Perfume de teatro, recuerdo de higuera y parra
Entre remembranzas, el gran Pepe Soriano retoma un viejo y mítico amor: El loro calabrés
La casa de Colegiales tenía una higuera, tenía una parra y en su patio, clavo y trincheta, sonaba la música que don Giusseppe hacía con los zapatos de cuero, golpeando sin cesar. A su diestra, una percha con un loro que, como él, no hablaba ni castellano ni italiano. Sólo calabrés. Aprendía a repetir las palabras de ese dialecto que su maestro, el locutor Domingo Ventrici (el Zorzal Calabrés), pronunciaba desde la audición que se escapaba por los parlantes de la radio a galena. Es una imagen que sucedió durante mucho tiempo en esa casona centenaria. Hoy sigue siendo hogar, pero está bellamente refaccionada. No tiene higuera ni parra, pero muchas otras plantas. Y un pequeño recuadro en la modernizada pared deja ver sus ladrillos originales que recuerdan: "El comienzo". Allí vive desde siempre Pepe Soriano , el actor que sabe recordar. El mismo que tomó aquellas estampas de su historia para crear, hace cuarenta años, un unipersonal mítico: El loro calabrés.
Por las dudas, introduce. Aquel trabajo que lo llevó por las mayores ciudades del país y los pueblos más recónditos durante varios años, sólo con su guitarrita, fue una salida casi obligada por el gobierno militar de turno. "O me exiliaba en el exterior o me ponía a viajar por el país", recuerda. De pueblo en pueblo estaría algo menos expuesto que trabajando en el teatro porteño o el cine. La dictadura lo había amenazado como a tantos de sus colegas a quienes él mismo acompañó a Ezeiza para partir rumbo al exilio. Incluso cuenta que César Luis Menotti tuvo que hablar con Leopoldo Galtieri para que pudiera hacer la obra en Rosario. Luego de ese episodio continuó en pueblitos de 1000 o 1500 habitantes. Hizo funciones iluminado por linternas porque no había luz y en calles con focos de automóviles como reflectores, o en el mostrador de un bar. Luego vino el gran éxito porteño, en 1977, cuando se estrenó en el mítico teatro Bambalinas, inaugurado por el ahora reconocido productor Juan Iacoponi. Todavía hoy YouTube rescata algunos de esos conmovedores monólogos que hacía en ese espectáculo que ahora prefirió llamar El loro sigue contando y con el que estará en Buenos Aires por sólo cuatro funciones, los domingos, en El Tinglado, antes de volver a la gira porque él, como asevera una y otra vez, "elige los pueblos". "Soy actor argentino, donde me llaman voy. Si no hay teatro, en la escuela. Si no hay escuela, en el patio, en la calle... sin luces ni nada. La viola y yo. Ésa es mi historia".
El loro regresa como se debe: como un juglar, con su guitarra de regreso al recuerdo de la higuera, del nonno zapatero y la nonna Isabel, quien se ganaba la vida como sirvienta y era maltratada. Ambos analfabetos, pero con una capacidad de trabajo que podría superar por mucho a cualquier matrimonio de hoy en día. El mayor anhelo de ellos era que su nieto estudiara, una historia que podría haber sido escrita por Florencio Sánchez. "Por esa causa esto me quedó como un acto de reivindicación a mis abuelos. Cuando veo a alguien con aires de patrón siento que para mí ese tipo está perdido. Por eso este presidente no me representa. Tuvimos un diálogo brevísimo hace un tiempo donde me trató como patrón de estancia", subraya.
