
Calígula
Ficha técnica: CALÍGULA / Libro, letras y dirección: Pepe Cibrián Campoy / Intérpretes: Damián Iglesias, Gabriela Bevacqua, Tiki Lovera, Diego Rodríguez, Bruno Pedicone, Nicolás Pérez Costa, Karina Sáez, Joan Ramis, Ceterina Carrara, Marina Gaud Arena, Verónica Pacenza, Agustín Pérez Costa, Cristian Pantanali, Gonzalo Quevedo, Juan Damián Benítez, Sebastián Villagra / Escenografía y vestuario: René Diviú / Coreografía: N. Pérez Costa / Luces: P. Cibrián campoy, carlos gaber / Música: Ángel Mahler / Sala: Ciudad Cultural Konex / Funciones: jueves y viernes, a las 20.30; sábados, a las 21, y domingos, a las 19 / Duración: 120 minutos (con intervalo) / Nuestra opinión: muy buena
"Si hubiera tenido la Luna", se lamentaba el Calígula, de Albert Camus. Pero no la tuvo, he allí su problema. El Calígula de Pepe Cibrián tiene otra impronta y su deseo viaja mucho más lejos que la Luna. En todo caso, se lo podría escuchar diciendo: "Yo soy la Luna", porque para él no existe poseer, sino devenir en aquello que quiere. Así se verá paulatinamente su transformación en un dios (arbitrario, caprichoso, seductor) paradójicamente mortal, signo absoluto de su poder sin límites. Habrá que decir que tanto el personaje (histórico) como su entorno son argumentalmente fértiles. Lo que no significa que plantear una propuesta escénica tematizándolos sea sencillo. Más bien todo lo contrario.
El Calígula de Cibrián se instala en una sala del Konex que le sienta de maravillas. El espacio se despliega en varios niveles que serán cuidadosamente aprovechados: el del piso, sobre el que se desarrollará un importante número de acciones -imposible eludir las connotaciones de éste-, uno intermedio propuesto por las sillas (objetos centrales de la puesta, junto con las telas) acomodadas de diversas maneras, paso de desfile o superpuestas, y uno superior, dividido de acuerdo con las funciones en las que se llevarán a cabo una serie de acontecimientos. A la derecha del espectador, entre dos manos gigantes y semiabiertas estará el sitio privilegiado de la Pitonisa, al lado suyo un plano desde donde Calígula se mostrará siempre unos pasos más arriba; a la izquierda, un rincón al que se accede por una escalera al espacio de la muerte o al de un Quereas testigo que conspira. En el centro, una mano cruzada por cadenas y unas aspas que giran constituirán un espacio simbólico, no habitado pero central: el único lugar en que el ritmo se mantiene inalterable. El trabajo con el ritmo en Calígula es capital y se conjuga con el maravilloso diseño lumínico. Los tiempos se detienen o se apresuran; la velocidad extrema y la quietud se manifiestan de manera sucesiva, pero allí arriba uno sabe que ruedan sobre sí (tal vez, eternos) los brazos metálicos y en cruz, movidos por una fuerza invisible.
El objeto informe, la luz, adquiere formas en algunas ocasiones, luces que se estrellan contra los objetos (o los personajes), que ocultan lo que debe invisibilizarse, luces que bajo la apariencia de conos separan personajes enfrentados o los unen cuando las luminarias se intersectan constituyendo un único espacio; calles que cambian de color propugnando transformaciones en el estado de ánimo, o construyendo zonas oníricas o imaginarias, o haciendo dibujos en los huecos de las sombras.
Calígula, interpretado por un magistral Damián Iglesias, inaugura constantes transiciones como si se hubieran naturalizado en él, los pasajes de estado. Es tanto el poder de ese personaje que su primer condenado va solo hacia la horca e inscribe por su cuenta el desenlace fatal. Cada muerte en escena se plantea de manera diferente, como señalando los modos posibles de su representación.
Gabriela Bevacqua, Nicolás Pérez Costa, Leandro Gazzia, Karina Sáez, Diego Rodríguez compiten por ocupar el espacio escénico con prepotencia de trabajo, con desempeños notables, bellísimas voces y construcciones verosímiles. Pero no alcanza con referir (podría nombrarse uno a uno a los habitantes del escenario) el buen trabajo, individual o colectivo, sin señalar el modo en que la dramaturgia y la dirección determinan su funcionamiento en el marco de un aceitadísimo sistema. El coro es pueblo que alaba, es espalda que elude, es erotismo que acompaña. Subrayan el terror, son parte indispensable de la fiesta o testigos mudos e inmóviles. El coro también es el pueblo que canta por el pan y por el circo.
Como toda actualización (cada puesta se resignifica), ésta inscribe una lectura política diferente de sus versiones anteriores que, como corresponde a una obra de arte, es polisémica y no unívoca. Sin embargo, es posible decir que no conlleva una mirada optimista. El final, en términos simbólicos, no ha tenido lugar: no se produjo con la muerte de Calígula ni con el inicio del gobierno de Claudio. No hubo final y se evidencia en el sabor bello, desconsolado y presente de la última canción.