El gran prócer de Broadway y del teatro musical murió ayer, a los 91 años; muchos lo nombran pero no todos saben de sus méritos, de la carrera del señor que no buscaba vender discos
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Ayer murió Stephen Sondheim, uno de los padres del teatro musical y “el padre” del teatro musical moderno. Para muchos es cool hablar de Sondheim, pero muchas veces se ignora el porqué de su fama, un reconocimiento que le llegó de manera tardía, en cuentagotas. Porque como todos los genios, al principio su mundo –es decir, Broadway–, lo observaba de soslayo, admitiendo su talento, pero dudando de su efectividad en un género que muchas veces pretende más estar cerca del entretenimiento (el show, palabra que tanto les gusta a los norteamericanos), que al hecho teatral. Pero con el tiempo sus obras, que no habían sido grandes éxitos precisamente (Company, Follies, A Little Night Music, Sweeney Todd, Into The Woods, Sunday in the Park With George, Assassins, Passion…) comenzaron a ser motivo de estudio y de veneración. Viene al caso analizar por qué Stephen Sondheim fue tan amado y hoy su nombre es fundamental para el desarrollo del género.
En el mundo de los musicales norteamericanos, él es indiscutidamente el mejor, el más brillante y el mayor referente que surgió durante los últimos cincuenta años. “Sondheim no sólo es grande por ser un mago de la rima y el ritmo. Lo es también porque él sabe descubrir y mostrar toda esa oscuridad, el dolor y la soledad que se retuercen, incluso, debajo de las superficies más brillantes. Él ve adentro de nosotros”, dijo hace unos años el severísimo Ben Brantley, de The New York Times. Junto con el director y productor Harold Prince (que murió hace dos años), Sondheim terminó de dar forma y vida al llamado “musical conceptual”, aquel que se desarrolla de manera conjunta entre todo el grupo creativo (sin un texto preestablecido) y que parte de un concepto, no de una trama.
La convulsionada vida familiar del compositor, en su infancia y adolescencia, lo llevó directo a su futuro. La mayor parte del día la pasaba en casa de su mejor amigo, que era nada menos que el hijo de Oscar Hammerstein II, otro de los padres de Broadway (autor de las letras de La novicia rebelde, Oklahoma, El rey y yo, South Pacific, etc.). Con él aprendió los secretos de un género complejo que, ya por aquel entonces, comenzaba a evolucionar y entender que la canción debía tener una continuidad lógica con el texto hablado.
Sondheim fue un bendecido porque su segundo trabajo para Broadway fue escribir las letras de Amor sin barreras (West Side Story, en 1957) y al lado de un músico sinfónico, Leonard Bernstein. De inmediato pudo demostrarle a Broadway que era capaz de escribir las mejores canciones, tan sólo con 27 años. Allí conoció a Harold Prince, de 29. Se hicieron muy amigos y siempre expresaron su deseo de volver a trabajar juntos alguna vez. Lo que más ansiaba él era crear las canciones en toda su forma, pero en su siguiente trabajo, Gypsy (1959), también se ocupó sólo de las letras. El sueño se cumplió en 1962, cuando pudo hacer las canciones completas de una deliciosa comedia musical llamada Algo gracioso ocurrió camino al Foro (A Funny Thing Happened on theWay toThe Forum), de Burt Shevelove y Larry Gelbart. Allí pudo reencontrarse con Prince. Pero lo mejor estaba por venir. La dupla logró reunirse, en 1969, para hacer una obra maestra: Company, estrenada en 1970.
Junto al dramaturgo George Furth hicieron una de las obras más innovadoras de la historia del musical y que, aunque no fue un gran éxito, influyó en el futuro de Broadway. Fue la primera obra en Broadway que no contuvo una historia ni un argumento, sin ser una revista. Company estableció a Sondheim como el más talentoso compositor y letrista de Broadway. Aunque las obras que hizo con Prince no fueron sucesos comerciales, fueron valientes emprendimientos que influenciaron a las posteriores generaciones de artistas.