En uno de esos monólogos continuados, Soriano retrata al loco Elías y a un Cristo relatando el desgarrador momento de su crucifixión, texto de su gran amigo Juan Carlos Gené, a quien también le rinde tributo en su obra. "Es la única versión en el mundo donde se retrata a un Cristo vivo, joven, al que le quieren sacar la verdad a fuerza de apalearlo, porque era un defensor de la idea de dejar de pagar impuestos a los romanos. Es una especie de Che Guevara o de Tupac Amaru, como todos los tipos que se sublevaron en los pueblos. Ese monólogo tiene un efecto fenomenal en la gente", explica. Luego de ese momento llega el tan recordado reparto de pan en la platea. Y cuando se toca el tema, este sabio bululú recuerda que por aquellos años hasta llegó a hacer ese texto en dos iglesias. Una perteneciente a la congregación de Don Bosco, en una villa, y una capilla situada en la entrada de Villa Gesell. "Cuando terminaba la misa, yo ubicaba la silla delante de Cristo y me sentaba con mi guitarra. Le decía a la gente que él era testigo de que lo que se iba a contar no era mentira", rememora. Al poco tiempo se lo pidieron varios sacerdotes de la Catedral porteña para que pudiera interpretarlo con el coro y el órgano Walcker. "Me sentía honrado, pero a los quince días me volvieron a llamar para decirme que no se podría hacer porque monseñor Antonio Quarracino dijo que un comunista no puede entrar a la Catedral. Pero aquellos curas que me llamaron me hicieron un regalo hermoso, luego de disculparse. Me rindieron homenaje en la misa de las 9 de la mañana de ese mismo domingo. Fue una misa la cual los diarios no consignaron. Seas o no creyente, es un regalo bellísimo, un premio sin difusión masiva", recuerda. Y mientras controla que no falte el café ni la bebida, sigue hablando de los cambios que tendrá esta nueva versión de su obra. Hará fragmentos de Bairoletto, la pieza en la que estaba trabajando con Gené hasta que murió, y anécdotas sobre la relación fraterna entre ambos. "El loro no es una cátedra del buen teatro porque hay muchas obras para eso y actores que lo hacen muy bien -sostiene con total humildad-. Es un encuentro mío con la gente. Sería como una charla donde no es tan cierto que yo sólo tengo la palabra. Yo la sostengo, pero recibo carga del público también. Es un ida y vuelta, no una exhibición de orden personal. En 70 años de actuación no tengo mucho más para hacer". Y recuerda con afecto a su amigo el célebre doctor Raúl Matera, quien vivió hasta los 80 años y operó hasta los 70 y pico. Se pasaba todo el día bordando y tejiendo porque como operaba el cerebro quería que sus manos nunca perdieran la sensibilidad y la velocidad. Lo hacía sin guantes. "Tengo que sacar lo menos posible para no comprometer el futuro del pensamiento de esa persona", recuerda Soriano que decía su amigo. "Eso es hermoso. A algunos les cobró fortunas, pero operó gratis a miles y miles de personas. Yo hago lo mismo. No sé si estaría en condiciones de hacer un Shakespeare. Podría hacer Ricardo III, pero hay actores más jóvenes que están en mejores condiciones para hacerlo. Estoy en el tercer acto de mi vida y para no perder esta alegría interna de estar con la gente hago El loro calabrés, que, a su vez, cumple 40 años. Claro que nunca se sabe... a lo mejor siempre hay algo más. A lo mejor puede ser el Bairoletto que no terminamos, o tal vez pueda ser esto", dice, señalando un bandoneón.
Sí, el gran Pepe Soriano está aprendiendo a tocar el bandoneón. Contactó al luthier de Les Luthiers, quien le fabricó su propio bandoneón. Lo mira con el cariño de quien conoce un nuevo amor y, mientras come un sanguchito de miga, revela un sueño, una fantasía que se le ocurrió hace un tiempo. "Hay un actor joven que me gusta mucho: Rodrigo de la Serna. Canta y toca la guitarra. Entonces tengo la fantasía de hacer una obra o un larguísimo sketch con él. Una guitarra y un bandoneón. Hablar del Buenos Aires que a vos y a Mauricio Kartún les gusta, el de los años 10, 20 o 30. Es un regreso al juglar, a los tiempos de Pichuco y Arolas, lejos de esa fantasía vieja de los artistas argentinos de ser actores shakespearianos".
Él no distingue entre artistas, críticos, escenógrafos, directores... Para Soriano hay gente que tiene "perfume de teatro". Así consideraba a dos críticos como Antonio Rodríguez de Anca o Rómulo Berrutti. De ellos conserva aún sus reseñas de El loro calabrés. "Esos dos escritos llenaron el teatro durante largo tiempo con mil personas por día. También admiré mucho a Edmundo Guibourg, amaba el teatro. El loro calabrés es una ceremonia íntima. La alegría de hablarle a la gente, repartir el pan y terminar entre abrazos es inmensa. Por un rato lloran, se ríen y, sobre todo, se da el fenómeno de que no hay grieta. La gente está ahí, con pensamientos diversos, y cada uno siente que el que está al lado es un vecino. Ése es mi objetivo. Si vienen muchos o pocos es por mi vigencia en el medio o no. Yo no hago televisión desde hace dieciséis años. Hice una participación en La Leona por afecto hacia Martín (Seefeld) y Pablito (Echarri). Me llaman para algunas cosas, pero digo que no. Prefiero ir a trabajar por los pueblos antes que hacer esta televisión que es tan mala. Doy garantía de que a la gente le sirve, le hace bien. La mayoría de mis compañeros tienen que hacer TV para vivir. Yo me las puedo rebuscar", confiesa Soriano.
