El gran hacedor teatral, que este fin de semana vuelve al escenario en una obra que hace 20 años protagonizó con su madre, compartió una tarde con LA NACIÓN y habló de todo: su infancia inolvidable y los sótanos del under, el éxito y sus luchas por los derechos igualitarios, que piensa seguir defendiendo “aunque en ese programa me tomaron el pelo”
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“¿Sabés cuántas personas vivían en esta inmensidad? Tres. Qué formas tan raras, ¿no?”. Las escaleras majestuosas del Palacio Paz le sientan bien a Pepe Cibrián Campoy. Los mármoles pálidos realzan las pisadas de sus zapatos de gamuza carmesí, su garbo esplendoroso y su porte destacado, impensado encuentro de un aura señorial de otros tiempos con exótico vanguardismo.
Dos pisos más arriba, ya en la mesa donde transcurrirá esta charla, el actor, dramaturgo, productor teatral y hacedor incansable cuyo fervor creativo excede cualquier definición pide una gaseosa para acompañar su almuerzo, servida, por favor, en una gran copa de vino. “Y hielo, querida”, le dice a la joven camarera. “Mucho hielo. En verano y en invierno, para mí, hielo. Ay, por Dios, qué hambre tengo y estoy a régimen”, se lamenta. “Quiero estar más flaco, para Wilde, pero cómo me gusta la comida…”.
Lo que él llama Wilde es, en verdad, Wilde, un hombre, que Cibrián Campoy retoma este fin de semana en el Teatro Regina y que fue estrenada originalmente en 2004 con su madre, Ana María Campoy, como coprotagonista [ahora será Ana Acosta quien lo acompañe sobre el escenario]. Es en homenaje a ella que el autor revisita la pieza, a esa figura que -junto con la de su padre, José “Pepe” Cibrián- iluminará su rostro tantísimas veces por las próximas dos horas y se colará entre sus labios -tal como se cuela entre las joyas de sus manos- con anécdotas, gestos, frases y ese imborrable acento ibérico de la actriz. “Papá nació en 1916 en Buenos Aires, en una gira; mamá nació en 1925 en Colombia, también en gira, luego creció en España. Y yo nací en 1948 en otra gira, pero en La Habana. Las giras duraban meses y yo nací ahí. Pese a eso, creo que no hay estatuas mías en La Habana”, se ríe. “Todavía”.
Distendido y entusiasmado por los recuerdos, Cibrián vuelve al inicio de todo. Al flechazo del instante en que su padre, el Pepe original de esta historia, vio en México, donde ya era una estrella, una foto de Ana María Campoy al salir de un hotel y quedó prendado por la belleza de esa joven de 21 años, a quien unos productores norteamericanos ya habían convocado para filmar en Hollywood. “Mi papá vio esa imagen y se puso loco. Llamó a Jorge Negrete y a [Jorge Moreno] “Cantinflas”, de quienes era muy amigo, y les pidió que organizaran una comida con ella. Se conocieron esa misma noche. A mamá, él le pareció un pelotudo total; así me lo contó ella. Pero él quedó hechizado. A los dos días la volvió a llamar, y a los tres días estaban viviendo juntos. Nunca más se separaron”.
Tiempo después, la pareja viajó a Cuba, donde Cibrián padre llevó un espectáculo porque en ese país siempre le había ido bien. Hasta entonces. Aquella vez fue un fracaso. Tan mal iba la cosa, que el actor habló con su mujer y le hizo una propuesta: ella, ya embarazada de su primogénito (el entrevistado) se quedaría en La Habana; él, en tanto, giraría por otras ciudades, para remontar las cuentas. Así lo hacen. Pasan semanas y Ana María Campoy entra en trabajo de parto. El resto, lo cuenta el auténtico protagonista de la anécdota: “Cuando se descompone, mamá se va a la mejor clínica de El Vedado, que es una zona como Barrio Norte. Llega, se presenta como la esposa de Cibrián y la tratan como a una reina. Allí finalmente nazco yo, una criatura de cuatro kilos para una mujer que pesaba 41 –sonríe-. Al día siguiente, el administrador de la clínica pasa a verla. ‘Señora Cibrián, qué honor tenerla aquí. Su hijo está maravillosamente bien’. ‘Gracias, qué bueno’, contesta ella. Y sigue: ‘Ahora, le quiero decir una cosa’. ‘Dígame’. ‘Que no le voy a pagar’. ‘¿Cómo que no me va a pagar?’. ‘Bueno, yo le voy a pagar. Pero hoy no. Algún día’. ‘Señora, eso no se puede’. ‘Mire, haga lo que quiera, me da igual, pero no tengo el dinero’. ‘¿Y entonces, por qué lo hizo?’ ‘Porque yo para mi hijo quiero lo mejor. Ahora ya está, ya ha nacido. Mándeme a la policía’ (risas). Por supuesto, después pagaron. Pero esa actitud heroica… Mi madre estaba loca”.
