Pablo Mariuzzi, la actuación hecha carne
Se destaca allí donde le toque en suerte un papel y su trabajo en la obra Pajarita fue galardonado con el ACE y el Estrella de Mar
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Suena el timbre, se cumple la hora. Termina la clase de actuación en la escuela secundaria Sara Eccleston de Wilde, y Pablo Mariuzzi busca un aula vacía donde los decibeles adolescentes disminuyan para ser entrevistado. Al analizar su carrera, es inevitable marearse entre tanto nombre de personaje, título de obra y elementos que componen su experiencia. Por momentos es docente, pero su hábitat laboral principal es aquel donde dirige o protagoniza el papel de turno.
–¿Sabés en cuántos proyectos participaste a la fecha, o ya llegaste hasta el punto de donde perdiste la cuenta?
–No, la verdad que ya perdí la cuenta. A veces uno piensa que todo se remite a las cosas que están en el currículum, pero es un tipo de laburo en el cual las intervenciones en distintos tipos de trabajo, eventos o acontecimientos van más allá de ese número, así que te diría que ya ando perdiendo la cuenta. Es más, me está empezando a pasar que, a veces, no me acuerdo de algunas cosas que para mí son significativas.
–¿Te acordás cuándo y por qué decidiste ser artista y cómo fue tu primer contacto con ese mundo?
–Sí, me acuerdo, yo no pertenezco a una familia de artistas. Desde muy chico fui a la Escuela de Bellas Artes, la carrera de artes visuales, artes plásticas... pero había algo ahí que tenía que ver con el teatro, con la escena, con todo este mundo al cual finalmente me terminé dedicando. Tengo un recuerdo muy vívido de mi vieja llevándome a ver al Grupo de Titiriteros del San Martín, tengo clarísimo que ese fue un contacto súper importante, siendo muy niño. Y después, un segundo momento, ya más grande cuando vi a Alfredo Alcón en un espectáculo que se llamaba Los caminos de Federico, y quedé impactado con eso que vi. En aquel momento terminé la carrera de Bellas Artes y recuerdo que antes de contarle a mi vieja que quería estudiar actuación me dijo: “Sí, ya sé, querés estudiar teatro, bueno dale, vamos para adelante”. Estoy rodeado de una familia que me apoya, que le gusta, que viene, y que me estimula aunque no sean del palo de la actuación. Para mí fue aliviador porque desde que comencé, a los 14 años, me pasaba algo en el mundo del teatro que era hermoso.
–¿Tuviste algún “miedo” a la hora de elegir tu profesión?
–Yo diría que no. Cuando terminé la carrera en la EMAD, conseguí la beca Familia Podestá, que consistía en un contrato para trabajar en alguna de las producciones que se estaban haciendo en el Teatro San Martín alrededor de 1999/2000. Ese primer laburo me abrió muchas puertas en el rubro teatral, conocí mucha gente y no paré de trabajar, ya sea desde teatro oficial o teatro comercial, y mucho teatro independiente. Hay una situación ahí de todos los teatreros, los que somos actores, que vamos alternando todo el tiempo entre los laburos que son rentables y los que no lo son. Pero para mí, son todos trabajos, me tomo igual un proyecto que sea en el San Martín o en el Cervantes, que uno independiente. Con el teatro comercial pasa algo un poco distinto, pero tiene que ver con la vocación, con lo que uno ama. Diría que en ningún momento puse en duda la profesión, en cuanto a lo económico, uno tiene que amar mucho esto para poder sostenerse, hay un contexto cambiante todo el tiempo, estás cambiando constantemente de proyecto, de gente, directores, producción, pero yo jamás dudé que esto es lo mío. Al cine le estoy tomando el gusto, es relativamente nuevo para mí, pero en el teatro me siento como pez en el agua.
–¿Cuáles fueron los papeles o proyectos que más te marcaron hasta ahora?
