Nuestra primera gran estrella
No sólo es la minuciosa biografía de una artista argentina que fue reconocida en el mundo entero como la mejor en su especialidad –era écuyère, esto es, acróbata a caballo–, festejada y regalada por personalidades ilustres, aplaudida por los públicos más disímiles, sino, sobre todo, un conmovedor homenaje al circo, la matriz de nuestro teatro y uno de los géneros escénicos más antiguos. Beatriz Seibel, investigadora, historiadora y asidua colaboradora involuntaria de esta columna, a la que provee de temas y reflexiones a través de los dos macizos volúmenes de su Historia del teatro argentino, editada por Corregidor, publica ahora con este mismo sello y el apoyo de Proteatro, Rosita de la Plata, una estrella argentina en el mundo.
Por razones cronológicas no pude ver al célebre payaso inglés –afincado en la Argentina– Frank Brown y su compañera, Rosita de la Plata, pues ambos se retiraron en 1924, un año antes de mi nacimiento. Pero en la memoria de mis padres permanecía, indeleble, el recuerdo de quien los había hecho reír y soñar en la infancia. Un recuerdo que me transmitieron con tanta vivacidad que a veces he podido imaginar que yo también asistí a las funciones del Anfiteatro (Paraná entre Lavalle y Corrientes) o del Hippodrome (Carlos Pellegrini y Corrientes), sucesivos recintos propiedad de Frank Brown, con sus famosos fines de fiesta con reparto de caramelos y juguetes a los pequeños espectadores.
Seibel despliega, con destreza de novelista, la resplandeciente historia de Rosita Robba (nacida en Buenos Aires en 1869) y su hermana Dolinda (1870), ambas destinadas desde la cuna al oficio en el que se destacaron. Hijas de inmigrantes italianos, Domingo Robba y Josefa Boyado, vivían cerca del Circo Arena (Paraná y Corrientes), al que frecuentaban acompañadas por una tía. Las chicas estaban vendiendo flores al público cuando el empresario inglés Henry Cottrelly, responsable del espectáculo de ese momento, les pidió que fueran comparsas en una pantomima. Cottrelly las adoptó, las educó y entrenó, y a los 9 y 8 años las hizo debutar como precoces écuyères en Barcelona, donde comenzaron los éxitos de las hermanas que durante mucho tiempo figuraron con el apellido de su mentor. De ahí en adelante es una sucesión de triunfos en las grandes capitales europeas y en los Estados Unidos; a medida que Rosita (ya conocida como De la Plata) crece, no sólo se elogian sus dotes artísticas sino también su atractiva figura y su innata elegancia.
Casada con Antonio Podestá (hermano de José, el célebre Pepino el 88), Rosita se divorcia en 1903, lo mismo que su nueva pareja, Frank Brown, y ambos comparten desde entonces la vida y el circo. En 1910 sufren la pérdida de su carpa en Florida y Paraguay, incendiada por un grupo de patoteros, pero se reponen y siguen su carrera triunfal hasta 1924, cuando se retiran. En 1936, cuando el gran circo alemán Hagenbeck visita Buenos Aires, le rinde un homenaje a Rosita, que casi medio siglo antes había actuado en él, en Berlín. Ella muere en 1940 y Brown en 1943. Hoy, cuando las rutinas del circo figuran en el programa de todas las escuelas de teatro, es bueno evocar a la primera gran estrella internacional de la que pudo ufanarse la Argentina.