La gira continuó y Pepe –por entonces “Pepito”- llegó a la Argentina a sus dos años. En ese momento, la feliz familia se instaló en una especie de apart hotel de la Avenida Córdoba. Habían reunido un buen dinero y estaban tranquilos, pero produjeron una obra apenas llegaron y no fue nadie (“na-die”, dice él). Una vez más, lo perdieron todo (“to-do”). “Entonces nos fuimos a vivir a Liniers, a una casita en la calle Carhué, que era de tierra. No teníamos un mango, pero allí iban a visitarnos la Legrand y tantas estrellas más”.
Las cosas empezaron a mejorar, se mudaron a una casa en Flores y luego a un petit hotel en Callao entre Alvear y Posadas, donde los Cibrián Campoy vivieron hasta que Pepito cumplió 12 años. “Fui muy feliz allí. Iba al Belgrano Day School y mis amigos de la primaria eran adorables. Todos venían a casa. A mí me gustaba jugar a los faraones. El faraón siempre era yo, obvio. Ellos lo sabían, pero les gustaba jugar igual porque yo inventaba historias distintas cada día; claro, era un pequeño autor y director…”, reflexiona. “Para mí, ser el faraón era ser el creador. El que crea una novela o una obra de teatro es Dios: ahora llueve, a este personaje lo mato, este otro se enamora. Sos Dios. Y yo quería ser Dios”.
-¿Lo lograste?
-En lo mío, creo que sí. Soy una persona ambiciosa; he cumplido mis sueños. Nunca me importó el dinero, pero sí trascender, porque mis padres decían que querían ser “los padres de” Pepe, y no que yo fuese “el hijo de” ellos. Yo laburo como un animal desde los 18 años. Desde muy chico monté espectáculos. Lo hacía en donde fuera; si era un sótano berreta con olor a pis de gato yo ponía incienso, pero lo hacía. Un día, el gran empresario Carlos Petit, muy amigo de mis padres, vino a comer a casa. Yo tendría unos 24 años y estaba haciendo un show en uno de esos lugares pero, claro, no iba nadie. Entonces estábamos en la mesa, mis padres y Petit con su mujer, y yo empecé: “No puede ser, este país de m… Me quiero ir porque acá no hago más que fracasar, fracasar y fracasar”. Petit me interrumpió: “No, Pepe. Vos nunca fracasaste. ¿Sabés por qué? Porque para fracasar, primero hay que tener éxito”.
-Había una cultura de “hacer carrera”.
-Claro. Por eso, cuando yo veo hoy Gran Hermano y ese tipo de cosas pienso que es terrible. No tengo nada en contra de quienes participan; ¡pobres! ¿Qué culpa tienen ellos? Pero súbitamente creen que han triunfado y luego, cuando llega la realidad, eso se terminó. No tienen escalones, suben de golpe y caen. Lo importante, cuando es de veras una vocación, no es solo llegar. Hay que sostenerse y poner muchas ganas.
-Sos una persona de pasionalidad evidente. ¿Esa pasión es el motor para tu trabajo?
-Absolutamente. Pero soy un hombre privilegiado, porque a mis 76 años, que me hagan notas, que el público me tenga presente, es maravilloso… Pero tengo algo muy en claro. Mi madre siempre me decía: “Esto es una ola, Pepe. Hay que saber subir y hay que saber bajar, subir y bajar”. Así es la vida. Yo he subido, pero también he estado abajo. Me ha pasado de todo.
Carlos Petit, muy amigo de mis padres, vino a comer a casa. Yo tendría unos 24 años, estaba haciendo un show en un sótano y no iba nadie. Entonces estábamos en la mesa y yo empecé: “No puede ser, este país de m… Me quiero ir porque acá no hago más que fracasar, fracasar y fracasar”. Petit me interrumpió: “No, Pepe. Vos nunca fracasaste. ¿Sabés por qué? Porque para fracasar, primero hay que tener éxito”.
-Y cuando la ola bajaba, ¿qué hacías?
