Las nostalgias de Diana
Film & Arts está emitiendo el ciclo Voces de una generación, original de la BBC, dedicado a actrices y a actores británicos que hoy rondan o han sobrepasado los setenta años de edad, es decir, la generación siguiente a ese Olimpo en que reinaron Laurence Olivier, John Gielgud y Ralph Richardson. He visto excelentes entrevistas a Claire Bloom, Michael York, Derek Jacobi y Christopher Lee, entre otros, y el lunes último a Diana Rigg, la inolvidable Emma Peel de Los vengadores, aquella delirante y sofisticada serie que nos fascinó en los años 60. Abarcó 161 episodios, entre 1961 y 1969, pero el período memorable es el que contó con Rigg como la bellísima, sarcástica y acrobática señora Peel, compañera de andanzas del agente secreto John Steed, a cargo del también memorable Patrick MacNee, algo así como lo esencial del english gentleman de antaño –sombrero hongo, paraguas e imperturbable serenidad ante el peligro–, sutilmente tomado en solfa. Las aventuras de la pareja en la tarea de limpiar el mundo de conspiradores malvados y científicos delirantes eran totalmente disparatadas y se volvían verosímiles gracias a los admirables intérpretes, el ritmo indeclinable, el humor burlón y diálogos como escritos por un Oscar Wilde de hoy. Diálogos fiados al ingenio de Diana y MacNee, que improvisaban al paso.
Lo más interesante del capítulo dedicado a Diana Rigg, aparte de la añoranza de Los vengadores, es la reflexión de la propia actriz sobre cómo esa serie decidió su destino en el teatro. Nacida en 1938, destacada alumna de la Royal Academy of Dramatic Art, desde muy joven Diana tuvo a su disposición los más codiciados papeles en las obras de Shakespeare (Ofelia, Cordelia, Rosalinda, Julieta) y también los creados por otros grandes dramaturgos, desde Ibsen hasta Tennessee Williams. "Estaba acostumbrada a las críticas elogiosas por mi trabajo en teatro y poco más. Así que me asusté mucho cuando un día, después de varios episodios, fui literalmente asaltada por una multitud de admiradores al entrar en el salón de un hotel donde me habían invitado a una fiesta. Desde entonces, tuve que tomar precauciones, pasar lo más inadvertida posible y mirar a todos lados antes de poner un pie en la calle."
Poco a poco, Diana se dio cuenta de que ya no la llamaban para actuar en teatro. "No sé si hubiera podido –confiesa–, con ese ritmo de trabajo en televisión, pero sentí mucho el alejamiento de mi más grande amor, que es el escenario." De vez en cuando surgía alguna compensación, como un Rey Lear con Laurence Olivier de protagonista, donde Diana fue Regan, una de las desamoradas hijas del ingenuo monarca. Pero, una vez más, se trató de una versión televisada. "Fue maravilloso trabajar con Olivier y a la vez patético, porque ya le fallaba la memoria y uno veía el esfuerzo que debía hacer para recordar sus parlamentos." Y es verdad: una cámara impiadosa registra el momento en que el actor vacila, se pone tenso en busca de las palabras que se niegan a acudir y hay que repetir la toma. No menos impiadoso ha sido el tiempo con Diana: los primeros planos muestran a una mujer que ha sufrido lo que Racine llamó "el ultraje del tiempo".
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