Raúl Serrano: "Como pedagogo tengo más peso específico que como director"
Tres hechos fundamentales resultan muy determinantes en la carrera del actor, dramaturgo, director y docente Raúl Serrano. En los años 40, en Tucumán, su ciudad natal, sorpresivamente el director Orestes Caviglia fue a ver una representación de Otra vez el diablo, de Alejandro Casona, de cuyo elenco formaba parte. Al finalizar la función el reconocido creador fue a saludarlo al camarín y le dijo: "Vos tenés que dedicarte al teatro". En 1956 formó parte de un grupo de intérpretes argentinos que viajó a Moscú para dar a conocer una serie de piezas nacionales (El velorio del angelito, Las bodas de Chívico y Pancha, Los disfrazados y Los de la mesa diez). Terminó en Rumania formándose en el Instituto Ion Luca Caragliare. Al cabo de cuatro años, y recibiendo el mejor promedio de su camada, lo invitaron a dirigir en el teatro nacional. Se quedó en Bucarest diez años. A su regreso, en 1967, intentó instalarse nuevamente en Tucumán, pero según cuenta, "la dictadura de Onganía y el Opus Dei me dieron con todo". Esto lo obligó a quedarse en Buenos Aires e iniciar, en paralelo, un trabajo como director y docente. En las últimas décadas han sido muy importantes sus aportes, a través de diversos libros, en los que propone profundas reflexiones sobre la labor del actor. Desde entonces su metodología de trabajo fue afianzándose y formó a varias generaciones de actores en su Escuela de Teatro de Buenos Aires, donde además funciona el teatro Del Artefacto, una pequeña sala que contiene sus proyectos personales y los de otros creadores locales.
Hacía cinco años que Serrano no se mostraba como director. Su último trabajo fue Giácomo, de Armando Discépolo, en 2013. Más allá de que sus procesos de creación llevan tiempo y él los disfruta mucho también, sigue manteniendo cierta mística del teatro independiente que conoció de joven y a la cual continúa adhiriendo. "Lo fundamental del teatro no es hacer guita o vender entradas -explica-. Es un hecho importante, ideológico, conmovedor, y me jode todo el tema que plantea una producción, donde parece que tenés que respetar el star system. En mi práctica yo fijo el día de estreno, el valor de la entrada. Me interesa centrarme en el tema estético. Y no lo vivo como una retirada, sino como una actitud crítica frente a lo que está pasando y rescatando los principios del teatro independiente, que nació para no depender de la recaudación. Pero no fue un hecho intencional mío. Me fui dando cuenta de que la realidad me fue llevando hacia ese lugar".
En el espacio Del Artefacto (Sarandí 760), los sábados, a las 21, Raúl Serrano está presentando Un hombre civilizado y bárbaro, una pieza de su autoría que parte de la vida de Domingo Faustino Sarmiento y que sigue cierta línea de creación que apareció en espectáculos anteriores como La revolución es un sueño eterno (1999) o El habitante solitario de la provincia flotante (2002). Allí actúan Mario Moscoso, María Belén Robin y Eduardo Perilli.
"Teníamos ganas de hacer teatro y se me ocurrió una idea - comenta acerca del proyecto-. ¿Viste la foto de Sarmiento muerto en el sillón?, esa es una foto armada. Él murió en la cama y cuando le quisieron sacar la foto la luz rebotaba por el blanco de las sábanas. Entonces lo acomodaron en un sillón, le pusieron un libro y le tomaron la foto. Sobre la base de esa modificación en la muerte yo pensé qué pasa si Sarmiento se está por morir y tiene ese último minuto donde recorre toda su vida. Y ahí empezamos a juntar textos auténticos de Sarmiento, de la Benita que era su mujer, de Aurelita Vélez Sarsfield, y se me ocurrió cruzarlo con la posteridad. Con alguien que es su descendiente y empieza a discutir con Sarmiento. Cien años después las cosas se ven distintas. Ese personaje, la posteridad, luego se convierte en Dominguito, en el último momento de alucinación del personaje. Me interesa rescatar un Sarmiento vivo, contradictorio. Con un legado que tenemos que agradecerle y con otro que no hay porque callar. Crítico. Qué es esto de tener estatuas de bronce. No tenemos seres vivos, no heredamos seres vivos, contradictorios. Esta es la idea fundamental del trabajo".
-La idea es desacralizar a estas figuras como hiciste en experiencias anteriores donde jugaste con las figuras de Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre o Juan José Castelli.
