Norman Briski: las “travesuras” que lo metieron preso, la admiración por Ricardo Darín y una anécdota inolvidable con Raúl Alfonsín
Estudió para ser técnico electromecánico, fue campeón escolar de natación y bailaba bien, pero se enamoró de la actuación cuando en el Servicio Militar Obligatorio hizo un cortometraje; un repaso por la vida y la obra de un actor que es marca registrada en nuestro país
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La vida de Norman Briski está atravesada por sus tres máximas pasiones: la política, la actuación y el amor. Y las tres, en diferentes formas y medidas, a lo largo de su historia se fueron repitiendo y alternando, incluso hasta hoy, a sus 86 años. Tres estadíos de los que no pudo ni quiso escapar, ya sea por herencia de sus padres exiliados de la Europa nazi, de su idilio con el teatro, el cual realizó en todos los países donde vivió; y la paternidad, que revalidó cinco veces con las tres mujeres más importantes de su vida. Todas instancias que se reflejarán en una entrevista, a la cual Briski llega contento y no porque se realice entre las gradas de su propio teatro, donde minutos más tarde dará clases, sino porque tiene ganas de hablar de todo lo que le llena el alma. Se le nota en sus gestos, en su tono de voz, en su apretón de mano. A lo largo de la charla, sonríe automáticamente cuando nombra a sus gemelas Sibelina y Galatea, a su amigo Tato Pavlovsky y cuando ironiza sobre el actual gobierno con el que reconoce no coincidir “en nada”. Por el contrario, se emociona cuando evoca sus diferentes exilios y la camaradería que siempre recibió estando lejos de la Argentina. Hace casi 40 años, siendo visto de reojo por los políticos más conservadores y con hijos pequeños, se disponía a estrenar Potestad, su dirección teatral cumbre y, como dice, “nuestra Esperando a Godot”. Hoy, su condición personal es exactamente igual pero a diferencia de la fluctuante década del 80, lo afronta con una plenitud espiritual e ideológica envidiable.
“Potestad es una obra que se origina en la dictadura, cuando su autor y yo estábamos exiliados. Creo que Tato no tenía una perspectiva de lo que sería esta obra en el tiempo, pero había una novedad que merecía ser contada, que un hombre que atendía el garaje de la vuelta de tu casa podía ser el que torturaba los miércoles y domingos. Esa postal inauguraba una conducta de lo que significó un país que fue derrotado en términos de su existencia. Hoy siento que Potestad tiene una vigencia que no tuvo ni siquiera cuando la estrenamos.
-¿Reestrenar Potestad hoy es fijar su posición política e ideológica?
-Reponer en el teatro Payró en pleno 2024 una obra que fue estrenada en 1985, para mí significa alzar la voz, decir: “Acá estoy yo”. Prefiero que la obra hable por mí y no salir a hablar en notas. Primero, porque en términos de dramaturgia es inigualable y segundo porque cuando se estrenó fue una crónica y hoy es un hecho que habla de complicidad civil, ya que nunca se acusó mucho a los sectores sociales que apoyaron la dictadura y que nunca reconocieron los desaparecidos. El “yo no sabía nada”. La obra es nuestra Esperando a Godot. Ya no es un hecho cultural, sino movilizador.
Para entender la cabeza y el sentir de Naum Briski, nacido el 2 de enero de 1938 y más conocido como Norman, hay que volver al pasado una y otra vez. Su padre, Felipe, escapó de la Polonia que poco tiempo después sería arrasada por el nazismo, mientras que su madre, Clara, provenía de Ucrania, dominada por la revolución bolchevique. Dos dinastías que confluyeron en la ciudad de Santa Fe y que resurgieron de las cenizas con un negocio de frutos secos que al principio dio sus ganancias hasta que comenzó a funcionar mal y toda la familia se trasladó a la provincia de Córdoba, donde vivieron en una pensión privada de todas comodidades.
“En mi casa siempre hubo una impronta de exilio. Mi papá era un hombre radicalizado, perteneció al Partido Comunista y era muy lector. Se supone que muchas cosas suyas pasaron a mi militancia por el peronismo. Como ese legado que indefectiblemente un padre le deja a su hijo, hasta repetir la instancia del exilio. En mi vida la historia se volvió a repetir varias veces, pero con otras caras y lugares. El mundo se pone difícil y la reacción parecería ser siempre la misma”.
Otras habilidades
-¿Desde chico quiso ser artista?
