Se inició como costurera, pero la noche y las luces del espectáculo la sedujeron y terminó brillando en Europa, los Estados Unidos y hasta en la porteña calle Corrientes; con una personalidad imponente, que rechazó a reyes y la enfrentó con Libertad Lamarque, fue una estrella y una auténtica pionera del empoderamiento femenino
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En 1915, la cupletista Raquel Meller, con tan solo 27 años, ya era una de las mujeres más exitosas de España. Todas querían ser como ella y quien no la tenía como faro, la imitaba. Una noche en el teatro Romea, de Madrid, la argentina Encarnación López estaba haciendo su show, el cual incluía una parodia sobre la española con el pasodoble “El matrimonio”. Una vez terminado el cuadro, Meller, que había sido advertida y presenciaba la función, se dirigió hacia el escenario y sin mediar palabras ni gritos le encajó una bofetada que la hizo estallar en lágrimas. Ante una platea paralizada le dijo: “¡Y esto es para ti!”, dando a entender que una artista de su prestigio no aceptaba imitaciones y mucho menos burlas. Fue un verdadero escándalo que cinceló la altanería de la zaragozana a lo largo de toda su vida. Muchos años después, ya en el ocaso de su carrera, en una entrevista con el diario español La Vanguardia, ante la pregunta de si su regreso a los escenarios podría empañar su prestigio, respondió: “No, por poco que haga, hago más que las demás”.
Francisca Marqués López nació el 9 de marzo de 1888 en Tarazona, municipio de la provincia de Zaragoza, España. De origen muy humilde, de pequeña la llamaban Paca. Sobre su infancia hay un manto de dudas y versiones contrapuestas. Algunos biógrafos indican que su madre atendía una despensa de alimentos y su padre era herrero, otros afirman que el matrimonio tenía un negocio no muy santo vinculado a los bares donde los marineros iban en busca de diversión pasajera. Por tal motivo, la pequeña Francisca quedó al cuidado de unas monjas en un convento de la zona y luego sería llevada por su tía, hermana de su madre, a un internado religioso en Montpellier, Francia. Allí, educada por la segunda superiora, además de voto de castidad, oraciones varias y cantar para el coro de la iglesia, aprendería el oficio de costurera, el cual le sirvió para sobrevivir una vez regresada a sus pagos a sus jóvenes 15 años. El vínculo entre Paca y el mundo artístico se dio porque era ella quien ajustaba y cosía los vestidos de las cupletistas de los tugurios aledaños a su trabajo. Para esa altura ya tenía una cómplice de escapadas nocturnas, su hermana Agustina, con quien años más tarde formarían la dupla “Las hermanas Meller”, “Raquel” y “Tina”. En una entrevista realizada por el diario El Heraldo de Madrid, recordaría: “Éramos unas cuantas modistas muy revoltosas y como nos aburríamos, comenzamos con escapatorias a los varietés. En nuestras casas decíamos que teníamos que trabajar en el taller también de noche y explorábamos todo tipo de teatros y cabarets”.
Una de esas noches algo salió mal. Entre el grupo de escapistas del dedal se encontraban las hermanas María y Teresita Conesa. La primera logró triunfar en las tablas, la otra fue apuñalada en un camarín, a quien segundos antes de morir y ensangrentada, Raquel abrazó con desesperación. En dicha entrevista con El Heraldo, agregó: “Volví a mi casa temblando de miedo. ¡Qué grito pegó mi madre al verme con mi faldita clara de percal toda ensangrentada!”. Sin embargo tal suceso no acobardó a la emergente cantante, quien continuó en el ambiente reconociendo que ella no se acobardaba por nada. Por aquellos años de malevos y proxenetas la profesión de cupletista estaba muy ligada al sórdido mundo de la prostitución y los asesinatos eran moneda corriente. Pero nada de lo ocurrido pudo con su deseo de trascender. Los escenarios más importantes del mundo ya la estaban esperando: el apellido “Meller” lo adoptó por un viejo amorío alemán que había tenido, llamado Moeller, mientras que “Raquel” fue el primer pseudónimo que utilizó en los escenarios, “La bella Raquel”.
Para 1906, la ya cupletista frecuentaba distintos espacios haciendo lo que más disfrutaba: cantar y bailar. Según los especialistas de la época, la diferencia de Meller con sus colegas, era que ella sabía actuar y no copiaba a ninguna. Dueña de un estilo propio, al cual le agregaba su fuerte personalidad, nunca se dejó avasallar por ningún productor o contratista. Una anécdota que da muestra de su carácter se dio cuando el rey Alfonso XIII, amante del arte erótico y de toda expresión que ofreciera sensualidad, le propuso a través de su emisario que vaya al palacio a brindar un show privado, a lo cual ella contestó: “El mismo trecho hay del teatro al palacio que del palacio al teatro, si quiere verme, que venga”. Su empoderamiento femenino ante los poderosos la agigantaba en los medios. Así fue que unos días después, acompañado de su mujer, la reina Victoria Eugenia, el monarca se hizo presente en uno de los palcos para ver su show en vivo.
