No hay nada nuevo bajo el sol
No es novedad que el poder político se sirvió siempre del prestigio de los artistas -sobre todo, del de los denominados populares- para su propia exaltación. Lo que tal vez resulte novedoso es que el término para designar esa forma de propaganda sería "evergetismo". No lo busque, lector, en el diccionario. Al parecer fue Juvenal, el poeta satírico romano, quien acuñó el vocablo para fustigar la fórmula de "pan y circo", usada por los césares para mantener al pueblo en sujeción. La historiadora Nora H. Sforza parte de esa extraña palabra para construir su admirable estudio sobre Teatro y poder político en el Renacimiento italiano (1480-1542), entre la corte y la república (Letranómada Editora, 2008, 195 páginas), un libro tan hermoso como objeto cuanto por su contenido. Porque, aparte de la riqueza de los conocimientos que imparte su lectura, de ella se derivan reflexiones que nos remiten a circunstancias muy actuales.
La historia del teatro italiano y del entero teatro occidental está íntimamente ligada a la forma en que el Renacimiento recuperó las comedias de la antigua Roma, las de Plauto y Terencio, derivadas a su vez de originales griegos. Fue cuestión, ante todo, de traducirlas y eventualmente adaptarlas para ser representadas ante espectadores dotados de sensibilidad moderna. La recuperación se hizo por las dos vías que constituyen la tesis del trabajo: las representaciones, al comienzo exclusivamente privadas, en los ámbitos cortesanos, dando como ejemplo a la familia Este, de Ferrara, y las representaciones públicas, en las que la ciudad es el escenario, como en Venecia, sede de una república aristocrática. En ambos casos, el señor basa su derecho al mando no sólo en las armas, sino también en la protección y el cultivo de las artes y las letras.
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En el libro de Sforza, dos grandes escritores se benefician del sistema (sufren también sus aspectos menos gratos, y a ellos reaccionan con la sátira, formidable herramienta contra las tiranías): Ludovico Ariosto, el autor del Orlando furioso, en la corte de los Este, y Angelo Beolco, apodado Ruzante (del nombre de su personaje más popular, un campesino inculto, pero rebosante de ingenio), en la zona del Véneto, con Padua y su particular dialecto como centro. Formidable en su aparato bibliográfico y crítico, y fascinante en la lectura, el libro de Nora Sforza nos recuerda que, como decía Fellini, la naturaleza humana es la misma siempre, en todo tiempo y lugar.