Sondheim no solía comenzar una partitura hasta que el libro estuviera hecho y hasta tener idea del tipo de montaje que haría la dirección, eso es lo que liberaba su creatividad: el hecho teatral. En muchas de sus obras supo ponerle un velo casi expresionista al realismo del tema tratado. En Company, por ejemplo, mientras una de las parejas discute sarcásticamente, con el protagonista en el medio, otra de las mujeres observa la acción, en otro tiempo, en otro espacio, como contundente narradora omnisciente. A su vez, Sondheim se dio el gusto de describir la cotidianidad de las grandes ciudades, la rutina y esa abstracción urbana, como comentario de uno de los personajes, sobre otra acción inconexa. Así es como logró uno de sus temas más hermosos, también en Company: “Another Hundred People” (“Otros cientos de personas”).
Sondheim implantó un estilo que conservaría siempre: mantenerse bien alejado de la obviedad. Sus canciones son una exquisitez y, sin dudas, lo imponen como el mejor exponente del género, aquel que hace música en forma académica sin perder de vista que será parte de una obra dramática, que pondrá teatralidad en sus melodías. Sondheim es cuidadoso, imaginativo, fresco, vital, gracioso e inteligente. Sus letras son entretenidas, sabias y están impuestas a una música de gran belleza, donde la armonía rige. A él no le importaba que el público saliera o no tarareando sus canciones. No ocurría. No era su finalidad. No componía para vender discos, sino para el hecho teatral. Sus partituras están compuestas casi matemáticamente, con melodías que no son fáciles de reconocer y sobre armonías sofisticadas. Sus trabajos tienen guiños reconocibles, sí. Amante de las polifonías, acostumbraba apurar rítmicamente la frase melódica y, así, desafiar la habilidad interpretativa del artista (tal como lo hizo con “I’m Not Getting Married Today”, una de las canciones más hilarantes del género). Los intérpretes tienen que “decir” sus letras. Por eso prefería actores antes que a magníficos cantantes. Él lograba que esos actores que podían cantar se vieran como avezados cantantes. Ningún compositor trabajó hasta ese entonces como Sondheim. Cada vez que entregaba un tema lo hacía acompañado por un detalle minucioso. Era un obsesivo del tiempo. Siempre cronometró todo. Si el personaje debía cruzarse de un lado a otro del escenario o tenía que beber una taza de café, utilizaba esa acción no sólo para su partitura sino para el clima planeado. Esas ideas podían ser aceptadas o no, pero él prefería que sobrara material y no que el director o el coreógrafo preguntara qué hacer con tal o cual acorde. Eso siempre fue bienvenido por el resto de los creativos. A lo sumo podía ser criticado porque algunas de sus acotaciones rozaban la tarea de la puesta en escena.
A Prince y a Sondheim les encantaba usar metáforas secretas que nadie conocía, excepto ellos mismos, el autor del texto y algún que otro colaborador. Ambos no le decían al público lo que quería oír. Pero ellos hacían lo que tenían ganas, siempre a la vanguardia y lejos de lo formal. Lograron obras maestras sin cambios de vestuario, sin personajes adorables, sin cuadros de baile complejos ni estrellas, y ni siquiera argumento.
Sondheim era consciente de que al lado de un innovador como Prince su talento y creatividad podrían elevarse libremente. Ellos enriquecían lo establecido y creaban nuevas formas. Tal como ocurrió con Follies, A Little Night Music y Sweeney Todd. En la primera siguieron trabajando con la metáfora y la estética en el lenguaje de la comedia musical; en la segunda juguetearon con el estilo de la opereta; y con la última abrazaron el estilo épico brechtiano en una gran metáfora de la industrialización.
Se podrá decir que los trabajos de esta dupla no fueron lo suficientemente pomposos y que carecieron de glamour, pero estaban cargados de emoción, sensibilidad, y de una textura exquisitamente única. También podrán decir que no se salía de sus obras con una canción en la memoria; pero jamás podrán negar que las partituras de Sondheim en sí mismas son dramaturgia pura y que las ideas conceptuales de Prince cambiaron radicalmente el teatro musical.