-Cada vez que he bajado, he golpeado puertas. Yo me desgañito para trabajar. He hecho hasta el vestuario de mis obras. No soy especialista en eso, pero si no hay más remedio, lo hago. Uno tiene que ser resiliente. Yo vengo de ocho generaciones de gente del teatro, que tuvieron hambre. Mi padre peleó en la guerra civil española y se tuvieron que exiliar. Mamá trabajó desde los cuatro años. Yo crecí en eso. ¿Cómo no voy a cortar un traje?
-Y vos, ¿cuándo empezaste formalmente a trabajar?
-A los 17, cuando terminé el secundario. Fue con Eduardo Bergara Leumann. Él era muy amigo de mi familia porque era un gran vestuarista. Tenía la Botica del Ángel, la original, y me llamó. Yo, muy atrevido, subía a ese tablado y con Luisa Pericet, una grande, recitaba poemas. Hacía lo que podía… (ríe). A mí me enorgullece tremendamente haber sido hijo de esos padres. Pero yo pude ser yo.
-Y tus padres fueron muy vanguardistas, en todo sentido.
-Muy. Y muy generosos en todo. Yo, cuando tenía 18 años, tenía muchos conflictos con mi sexualidad, sentía mucha culpa por ser homosexual. Mi papá era un quijote; un hombre culto, fuerte y maravilloso. A veces discutíamos. Una vez, mientras estaban de gira por Tucumán, peleamos. Yo me fui a mi cuarto, enojado. Mi madre vino a la habitación y me mandó a pedirle disculpas. Fui a su cuarto, recuerdo que él estaba leyendo y yo lloraba. “¿Qué quieres?”, me preguntó. “Mira papá, te quiero decir que tengo algo que me genera mucha angustia: soy homosexual”. Él levantó la vista de la lectura, me miró y me dijo: “Se es hombre en la vida, Pepe. No en la cama”.
Muchos años después la frase sirvió de nombre a un libro, las memorias de Pepe Cibrián Campoy.
El episodio
En junio de 2010, en pleno debate por la Ley de Matrimonio Igualitario, el dramaturgo expuso en el Senado de la Nación y leyó un texto de su autoría, Marica, inspirado en la muerte del poeta español Federico García Lorca. El núcleo de su lucha, en aquel tiempo, era defender la posibilidad de adopción para las parejas del mismo género -la “adopción igualitaria”, dirá él, quizás un lapsus-, un deseo que por entonces lo desvelaba en su vida personal. Catorce años más tarde, en julio pasado, aquel antiguo anhelo del creador teatral reverberó escandalosamente fuera de contexto y de tiempo, parodiado por Tomás Kirzner en un programa de la plataforma de streaming Olga.
“Ocurre que yo viví en libertad desde que nací”, dice Cibrián Campoy con un suspiro, retomando aquella sesión en el Senado. “He peleado por mis convicciones. Algunos me criticaron en ese momento. ‘Lo ideal es tener un papá y una mamá’, me decían. Y claro, yo vengo de un papá y una mamá que eran buenos. Pero hay muchos chicos que no tienen un papá y una mamá buenos, por eso creo que deben ser dados a gente que les dé amor, más allá de su inclinación sexual. Para mí no fue fácil hablar en el Senado; no tomo mis instituciones a la ligera. Pero fui. Sé que mis padres hubieran sentido tanto orgullo de ese hijo que defendió sus ideales. Y yo también lo estoy. Aunque hace unos días en ese programa de m… me tomaran el pelo”.
-Ahora que pasó un mes de ese episodio, ¿qué pensás?
-Que fue un horror, reírse de eso es un asco… Pero tuve el apoyo de todo el mundo. Ahora voy a empezar un juicio. Alguien tiene que pelear para que esto se legisle.
-¿Que se legisle sobre los nuevos medios, decís?
-Exactamente. Hay que hablar. Cuando yo hablé en el Senado, no lo hice por kirchnerista, porque no lo soy. Y hoy no hablo por mileísta, porque tampoco lo soy. Hablo porque soy un ciudadano. Este fue un tema muy serio, y no hay nada de qué reírse. Yo no he escuchado que una pareja de personas del mismo sexo hayan violado o pervertido a un niño adoptado. A Loan [Peña], ¿lo raptó la comunidad gay? No. Entonces, no jodamos. No se puede decir cualquier cosa.
-¿Te llamó quien hizo la parodia para pedirte disculpas?
-No. Yo le tengo un gran afecto a Adrián Suar [padre de Tomás Kirzner], pero este chico no tiene idea de nada. ¿Qué hizo, más que ser “el hijo de Suar”? Y los otros tres [Evelyn Botto, Martín Rechimuzzi y Noelia Custodio] no tengo idea de quiénes son. El chico me dejó un mensaje: “Che, no te pongas así, no fue nuestra intención. Si querés, venite al programa que viene”. Todo el mundo, los medios y la gente, dijeron horrores de lo que hicieron. Nadie apoyó esa idiotez.
