pero mucho menos se nombraba la palabra homosexualidad. En un punto eso me hizo sentir que no existía. Aprendí a convivir con la negación. De todas maneras, en mi casa la homosexualidad se terminaba nombrando de otra manera: yo era “el buenito”. Me decían siempre “qué buenito que sos” y yo sabía a lo que se referían. Y no me gustaba nada.
–¿Tu venganza fue asistir a un almuerzo familiar acompañado de un taxi boy?
–Sí, lo hice a propósito. Y fue genial. Lo llevé para que se dieran cuenta de lo que en verdad pasaba. Yo tendría 27 años y mi madre me seguí preguntando cuándo pensaba casarme. Del almuerzo participaron mi mamá, mi papá, mi hermano y este muchacho, que no ofrecía ninguna duda de que era un taxi boy. Mi mamá, que era una negadora pero ninguna estúpida, lo agarró a mi hermano y le dijo: “¡Ay! Tommy, una cosa es que Ricky sea gay, pero otra es que traiga un taxi boy a casa, ¡qué barbaridad” (risas). Pero a mí siguió sin decirme nada. Al que le insistía más con el tema era a mi hermano, le preguntaba: “¿Y vos sos...?”. Y él le respondía: “Cuando vos quieras saber, preguntámelo diciendo la palabra que corresponde”. Ella decía “perfecto”, pero no se lo preguntaba claramente. Hasta que un día ella se animó y se lo preguntó como correspondía. Tommy le respondió: “Sí, soy gay”; y ella le repreguntó: “¿Y Ricky?”. “Preguntale a él”, le dijo Tommy, a lo cual mi mamá gritó: “¡Ay, no, Ricky también!” (risas).
–Más allá de algunas críticas, hechas siempre con humor, hablás maravillas de tus padres como pareja. ¿Su modelo te sirvió para tu propia vida amorosa? ¿O pusieron la vara muy alta?
–Mis padres fueron originales en todo y se amaron eternamente. Podían discutir, pero siempre trascendían eso porque creían en la incondicionalidad del amor. Y eso es lo que nos inculcaron a mi hermano y a mí. En ese sentido yo soy un antiguo, me encantan las parejas que lo superan todo. No soy de aquellos que opinan que cuando dejás de querer tenés que separarte. El tema es otro: yo directamente no soy un hombre de pareja. Mi hermano es todo lo contrario: si está solo es capaz de meterse en un ascensor y pedirle a un desconocido que se convierta en su pareja, no puede vivir sin estar en pareja. A mí, por más que en ese mismo ascensor se me declaren todos, salgo huyendo. Eso me pesó hasta hace unos años. Me hubiera gustado tener un hijo y cumplir con los ritos de las parejas, con eso de regar las plantitas y el desayuno en la cama. Muchas veces me planteé por qué la gente me decía que era insoportable como pareja. Lo intenté todo, pero no funcionó. Evidentemente soy demasiado narcisista para estar en pareja.
–Hablemos de éxitos y fracasos. ¿Cuáles son los que más disfrutaste y los que más padeciste?
–Entre los que más gocé debo nombrar el primero que hice en mi vida: Autógrafos, con Víctor Laplace y Ana María Cores. Después Socorro, Socorro, los Grobolinks, en el Teatro Colón, de la mano de Hugo Midón; De aquí no me voy y Al final no me voy, ambos con Pepe Cibrián; todos los espectáculos con Karina K (Souvenir, Yiya, la envenenadora de Montserrat y Al final del arco iris); Sweeny Todd con Julio Chávez; Los productores, con Enrique Pinti y Guillermo Franchella; Bocca N´Rock, con Julio Bocca y, por supuesto, el último de todos: Kinky Boots. No la pasé bien en El joven Frankestein ni en Haceme bolsa, con Edda Díaz (pero no por culpa de ella sino, seguramente, porque en aquel entonces se estaba muriendo mi padre) ni en Cassano Dancing. Mi nivel de disfrute nunca tuvo que ver con el éxito o el fracaso, con si gané dinero o no. En Frankestein la pasé pésimo porque la producción no estaba contenta con lo que yo hacía. Me decían todo el tiempo que estaba haciendo todo mal, hasta que me cansé y –después de llegar a un consenso- los últimos 10 días de ensayo no fui al teatro. Me reemplazó el productor. Fue algo muy doloroso.
La consagración
–Argentum, el show del G-20 para los presidentes del mundo, en el Teatro Colón, en 2018, ¿fue el punto más importante de tu carrera?
–Sí, artísticamente fue el más importante. Y a nivel estrés, también. Por suerte pude superar todas las críticas que ese día recayeron sobre mí y hoy puedo decir que me fortalecieron. Me tildaron de macrista y se juzgó el evento desde un punto de vista político. Pero también debo recordar que, finalizado el show, la primera que me llamó para felicitarme fue Estela de Carlotto. “Estoy orgullosa de vos, lo que hiciste es hermoso, en el escenario había chicos de todo el país, se sentía la emoción”, me dijo; a lo cual le respondí: “gracias Estela, pero ¡me están destruyendo en las redes!”. Y ella, con su capacidad de síntesis de siempre, concluyó: “Ricky, sos un artista, no hinchés”.
–¿Hoy preferís los espectáculos “transatlánticos” o los “botes a remo”, como vos denomínás a los de grandes y pequeñas dimensiones?
–Prefiero los “transatlánticos”, porque ahora tengo una productora (Rimas Producciones) y siento que drena más mi energía con aquello de coordinar y movilizar grandes grupos. Pero cada tanto no viene mal un “bote a remo”, porque la sensibilidad, la mirada de lo más poético, una respiración, un momento blando... en los transatlánticos me cuestan. Por eso cuando puedo hago un espectáculo como Noche corta, centrado en la danza, u otros de ese tipo que hablan exclusivamente de mí.
–¿Qué “transatlánticos” se avecinan?
–Para “ya”, ninguno, pero si hablamos del 2024 y del 2025 mis dos grandes proyectos, se concreten o no, son el musical Moulin Rouge y la obra Shakespeare in Love.
–Al final de Conservate bueno asegurás: “sigo sin saber qué es la felicidad”. ¿Aún confiás en descubrirlo?
-Para alguien que vive permanentemente en el desasosiego, como yo, la felicidad no existe. Pero si me insistís, podría decirte que últimamente me ronda una imagen: la de un hombre mayor, descalzo, en un estudio de baile, junto a unos pocos alumnos, que bien podría ser yo. Esa vejez es lo más parecido a la felicidad que hoy puedo imaginar.
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