Aclamada en sus comienzos, su mayor talento no se basaba en la contestación e irascibilidad. Ella manejaba una sensibilidad especial, sello que la llevó a triunfar en los escenarios más importantes del mundo. En sus inicios tuvo su momento bisagra cuando reversionó la famosa copla “El relicario”, composición de José Padilla, que no lograba llegar al público con intensidad. La pieza había sido cantada por jóvenes que no habían podido transmitirla con pasión. Claro, cantaban una canción sobre la muerte de un amado torero con vestidos coloridos y al son de unas estridentes castañuelas. Minutos antes de cantar por primera vez esa canción, Meller apareció entre bambalinas con un vestido de absoluto negro como emulando un luto y le pidió a la orquesta que tocara suave y le diera prioridad a su voz, mientras solo un haz de luz le iluminaría su rostro. Una especie de unplugged que hizo estremecer al público. Esa noche, comenzaría su leyenda.
Auge mundial
Su éxito rotundo en Barcelona y Madrid, ciudades donde llegó a realizar hasta seis funciones diarias, la catapultaría a Francia y los Estados Unidos, pero ella fiel a sus convicciones de ir contra lo establecido, priorizó el país que le dio cobijo en su infancia. Y ante propuestas similares, siempre se terminaría inclinando por Europa. Su debut internacional se dio en el teatro Olimpia de París, donde ya su nombre figuraba en la marquesina como la reina del cuplé. Para ese entonces, entre su repertorio ya tenía la canción “La violetera”, su mayor hito. Su fulgurante carisma la llevó a brillar en Londres y en el Esmeralda de nuestro país, actual Teatro Maipo, donde compartiría veladas con Lola Membrives, Enrique Muiño, la Compañía Podestá Ballerini y la dupla Gardel-Razzano. Las crónicas de la época recuerdan que entre 1919 y 1920, Meller era una estrella de la calle Corrientes. Pero fue tan ascendente su estrella por estas latitudes, que Buenos Aires la despidió un 25 de noviembre de 1920 en un colmado Teatro Empire, con un estelar show que incluía como primera figura a Carlos Gardel. El primer ciclo de Meller en Argentina concluía de manera estelar.
La fama mundial a Meller le llegaría en 1926 en el Teatro Empire de Nueva York, con una minitemporada de 38 noches. Ese contrato le aseguraría 1100 dólares por función, a un valor de 25 dólares la entrada sobre una capacidad de más de 1700 localidades. Negocio redondo con un sold out absoluto. La noche de su debut fue presenciada por las celebridades más importantes de los Estados Unidos. Políticos, intelectuales, artistas, banqueros y multimillonarios se dieron cita entre las primeras filas, los más destacados, Cecil B. DeMille (director de Los diez Mandamientos), Rodolfo Valentino y Charles Chaplin. Para el diario New York Times, Meller fue “la hechicera de la noche” y Time cedió su portada ante tanto talento español. En su última función neoyorkina, el telón se levantó 23 veces porque la gente no dejaba de aplaudir. Para su traslado de estado a estado, Meller exigía que el tren sea privado, sin paradas intermedias. Lujos que ya podía darse. Su periplo norteamericano incluyó varias ciudades con igual éxito pero terminó por decisión propia, acusando una enfermedad que no era más que las ganas de volver a Francia para incursionar en el mundo del cine. Antes de irse de los Estados Unidos, tuvo otro brote de vanidad al rechazar una oferta de filmar con el mismísimo Charles Chaplin, quien la quería para el papel de Josefina de Behaurnais en un film sobre Napoleón Bonaparte pensado para 1927 que al final nunca se realizó. Algunos dicen que el cachet rechazado fue de miles de dólares por supuestos contratos previos que no podía romper, otros dicen que la cupletista no soportaba estar tanto tiempo fuera de España y Francia, y por eso se negó. Lo cierto es que el inolvidable Charlot también había pensado en ella para el papel de ciega en Luces de la ciudad (1931), rol que también minimizó y por ello Chaplin saciando la necesidad de su presencia, puso igual los acordes de “La violetera” en la emblemática escena del encuentro entre el vagabundo y la florista en tan recordado film. Ese capricho, aunque cinematográficamente haya valido la pena, le costó una demanda de parte del compositor José Padilla por 15 mil francos.