-Cada vez que me hacen esta pregunta reviso qué tan cierto era que desde chico quise ser actor. Creería que sí. Estudié para técnico electromecánico, fui campeón escolar de natación, bailaba bien y hasta fui mimo. Pero podría decir que todo comenzó en el Servicio Militar Obligatorio donde hice un pequeño cortometraje que se llamó Los pequeños seres, financiado por el Fondo Nacional de las Artes, vaya paradoja. En aquel momento, no sé ahora, ayudaba a los principiantes y quedé prendado de esa experiencia. Para mí, Buenos Aires no era una plaza laboral, solo el lugar donde probé por primera vez los langostinos una vez que vinimos con mis padres desde Santa Fe.
-Hizo el Servicio Militar en una época tormentosa del país. ¿Qué recuerdos le quedaron?
-Con los años, todo se vuelve benigno. Lo malo lo olvidás o lo negás y solo queda el recuerdo positivo. Tuve algunos percances discriminatorios por mis orígenes judíos, me querían mandar al sur, pero mi padre con algún contacto en el ejército logró que me dejaran en Buenos Aires. Estuve preso por algunas travesuras de adolescente y hoy con el tiempo diría que lo traumático me ayudó a fortalecer mi personalidad de actor. Son sentimientos a los que vuelvo cuando tengo que interpretar personajes oscuros. No tengo una imagen concreta de algo malo, pero sí esa sensación de no-confort. Sí recuerdo mi enojo por aquella novia a la que no me dejaban ver. Al ser joven no se tiene un registro del sufrimiento, porque la edad nos hacía creer que podíamos con todo.
-En su historia aparecen muchas ciudades, algunas obligadas, otras por propia decisión. ¿Siempre fue un ser tan libre?
-Siempre fui un aventurero. Hoy la edad es el ancla del músculo y diría que ya no, pero me gusta la aventura. Es una manera de no ver porque siempre el paisaje es nuevo, los lugares desconocidos, el corazón latiendo siempre a mil. Después aparece esa retrospección de analizar por qué cada camino andado, cada decisión tomada. Sin embargo, el saldo fue positivo en todos los casos.
¿Había planificación?
-Muchas veces no. Cuando me fui a los Estados Unidos a estudiar, en los años 60, tuve mucha inconsciencia. Muchos parientes me aguantaron poco. De Minneapolis me echaron. Una vez estaba en Chicago y no tenía dónde dormir. Agarré la guía y me fijé en los Briski que había, porque estaba cagado de hambre. Encontré un Briskin pero no me dejaron ni entrar. Se vivía un poco así. Mal no me fue, estuve un año y medio, di clases y conocí a grandes personalidades de la actuación, como Paul Newman, Richard Burton y mi amigo Lee Strasberg.
-España tal vez fue su estadía más larga.
-Entre 1975 y 1985 no podía estar en la Argentina porque estaba amenazado de muerte. La verdad es que prefiero decir que estuve navegando otros mares a decir que estuve exiliado. No me gusta el término “exiliado”. Y conocí hermosos países, como los Estados Unidos, México, Francia y España, donde siempre me brindaron cobijo (se emociona). Sobre todo los españoles y franceses, que me dieron su tiempo, espacio y trabajo. En Madrid llegué a filmar con Carlos Saura, porque entendían lo que estaba pasado en nuestro país.
-¿De todas sus etapas, cuál reconoce como bisagra?
-Yo iba a tener una beca para ir a Polonia a hacer una obra de Rodolfo Walsh. Estaba aprendiendo polaco, aunque mi maestra de polaco lloraba cada vez que lo intentaba hablar. Pero algo pasó, ya no recuerdo qué, y se canceló el viaje. Me terminé quedando acá y a los días me llamaron, por recomendación de mi gran maestro Juan Carlos Gené, para hacer La fiaca. Un grande que también murió, al igual que Tato y (Leonardo) Favio. Esa película fue una bisagra en mi vida. Me estoy dando cuenta que todos mis grandes amigos y maestros ya se murieron (se apena).
-En los últimos años, sus apariciones en el cine fueron verdaderas pinceladas artísticas, como en Argentina 1985 y El encargado. ¿Fue buscado, o simple casualidad?
-Un poco y un poco. En primer término, ya no tengo ganas de filmar seis u ocho semanas una película. Tampoco me interesa. Pero si hay un rol que me gusta, digo que sí porque actuar es lo sé hacer. También sé dónde está el mercado, y por eso a veces estoy ahí aunque cada tanto me dé el gusto de comprar alguna fruta fresca en el puestito de la esquina. Por eso estuve en una película nominada al Oscar, en una serie como El encargado y ahora que ya estrené Potestad, me dedico a mi próxima obra, Sexágono, la cual haré en mi teatro para poquitas personas con actores de mi escuela. Si hago algunas cosas es también porque me gustan las otras.
