¡Que vengan los payasos, esos amigos de siempre!
En un instante, la habitación de la clínica donde estoy internado se llena de payasos. Por lo menos seis o siete narices coloradas centellean a mí alrededor. Son otros tantos clowns, jóvenes, desenfadados (como corresponde). Irradian color (sus ropas no podrían ser más estrafalarias y abigarradas), humor y una contagiosa alegría.
Conversamos. Parecen saber quién soy, mejor dicho, cuál es mi oficio. Pero no se sienten intimidados, ni yo por ellos. Les cuento de los circos de mi remota infancia, sobre todo, las grandes compañías alemanas, Sarrasani -que terminó por radicarse aquí- y el deslumbrante Hagenbeck, con su ballet y las aguas danzantes. Y las estatuas vivientes, y las é cuyères, oro y rosa, como aquella que enamoró a Rubén Darío niño.
Les cuento también de la otra gente de circo, la que había pasado de la carpa directamente al escenario con los Podestá a la cabeza. Los sainetes ya estaban en plena decadencia, a fines de los años 20, cuando me llevaban a verlos al viejo y encantador teatro Variedades en Constitución.
Eran actores puramente instintivos -les explico a mis visitantes-, no pasaban por el Conservatorio, pero pasaron por la pista y aprendieron a usar el cuerpo ante todo. Intuitivos geniales, los Simari, los Ratti crearon verdaderas dinastías que terminaron por fundirse con los actores formados en las aulas. Y ahora les ha tocado a ustedes reivindicar a los payasos de antaño y presentar esta magnífica realidad de hoy, cuando el actor es también capaz de cantar y bailar, ser mimo y acróbata cuando es necesario.
Les advierto también a mis jóvenes visitantes que todo esto no va en desmedro de una formación clásica; al contrario, ambas escuelas (por así llamarlas) trabajan hoy de acuerdo.
Días después, mis nuevos amigos vuelven a visitarme, con el agregado de una payasa, una muchacha encantadora. Esta vez me preguntan por mi trayectoria profesional. Parecen divertirse con algunas anécdotas de más de medio siglo de reseñas de espectáculos: la primera, en 1956, de Facundo en la Ciudadela , de Vicente Barbieri, para La Gaceta, de Tucumán, mi cuna periodística.
Los mejores momentos de esa internación se los debo a los payasos. Creo recordar que el grupo se llamaba Alegría, y su director, Poblete. Si así no fuese, pido disculpas y "gracias, muchachos".