Muchos amores
Raquel Meller tuvo muchos amores. Los oscuros, de los que no se tienen registros, y los mediáticos. De los de la primera época, habría tenido a su único hijo biológico, de un aristócrata español, quien se lo llevó a Alcorisa. Nunca se supo bien cuál fue el destino de ese niño pero según versiones, el chico fue a visitarla dos veces a sus presentaciones; la primera fue un reencuentro sentido, mientras que en la segunda, reinó la indiferencia.
Con la fama a cuestas, los elogios, propuestas de todo tipo y aventuras entre función y función, a sus 31 años Meller conoció al que sería su primer marido, el escritor guatemalteco Eduardo Gómez Carrillo (46), con quien se casó en Biárritz, el 7 de septiembre de 1919. Tal matrimonio duraría poco, se divorciaron en 1922 y ella volvería a ser la musa de todos los reconocidos pintores de la época, quienes la retrataban a modo de juego de seducción. Quien enloqueció por ella fue Joaquín Sorolla pero ella devolvió tal interés manteniendo un romance con su hijo Joaquín Sorolla García, también pintor. Por aquellos años, Europa estaba rendida a sus pies. Mientras hacía kilométricas giras por España, Inglaterra, Italia y Francia, filmaba sus paradigmáticas películas, entre ellas las más recordadas, Carmen (1926) y La venenosa (1928). Sus mansiones en Versalles y Villefranche-sur-Mer hacían de paraísos donde iba a descansar en sus días libres. Las mismas estaban decoradas con su colección privada de cuadros de pintores como Renoir, Rodin, Matisse, Toulouse-Lautrec y Picasso. Mientras que en uno de sus extensos y lujosos livings de estilo, descansaba un piano color crema que había sido de Mozart. En 1939 volvería a confiar en el amor y se casa con el banquero francés Edmund Saiac, con quien duraría poco menos de cinco años. A lo largo de su vida, Meller adoptó dos hijos, uno con cada marido, primero Elena y luego Jordi-Enric. Él murió en un accidente de autos y ella se suicidó, ambas tragedias, luego de la muerte de su madre.
El olvido
En la vida de Meller no existieron los excesos, los errores imperdonables ni la decrepitud, solo el paso del tiempo y la mala suerte de ser contemporánea de dos hitos universales que la marcarían en diferentes momentos de la vida: la Segunda Guerra Mundial y la explosión de Marilyn Monroe en el mundo del espectáculo. Por lo otro, su vida fue casi idílica. En su tierra natal, todo llevaba su nombre: perfumes, abanicos, sombreros, productos de belleza y hasta los papeles para armar cigarrillos. Un referente español de época como el periodista Ángel Zúñiga la resumía: “Le gustaba a todos, mujeres, hombres, grandes y chicos; a las clases más encopetadas y a las más populares”.
Con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en Europa la situación no estaba para el pasodoble, las castañuelas ni las coplas de desamor. El Tercer Reich en su invasión a Francia fue cercando a la diva y, tras denunciarla por evasión fiscal, le fue expropiando todas sus pertenencias: mansiones, joyas y demás tesoros personales, por lo que España se había convertido nuevamente en su único refugio en el mundo. Su mal manejo del idioma inglés le cerró definitivamente las puertas de los Estados Unidos y en nuestro país tuvo un mal paso entre 1937 y 1938, al tratar con desprecio a Libertad Lamarque por un supuesto peinado que llevaba la argentina que era como su sello personal. Recordemos que odiaba las imitaciones. Algo similar sucedió en una gala en Madrid, cuando Margarita Xirgu le estrechó la mano para saludarla y Meller le dio la espalda por no comulgar con sus ideas políticas.
Concluida la guerra, la devastada Europa se olvidó de Raquel Meller. Su época de gloria había terminado, como así también el furor por su género musical. Tuvo esporádicas apariciones en televisión y en teatro pero su físico ya no era el mismo, como tampoco su aura. A principios de 1960, sus días se completaban entre entrevistas rememorando su gloria, el asombro de los nuevos periodistas por sus polémicas decisiones artísticas y sus paseos barriales para alimentar a los gatos callejeros que merodeaban los alrededores de su casa en Barcelona. Meller murió el 26 de julio de 1962, tras ser internada en el hospital de la Cruz Roja luego de una caída casera que le generó una complicación cardíaca. A su velorio asistieron más de 30 mil personas y cuando comenzaba a resurgir su mito, a la semana siguiente, más precisamente el 4 de agosto, fue encontrada sin vida la actriz Marilyn Monroe en su casa de Los Ángeles. Bombazo mediático que motivó a que la paradigmática rubia se adueñara de todas las noticias durante los siguientes días, meses y años. Ese día, Meller volvió a morir, esa vez definitivamente.
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