-Muchos actores de su edad quedaron fuera del sistema por no adaptarse a las nuevas épocas. No parece ser su caso.
-No reivindico el cine de antes, tampoco creo que el de hoy sea mejor. Claramente ya no soy parte de la industria, pero si les aparece un personaje que puedo protagonizar, saben que estoy. Si me convocan para una escena en la que actúo con Ricardo Darín, cómo voy a decir que no. Aparte de ser actor, Darín tiene noción de todo, de la dirección, del registro audiovisual, de lo que funciona, de lo que no. Y ante un profesional como él, soy humilde, me dejo guiar por más que le lleve 20 años de trabajo. A su vez, hace un tiempo filmé una película que se llama El pájaro azul, con un director muy meticuloso como Ariel Rotter que me hizo acordar a Fernando Ayala, que me indicaba hasta en dónde poner las manos, el pie. Y hago caso. No me pongo en “¿A mí me vas a enseñar?”.
-Hizo televisión, teatro y cine. ¿Dónde se siente más usted?
-A mi edad, me siento cómodo en todos lados. En un estudio de televisión, un set de filmación y sobre todo en un teatro. Siento que me respetan y yo respeto a todos. En los últimos años, lo único que me inquieta y me da más adrenalina es estar con mis gemelas, Sibelina y Galatea. Si trabajo, sea actor o director, lo que haya que hacer lo hacemos. Pero con mis hijas todo es diferente, todo puede pasar, no hay libretos y nadie dirige a nadie. Son energías que se encuentran, que conviven entre dos niñas de ocho años, un padre de 86 y una madre de 46. Y yo vivo en la duda de si lo que estamos haciendo está bien o mal. En la actuación mantengo mi infancia porque es un juego, pero en mi casa tengo que ejercer de adulto y con dos niñas pequeñas, se vuelve amorosamente inquietante.
Algunas postales de los días de Norman Briski en la actualidad lo muestran tocando el piano junto con sus pequeñas hijas, fruto del amor por su actual mujer, Eliana Wassermann, 40 años menor. Él les prepara el desayuno, les toca algunas melodías y hasta les improvisa algún cuento cuando las tablets y los celulares les deja lugar a la interacción humana. El presente es todo de ellas; sus otros tres hijos, con los que también tiene una relación fluida, son parte de sus anteriores gestiones amorosas. Gastón Briski es su hijo mayor, del matrimonio con Nacha Guevara, y Olinda y Catalina de su segunda mujer, Laura Melillo.
“Cuando dejan la pantalla, me pongo a jugar con ellas. Tengo que tener la lucidez para darle a mis hijas lo que esperan de mí. Hoy son mi prioridad. Disfruto mucho de estar con ellas, de cenar los cuatro juntos, con mi mujer; inventar cosas para que me presten atención es mi mayor desafío. Porque cuando vienen sus abrazos, ya está, siento que no me importa más nada. Todos los males del mundo se caen cuando estoy con ellas. Cada tanto nos juntamos todos los Briski, con algunas ex, y ahí aparece alguna tirantez, pero nada que no se pueda sortear ni olvidar rápidamente”.
-¿Podríamos decir que su otro lugar en el mundo es su propio espacio, el Teatro Caliban?
-Sí, podría decirse. Este teatro lo inauguré en 1987 porque me echaban de todos lados. Me echaron de la Avenida Corrientes porque mis estudiantes gritaban y puteaban. ¡¿Qué esperaban?! Veníamos de años de encierro y silencio, mirá si no iban a putear y gritar en un espacio libre como el teatro. También me echaron de un teatro en la calle Colombres, que era de un teniente. Yo lo no sabía. Al primer ruido que hicimos nos rajaron a todos (se ríe). Entonces acá puse mi espacio para que no me echara nadie. Con el tiempo le puse una buena acústica porque al principio me llegaban denuncias todo el tiempo por ruidos molestos.
-Aunque en democracia, los años 80 fueron convulsionados.
-Yo fui siempre como un torero, diría hasta medio inocente e idealista. Me pasaba de todo, pero yo seguía. Una vez estuve preso tres días en plena presidencia de Alfonsín, por asociación ilícita. Salió una publicación en el extranjero que tenía mi nombre y me vinieron a buscar. ¿Quién me sacó? Luis Brandoni. Y hoy no podemos ni hablar; cómo cambia todo. A los días me vino a saludar Raúl Alfonsín. Lo recuerdo patente, me dijo: “Usted siga con sus ideas y no claudique”. “Bueno, maestro” le respondí, “pero no me meta preso”.
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