Mi generación es una generación para quienes Mitre, Sarmiento, San Martín son figuras intocables. Cómo vas a decir que Merceditas le puso los cuernos a San Martín. Los héroes tenían que ser héroes. Y esa es la historia liberal. La historia de Mitre es una historia de idealización en un sentido. Yo creo en una historia más basada en las realidades materiales de la existencia. Nunca comprendí por qué el federal Rosas se portó como un unitario. Nunca entendí bien la historia con Artigas.
-Tu trabajo, en general, se ha corrido siempre de las formalidades, como cuando introdujiste un nuevo modelo de actuación en Buenos Aires, a fines de la década del 60.
Durante los diez años que pasé en Rumania lo más importante que me pasó no fue el conservatorio de los países socialistas, bueno pero ecléctico. No tenían una metodología coherente. Los maestros eran grandes actores que te guiaban y había muchas materias afines, como técnica del movimiento, de la voz. Durante diez años estuve viendo teatro alemán, ruso, polaco, inglés, porque además viajaba. Por primera vez en mi vida veía el gran teatro. En Tucumán había visto a Olinda Bozán. Y eso me marcó. Cuando llegué a la Argentina me acuerdo de que fui a una clase de Carlos Gandolfo y le pregunté: "¿Qué hacen?"; "se están relajando", me contestó. Yo no había visto nunca eso y después noté que la actuación era hacia adentro. Entonces era una actuación estática en busca de la emoción. Me pareció espantoso. La actuación tiene que ser interactiva, de creación de vínculos. Y eso me golpeó. "Esto no es buen teatro", pensé. Ahí empezó mi discusión, primero conmigo y con el medio después. Hoy te puedo decir que la educación teatral en la Argentina, en un 60%, se guía por la metodología que salió de mi escuela.
-El paisaje tucumano quedó muy afuera de tu mundo creativo. ¿Alguna vez lo extrañaste?
Me faltó mucho el paisaje, aunque esto parezca medio romanticón. Toda mi infancia y mi adolescencia me las pasé andando por los senderos de la montaña con mis compañeros, y acá no tenía el verde. Y hoy en día ya ni sé qué soy. De Tucumán no soy. Viví diez años en Bucarest, pero no me siento rumano, y el resto de mi vida la viví en Buenos Aires, pero también soy medio extranjero aquí. Tengo una identidad cuestionada. Desequilibrada desde lo afectivo en el sentido que me hace mirar lo nacional desde un punto de vista no nacionalista, sino como un hecho concreto de lucha de intereses, de gente valiosa y no valiosa.
-El año pasado el medio académico tucumano te entregó una distinción. ¿Te resultó llamativo?
Me declararon visitante ilustre de la Universidad Nacional de Tucumán. En mi provincia, donde yo no había tenido eco con mi enseñanza. Empezaron a aparecer profesores que me decían: "Gracias a tus libros nosotros podemos enseñar". Esos libros sirvieron para estructurar planes de estudios. Fue muy conmovedor a esta altura de mi vida constatar que lo que me había propuesto en un comienzo se realizó en algún sentido. Hoy reconozco que como pedagogo tengo más peso específico que como director.
-¿Eso te molesta?
-No es lo que yo quería, debo confesarte. Pero eso se debió a mi buena formación filosófica. Porque en Bucarest quien me daba clases de estética era un discípulo de Georg Lukács. La vida te da sorpresas en el sentido en que yo hubiera querido permanecer más como director, pero no fue así. Acaba de aparecer un libro en Londres que se llama Stanislavski in the world. Está conformado por ensayos escritos por un teórico de cada continente y por América Latina me convocaron a mí.
Perfil de un hombre contradictorio
Un hombre civilizadoy bárbaro está protagonizado por Mario Moscoso, a quien acompañan María Belén Robin y Eduardo Perilli. Sobre su personaje, Moscoso considera: "Sarmiento es un hombre absolutamente teatral. El teatro es contradicción, es lucha, conflicto. Y Sarmiento lo fue hasta consigo mismo. Sus entrañas discutían con su cabeza. Fue un brillante desde las ideas y un toro que embestía a cornadas a quien se le cruzaba. Esta contradicción entre un Sarmiento tan excelso por momentos y por otro tan bajo, tan bruto y tan mezquino lo hacen muy interesante. Fue fiel a su propia lucha. Dijo que las cosas hay que hacerlas mal o bien, pero hacerlas, característica de su esencia. Transformaba los conflictos en acción. No soportó la pasividad y uno de los conflictos que más me gustan y que aparece en este espectáculo es que él le tiene pánico a la muerte por el hecho de estar pasivo. Porque necesita estar en lucha. La lucha propia, el Zonda, el poder transformar, mover, decir estoy sucio pero me lavo las manos y empiezo. Y si tengo que escribir, escribo, y si tengo que pegar trompadas, las pego".