Los arreglos operísticos de Sondheim para Sweeney Tood llevaban la obra a un clímax vocal estridente, con las sopranos en un brutal do agudo que rivalizaba con el silbato fabril. Esa idea completa del prólogo, así como el epílogo (en la misma sintonía) fueron propuestas tan cercanas al teatro épico y al distanciamiento brechtiano que Prince las tomó enseguida. En sus canciones Sweeney Todd tiene elementos de la farsa, del absurdo, el thriller y el melodrama. Al mencionar a todas las posibles víctimas del protagonista, en su canción, el personaje esperpéntico de Mrs.Lovett fantasea con devorarse todos los sabores de la humanidad. La canción “ByThe Sea”, aunque sea desopilante y elucidario de la mente de Mrs. Lovett, tiene una exigencia vocal que no ofrece respiro a la intérprete. Otro momento memorable es el de la “Epifanía” de Todd. En esa escena de revelación, de locura, el compositor parte desde un sonido metálico sincopado hasta la convicción de que “todos ellos merecen morir” en fuerte acento en 4/4. Son esos momentos en que la música de Sondheim podría incluso hablar sin palabras. Consigue reflejar el sonido de una mente desquiciada, pero con la elaboración de una lógica propia.
Luego, Sondheim siguió su camino solo y siguió superándose a sí mismo en obras como Sunday in the Park with George o Into the Woods o Passion.
Con Sunday… comenzó otra sociedad artística perdurable con el dramaturgo y director James Lapine. En esta obra se centraron en el trabajo del pintor puntillista George Seurat. Era la excusa perfecta para que, ahora, el compositor le saque el jugo a las matemáticas. La obra habla del proceso creativo del artista. Sondheim comparaba los sombreros que pintaba Seurat en un cuadro con las canciones de una obra. La hermandad entre la pintura y el cálculo era la misma que la de la música y las matemáticas. En una entrevista con el New York Times afirmó que “la música es la organización de cierto número de variables”. Más buceaba en el trabajo artístico de Seurat, más reconocía en él la misma complejidad que representa componer música. Lo que hace a una escala diatónica tiene claras bases matemáticas. Para Sondheim, una octava no era justo un intervalo, sino una serie de 12 variables de colores, algo conocido como escala cromática, término que, precisamente, es relativo al color. A su vez, en algunos sistemas armónicos esos 12 semitonos podrían subdividirse en 24 o 48. “Seurat experimentó con la paleta de colores el camino con el que uno experimenta en una escala. Él usó colores complementarios exactamente en la forma en que uno usa una armonía dominante o tónica”, dijo el compositor. En esta obra quiso imitar, con su música, el trabajo puntillista del pintor. Y lo logró. Su partitura no daba ni siquiera lugar para el aplauso.
Con la maravillosa Into the Woods, Sondheim y Lapine juguetearon permanentemente con los intertextos, al cruzarlos en forma paródica y una enorme disparidad de estilos. En esta obra Sondheim buscó sonidos secos para contrastarlos con las clásicas melodías de las películas de Walt Disney. Into the Woods no tiene los sonidos clásicos de Broadway ni del show business, sino un estilo más ligero. Si para Sondheim el trabajo de la entrelínea era una afición a la hora de crear, en Into theWoods adquirió una madurez extrema. Todo en esa obra contenía un intertexto. La madurez, la avaricia, la niñez, el miedo, la desprotección, la unión, la sexualidad, el engaño… cada aspecto de la mente humana estaba reflejado en cada tramo de esta obra puramente psicológica.
Stephen Sondheim enriqueció lo establecido y creó nuevas formas. Todas las partituras de sus obras fueron distintas, pero en cada una de ellas puede reconocerse su impronta. Sofisticado, sí. Pero logró darle un revés al show business, a través de la perdurabilidad de su obra maestra, del guiño poético y pícaro con el espectador y del quiebre permanente de la estructura convencional de la obra musical. Definitivamente, Sondheim cambió las formas y las condiciones de hacer musicales en Broadway. Por eso hoy lo veneramos y será el prócer de un género maravilloso que le corresponde al arte dramático. A partir de Sondheim deberíamos replantearnos cada vez que llamamos “show” a una obra de teatro musical. No creo que le hayan gustado los entretenedores.
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