-Curiosamente, él es un joven “hijo de” personas del espectáculo. Vos también fuiste un joven “hijo de”…
-Sí, pero voy a contar una anécdota. Yo tenía 14 años y mis padres iban a actuar en el Teatro Solís, de Montevideo. Había un señor allí, un tal Bianchi, que el primer día no sé qué me pidió y yo le contesté como el c.… Cuando terminó la función, mi padre dice: “Toda la compañía se queda acá; nadie se mueve”, y le pide a Bianchi que se adelante. El señor se adelanta, y mi padre me confronta: “Pepe, ¿tú le dijiste tal cosa a este señor?”. Yo respondí que sí. “¿Te crees que porque eres ‘el hijo de’ tienes la autoridad para decirle algo a este hombre que lleva años haciendo teatro, mientras que tú eres una nada? Ya mismo te pones de rodillas y le pides perdón”. Y eso hice, frente a todos.
“¿Qué quieres?”, me preguntó. “Mira papá, te quiero decir que tengo algo que me genera mucha angustia: soy homosexual”. Él levantó la vista de la lectura, me miró y me dijo: “Se es hombre en la vida, Pepe. No en la cama”.
-¿Era severo tu padre?
-No, era ético. ¿Cómo iba a permitir que este pelotudo de hijo le dijera a alguien mayor y con oficio cualquier cosa? En el ámbito del streaming y las redes parece que vale todo… Estamos viviendo en este mundo, en el que Gran Hermano es “de oro”. A pesar de todo eso, hay gente talentosísima, que pelean como animales para seguir adelante. Es un país surrealista.
-Antes hablabas de los sótanos y los fracasos. También triunfaste en el Luna Park.
-A mí se me ocurrió verlo a Tito Lectoure de casualidad. Yo no tenía idea de qué proponerle, ni un peso para hacerlo. De repente, pensé en Drácula. Ni había leído la novela; sabía que chupaba sangre, eso sí (risas). Así nomás fui a hablar con él. Y creo que le generé algo que él necesitaba en ese momento, que era la pasión. Cuando él se alejó del box, hastiado por la corrupción, empezó a alquilar el Luna Park, lo cual le daba mucha tristeza. Entonces llegó este delirante, le propuso hacer Drácula y se entusiasmó. Mucho tiempo después, le pregunté: “¿Por qué me diste tanto?” Me contestó: “Porque yo estoy acostumbrado a hacer campeones, Pepe”. Y a mí me hizo campeón. En 10 años hice 400 Luna Park. Se lo agradeceré de por vida.
-¿Te convocaron de Broadway?
-No. Dios no lo permita.
-¿Por qué?
-Porque no es mi mundo. Una vez vinieron unos productores. Nos juntamos, me elogiaron mucho, pero después empezaron: “Ustedes son muy latinos. Para tal escena, vamos a tener que bajar la expresividad. Y para tal otra hay que ajustar los sentimientos. Y en la siguiente cambiamos tal cosa”. “Entonces, hagan el Drácula de ustedes”, les contesté. A mí me gusta estrenar en Neuquén, en Bahía Blanca… Allí ya me conocen. En Broadway, las puestas extranjeras son fracasos. Ellos quieren lo suyo, o a lo sumo lo de Inglaterra.
-Y, sin embargo, Buenos Aires podría ser la tercera plaza teatral del mundo, después de Broadway y del West End…
-Claro. Por eso decía que este país es surrealista. Aquí la gente se junta y hace teatro y el público está. Que esto pase en un sitio donde no hay un mango es maravilloso. Yo amo a este país.
Hacia la gloria
-¿Por qué retomás Wilde…?
-Por mi madre. Ella estaba muy enferma; tenía EPOC y enfisema. Luego de su muerte, su médico me confesó: “Tu madre vivió dos años más para poder hacer esa obra con vos”. Ella ya no podía caminar, se apoyaba en un bastón. La puesta original [La importancia de llamarse Wilde] estaba pensada para que su personaje estuviera en un sillón. Pero, hacia el final del texto, la madre debía acercarse a Oscar Wilde y llevarlo hacia un pedestal, a la gloria. “Bueno, mamá. Vos señalame el pedestal y yo voy solo a la gloria”, le dije (risas). El día del estreno, tiró el bastón al carajo, se paró y me llevó al pedestal. El escenario es mágico. Cómo no voy a vivir la experiencia del teatro con pasión. A los actores jóvenes intento transmitirles eso. Al camarín hay que olerlo, habitarlo. Hay que llegar temprano. Acostarse sobre el escenario vacío y escucharlo; el escenario habla. Todo eso les digo. Yo sé que soy exigente, pero para mí el teatro es cirugía del corazón. Hay mucha pasión aquí; el día en que yo me vaya, me iré así también, con pasión.