La charla con este hombre sabio casi no tiene pausa. Su pieza no tiene entreactos y uno, como interlocutor, tampoco lo necesita. Es un placer escucharlo, verlo gesticular y toparse con la mirada de alguien que sabe decir a través de ella.
Fue alumno de Antonio Cunill Cabanellas en el teatro universitario. Con él estudió cuatro años y con él debutó sobre un escenario en la Égloga de los amores contrariados, de Juan de la Encina. A los cuatro años ya formaba parte de su elenco, trabajando de lunes a lunes en el conservatorio nacional con artistas enormes como Mercedes Sombra, Susana Mara y Duilio Marzio. Hizo de Tisbe en Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, en el Teatro Colón, compartiendo escena con Eduardo González, Osvaldo Miranda, Miguel Ligero, Malisa Zini y Daniel de Alvarado. Luego de aquella actuación, en la que recibió una ovación, el maestro Cunill abrió la puerta de su camarín, lo abrazó y le dijo llorando: "Serás actor y de peluca". "Y fui actor y de peluca -reafirma orgulloso-. Siempre hice los tíos, los disminuidos físicamente, los padres de, los primos de... galanes no. Estaba vedado para eso por mi estatura. Pero años después, un tipo de menos altura y físico que yo me dijo que podía hacer muchas cosas. Era Narcisín (Narciso Ibáñez Menta), niño prodigio. Él me enseñó cómo maquillarme, cómo vestirme", recuerda con una sonrisa que desemboca en carcajadas ante anécdotas sobre cada personaje que menciona.
Entre esos recuerdos se desliza La Nona, aquel personaje que concibió Roberto Cossa y que él hizo eterno en la película de Héctor Olivera (1979). "Tengo muchas ganas de volver a la pantalla grande. El cine está usando como edades máximas la que puede tener Jorge Marrale. Perdí dos oportunidades hermosas. Una porque estaba comprometido para hacer la obra El padre, que fue una experiencia hermosa. La otra no pudo ser porque los productores españoles pidieron mis expedientes médicos. En definitiva, no pude hacer ese rol por ser anciano y argentino", revela.
Y su interés social se cuela siempre que puede en reflexiones solidarias. Los cinco años en los que formó parte del Grupo del Sur, en el Teatro San Telmo, junto a Lyde Lisant, Luis Diego Pedreira y Carlos Gorostiza, entre muchos otros, tenía que vender embutidos en el frigorífico de Monte Grande. También fue vendedor de libros a domicilio, junto con Fernando Siro y Javier Portales. "Hay épocas en las que no podés vivir sólo del teatro. Estamos los que trabajamos por amor a este laburo y los que lo hacen para hacerse famosos. Pero la fama es puro cuento. En la Asociación Argentina de Actores hay 7500 nomenclados, pero trabajan 500. En mayo la obra social tenía un déficit de 17 millones de pesos. ¿Sabés por qué? Porque depende del aporte. ¿Ves estos anteojos? A precio de amigo, los cristales me salieron 5000 pesos. ¿Cómo hacés? Por suerte también está Sagai, donde estoy por amor, como estuve veinte años en la conducción de Actores. Es muy difícil el momento que estamos atravesando".
En El loro sigue contando hay más amor aun. Su hija Victoria es la productora ejecutiva. El largo recorrido de El loro calabrés incluye el teatro Valle Inclán (Madrid), la Sorbona, Le Trottoir (París) y los principales teatros de Israel. La frase que identifica la propuesta es: "Uno es lo que uno hace y hace lo que uno es". Y Pepe lo asevera: "Vos sos las obras que hiciste, quién fuiste o cómo te comportaste en la vida. Sos eso", concluye.
El loro sigue contando
De Pepe Soriano
- Funciones, domingos 2, 9, 16 y 23 de septiembre, a las 16.
- El Tinglado, Mario Bravo 948.
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