Poca reflexión en la reflexión
La crisálida del fin del mundo / Autor: Federico Andahazi / Dirección y puesta en escena: Julia Muzio / Intérprete: Javier Araya / Escenografía: Pablo Cordero y Javier Araya / Música: Daniel Iacobino / Iluminación: Julia Muzio y Javier Araya / Vestuario: Javier Araya y Aida Pippo / Teatro: Belisario, Corrientes 1624 / Funciones: Sábados, a las 20.30 / Duración: 50 minutos / Nuestra opinión: regular
Como Sherezade, la protagonista de Las mil y una noches, que debe contar al final de cada día un cuento al sultán Shahriar para entretenerlo y evitar que la mate en la mañana siguiente, el único sobreviviente de una supuesta explosión del universo, de nombre Escribaldo, debe seducir con sus relatos a Dios para mitigar su furia y lograr que lo mantenga vivo luego de aquel Apocalipsis. El hombre ha quedado encerrado en una suerte de carpa de lona traslúcida, a la manera de una mariposa en la crisálida, que le ha permitido protegerse de la catástrofe ocurrida en el globo. Desde allí, rodeado apenas de una máquina de escribir, algunos objetos y fotos colgados de las paredes de tela y tres muñecos que cumplen el rol de ángeles perversos, debe abordar el desafío de cautivar al creador de todas las cosas. Federico Andahazi, el exitoso autor de El anatomista y otras novelas, cuentos y ensayos, ha partido de un núcleo similar a la célebre narración en lengua árabe, para armar una historia que le permite reflexionar sobre la fragilidad de la condición humana y su imprevisible destino frente a la ira de Dios o la cólera de una naturaleza a la que convengamos nadie ha cuidado. Lo hace a través de un monólogo elaborado en un idioma propio, que asocia el giro culto con el profano, el registro soez con el exquisito, todo en una imaginería truculenta que hace mucho hincapié en lo sexual y que la sinopsis del programa define como "texto surrealista, lascivo y profundo", tal vez con un poco de generosidad.
La enunciación de ese conjunto de anécdotas con las que Escribaldo quiere sustraerse al castigo del Señor es llevada a cabo por el actor chileno, Javier Araya, quien se prodiga en múltiples acciones corporales y una catarata de palabras dichas a toda velocidad y distribuida entre distintas voces en las que muchas veces es claro el acento trasandino. El esfuerzo de Araya, que colabora en otros aspectos de la realización teatral, es loable y no hay fallas en su oralidad, pero uno termina preguntándose para qué tanta celeridad -como si eso fuera un mérito en sí mismo- en un texto que busca hacer reflexionar, aunque no sólo eso. Por otra parte, la obra tampoco provoca un efecto de comicidad clara en el público, ni siquiera de extrañamiento. Y mucho menos de temor o piedad, como pedían los griegos para la catarsis trágica, que, como es obvio, está fuera de los objetivos dramáticos de la pieza. Sí, hay una pretensión de meditar sobre la endeblez de nuestras existencias, como decíamos al principio, pero en una tesitura de delirio que, demasiado preocupada por la experimentación con la materia del lenguaje, algo siempre plausible, se olvida bastante de lo teatral y de las necesarias atenciones al interés del espectador.