Potestad: Una puesta magistral de una obra maestra
Dramaturgia: Eduardo "Tato" Pavlovsky / Intérprete: María Onetto / Vestuario: Renata Schussheim / Escenografía: Leandro Bardach / Música: Tomás Finkelsztein / Entrenamiento en Teatro Noh: Daniela Rizzo / Dirección: Norman Briski / Teatro: Caras y Caretas, Sarmiento 2037 / Funciones: jueves, a las 21, y sábados, a las 22.30 / Duración: 75 minutos / Nuestra opinión: excelente
Una de las tradiciones más llamativas de los teatros orientales, esa enorme masa de prácticas que solemos englobar como si lo "oriental" fuese una sola cosa, es la del teatro Noh. A diferencia de lo que solemos ver en Occidente, allí hay una idea de personaje muy distinta. No se trata de un actor que representa una unidad física, psicológica y espiritual. El actor Noh, el shite, el "hacedor", puede mutar de hombre a mujer, transformarse en un río, en un fantasma o en una estación meteorológica mediante una gesticulación altamente codificada. El shite es el único actor que se mueve en el escenario, el que permite que a través de él fluya la historia. Ningún movimiento es superfluo en el Noh: los pies avanzan como si lamiesen el suelo, la tensión y la relajación de cada parte del cuerpo son allí algo meditado y definitivo. El teatro Noh nunca habla de la coyuntura, trata de temas eternos y trascendentes. Esta es la estética que eligió Norman Briski para encarar un clásico del teatro nacional: Potestad, de Tato Pavlovsky.
Como todo clásico, tiene fuertes marcas de su momento de enunciación. El texto devela por capas la historia de un médico que trabajó durante la última dictadura militar y los oscuros secretos que guarda. Los treinta años de distancia de su estreno pueden hacer creer que esta referencia concreta neutraliza en algo el potencial de denuncia, lo deja en el cómodo reservorio de los textos canónicos. Pero, a partir de la estética de eternidad que maneja el teatro Noh, Briski encuentra una forma de demoler esa distancia, de hacer eterna la advertencia que el texto sigue portando.
El inicio rompe con el espacio tradicional de representación. Un logrado diseño de sonido se encarga de hacer de todo el edificio teatral una caja de resonancia que supera en mucho el escenario a la italiana de la sala. Hay un cuidado juego entre lo que pasa dentro de las tablas y lo que pasa alrededor. Los gritos y ruidos que recorren el afuera, los cuerpos dibujados sepultados por debajo, todo contrasta con la enorme actuación de María Onetto, que se permite encarnar un poder omnívoro desde la centralidad. Si bien el médico que protagoniza Potestad es uno de los personajes más reconocibles de Pavlovsky, esta puesta decide salirse de ahí, mostrar el monumental mecanismo que funciona alrededor y que permite que eso suceda. Onetto es aquí el médico, pero es también todo lo que lo rodea y que hace posibles sus actos. En esa inestabilidad constante del personaje se ve también la referencia oriental. La actriz se desliza por el escenario con precisión conmovedora, alejada de su potencia como actriz realista; aquí, juega a ser un poder gélido e inapelable, cubierta por el imponente vestuario de Renata Schussheim. Como una marioneta, se mueve entre los puentes que arman la escenografía. El teatro oriental juega siempre mucho con esos espacios de transición entre un lugar y otro; buena parte de una representación Noh consiste en ver al shite pasar por un puente. María Onetto y Briski aquí cumplen también esa misión pontificia; arman senderos que van de la coyuntura a la eternidad, y se deja ver también la conocida pasión del director por hacer uso y muestra de las posibilidades tecnológicas.
Hay otro personaje importante en el Noh: el waki, uno de los seres más notables de toda la historia del teatro. El waki está en escena para mirar al shite, para concentrarse en él con intensidad y funcionar como un médium entre el mundo espiritual y el cotidiano. Su función es esa, y dicen que, pese a casi no moverse, su entrenamiento es tanto o más difícil que el del shite. Porque es esa mirada la que mantiene toda la representación. La puesta de Briski consigue transformar al público en waki. Subyugados por el poder de la pieza, por su mensaje, que encuentra una nueva e imperecedera vigencia más allá del prodigio textual, vemos cómo ese espacio de peligro todavía retumba en nosotros y hace temblar al teatro.
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