–Uno de esos fue Pepino, en El señor Puntila y su criado Matti, de Brecht. Ese fue un personaje bisagra para poder encarar el laburo de un modo distinto. Era un personaje muy chiquito, que tenía una situación con Roberto Carnaghi, esa escena para mí fue preciosa. Fue bisagra porque es un estilo extremo donde hay que poner toda la carne al asador, es una obra de teatro en verso. Y el personaje es hermoso, porque acompaña durante toda la peripecia al personaje principal. Es una obra muy naiff y muy brutal a la vez. El otro personaje que me cambió fue el de Fernando Sciardys de Un señor alto, rubio, de bigote, porque el público asiste todo el tiempo al pensamiento del personaje. Es una obra muy poética que te demanda poner todo como actor. Y otro proyecto que me marcó es Pajarita, porque puedo jugar y divertirme como cuando era un pibe de 14 años. En esta obra trabajo junto a Lorena Szekely, mi compañera también de vida. Tenemos dos hijos: Felipe, de 16 años y Catalina, de 9.
–¿Cómo se gestó Pajarita, que ganó cuatro premios ACE y tres Estrella de Mar?
–A partir de una inquietud de Lorena. Hace muchos años, habíamos codirigido una puesta de Trescientos millones, de Roberto Arlt, es una obra que se utiliza mucho desde la cuestión pedagógica en la formación de actores y es una obra que a Lorena siempre le quedó picando, en el sentido de que tiene una enorme vigencia en lo que cuenta. Pajarita es una mirada renovada, mucho más traída acá, a la actualidad. Hay algo que atraviesa esta versión que es si los pobres tienen derecho a soñar, y hasta dónde pueden llegar. No solo en un sentido literal, si no de hasta dónde este mundo nos permite concretar nuestros sueños o anhelos, y cada uno de nosotros ser, lo más plenamente posible. En ese sentido creo que hay una vuelta de rosca y un mensaje mucho más esperanzador, y se puede pensar que hay otras posibilidades. La obra está llena de guiños hacia al texto original. A partir de cierto momento, en la obra, las cosas empiezan a transitar del ensueño a la pesadilla y el tema era cómo escénicamente podíamos lograr cierto extrañamiento en el espectador y que pudieran tomar como “normal” algo que saben que no lo es.
–¿Además de Pajarita, en qué otros proyectos estás participando?
–Estoy en varias obras, como actor, en Pajarita, en el Teatro del Pueblo. Hasta hace unos días trabajé en Mármol, en El Tinglado, una obra de Marina Carr, una autora irlandesa contemporánea, dirigida por Oscar Barney Finn; y el primero de abril reestrené Stefano, dirigida por Osmar Núñez, en La Máscara. Además, el 20 de julio voy a estrenar una obra que se llama Salvajada, dirigida por Luis Rivera López, en el Teatro Nacional Cervantes, así que muy contento con todo esto. Tengo un proyecto para dirigir algo en 2024, un unipersonal, pero aún no puedo decir mucho porque todavía está en ciernes.
–Ante tanto camino recorrido es inevitable que lleguen los premios y reconocimientos... ¿Qué sentís en esos momentos?
–Creo que lo primero que siento es pudor, vergüenza, después vienen otras instancias, me cuesta a veces disfrutarlo, pero soy un tipo muy agradecido, me involucro con las cosas que hago al 100% soy profundamente creyente en lo que hago, me mando de una. En general, el 99% de las veces hago cosas que me representan, que me constituyen, que tienen que ver con cosas que pienso, que siento, que me parece que están buenas comunicarlas desde el escenario, me resulta y me surge de esa manera. No hay mayor alegría que yo tenga, que los días donde hay función, placer puro, me da mucha felicidad.
Y ese atisbo de felicidad traspasa el audio y llega a estas líneas, como el eco del timbre que resuena en la memoria de aquella clase que todavía no fue y ya llegará, como el pájaro que abre las alas presto al vuelo onírico de crear, y en el silencio repentino previo al despegue se vislumbra el próximo movimiento que Pablo Mariuzzi dará.
Para agendar
Pajarita
De Guillermo Parodi. Los viernes, a las 20, en el Teatro del Pueblo, Lavalle 3636.
Stéfano
De Armando Discépolo. Dirigida por Osmar Núñez. Los sábados, a las 21, en La Máscara, Piedras 736.