-Un tipo que está tan vivo como vos, ¿piensa en la muerte?
-Sí. Yo quiero que me incineren, pero antes me gustaría un velatorio; en la Legislatura o en el Senado. Para saber cuántos van.
-¡¿Y cómo vas a saber cuántos van?!
-Porque voy a estar mirando (risas). Estoy seguro. Quiero ver si el borderau es bueno. Si lloran más, si lloran menos… Tengo una obsesión por el borderau [la recaudación por venta de entradas]. A los seis años, les dejaba un papelito en la cama a mis padres: “¿Cómo estuvimos?”
-Dijiste “borderau” antes que “mamá”…
-Claro. Se comía o no. No es un problema de ego sino de subsistencia. Yo escucho el murmullo en una sala y ya lo sé: está llena, hay gente o no hay nadie.
-Cuando no hacés teatro, ¿de qué disfrutás?
-Disfruto de mi casa. Yo me levanto con mucha angustia. Angustia existencial, pero bueno... Me levanto así, después se me pasa. Tomo sol, leo, estoy en mi parque con mis perros. Escribo, leo el diario…
-¿Qué siente un hacedor tan artesanal cuando piensa en la inteligencia artificial?
-Me da pánico. Igual, creo que la IA nunca va a encontrar la poesía. Es como las redes; todo muy bonito, pero un beso solo se siente cuando se da personalmente.
-Sin embargo, mucha gente prefiere lo virtual.
-Yo a mi marido [Ezequiel Frezzotti] lo conocí por Tinder. Y fui feliz. Claro, luego prosperó el encuentro y vivimos juntos. Hay gente que está con mucho miedo al encuentro; también hay un gran egoísmo.
-El día de tu casamiento, en tus redes posteaste esta frase: “Volver a empezar”.
-Sí. A mí me dicen a menudo: “Pero, Pepe, tantas veces… ¿Por qué te casás?” Y yo contesto: “A ver… Yo monto una obra y me va mal. ¿No hago más obras?”. Yo sigo haciendo obras. Creo en el amor y en el casamiento, que aconsejo mucho a la gente del mismo sexo, porque he visto parejas que, cuando uno fallece, el otro queda en la calle. Si estoy casado con Ezequiel, hay derechos. Punto. Si yo no estoy, nadie va a entrar a casa a joderlo.
Para cerrar, cuando llega el café, Pepe Cibrián cuenta -a modo de ese postre que se deshace por pedir pero “ay, la dieta”- otra anécdota volcánica de su madre. “Un día, una cocinera que teníamos en casa le dice: ‘Señora, el carnicero todo el tiempo me pide entradas para ir a verlos al teatro’. Mi mamá le dio dos. A los pocos días, el tipo le vuelve a pedir entradas a la cocinera, esta vez para su cuñada. Mi madre accede. A la semana, la misma historia. Mi madre se hartó. ‘A ver, ¿cuándo vas a la carnicería?’. ‘Mañana’. ‘Bueno, yo voy contigo’. Al día siguiente van juntas al local. El tipo la ve a mamá y se deshace en elogios: ‘Ana María, pero qué alegría, qué honor…’. Ella agradece y empieza: ‘A ver, vamos a llevar un lomo, tantos kilos de asado y tanto de milanesas’. Él prepara todo y le dice el precio total: ‘Son tantos pesos’. ‘No’, le responde mi madre. ‘¿Tú no querías unos palcos? Bueno, yo te di los palcos. Tú ahora me das el lomo’ (risas). El fulano quedó regulando”.
Por esa mujer, aquella belleza que en la década del 40 enloqueció a ese actor famoso desde una foto en México, Pepe Cibrián Campoy sube este fin de semana a las tablas. Vuelve al escenario como se vuelve a un gran amante; para oler su piel, para contarle sus secretos, para encontrar el éxtasis.
Para agendar
Wilde, un hombre. Teatro Regina (Avenida Santa Fe 1235). Funciones: viernes a las 20, sábados y domingos a las 18.
* Agradecemos a Croque Madame del Palacio Paz (Av. Sta. Fe 750).
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