Nicolás Cabré: de la gran enseñanza que le dejó su padre al gesto de Alfredo Alcón que lo envalentonó y lo que aprendió de la fama
Tiene 44 y una hija de 10, asegura que se siente más corredor que artista y que es feliz con sus amigos de la primaria, que no le exigen “que venda entradas”; el actor volvió a calle Corrientes y se encontró en un mano a mano sincero con LA NACION
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La escena era frenética. Él tenía amenazada nada menos que a Verónica Vega (Laura Novoa) con un revólver en el cuello y repetía frente a toda la brigada del comisario Chape (Osvaldo Santoro), con su altanera voz adolescente: “Sí, te equivocás, voy a disparar”. Ahí mismo aparece por detrás la figura chueca del Nene Carrizo (Adrián Suar) y le pregunta, “Perdón, ¿acá venden madera?”, y cuando se da vuelta, recibe un disparo en el hombre que hace concluir el episodio. Por aquellos años, más precisamente en 1996, aparecer en Poliladron era como la bendición actoral. El Olimpo, un guiño de futuro asegurado. Y si bien Nicolás Cabré ya había trabajado en La ola está de fiesta junto con Flavia Palmiero y en Son de diez, con Claudio García Satur y Silvia Montanari, el salto de calidad televisivo lo dio en ese capítulo donde era el antagonista de Suar. No solo un éxito de rating, sino, dicho por el propio Cabré, un casting en pleno prime time que le abrió las puertas de Polka, productora donde construiría el gran camino actoral que lo convirtió en una de las principales figuras del espectáculo argentino, con innumerables éxitos como Gasoleros, Son amores y Sin código, entre otros.
A sus 44 años, con una hija de 10 y disfrutando de la vida por fuera de su trabajo como nunca antes había hecho, Cabré reestrenó la obra Los mosqueteros del rey junto con Jorge Suárez, Fredy Villarreal y Nicolás Scarpino, bajo la dirección de Manuel González Gil. Y mientras en un ensayo previo, el escenario del Astral se iba configurando con las luces y la escenografía de la puesta, recibió a LA NACION para una charla que ahonda en su persona. A Cabré no le gusta hablar de su vida privada y delimita el área de interacción, pero algo en su temperatura mental no hierve como antes. Su hija Rufina lo centró, lo llenó de sabiduría -dice- y se nota en su mirada y en los tiempos que se toma para dar una respuesta sentida. Sonríe con dos tópicos -su hija y su padre-, baja la guardia cuando habla de trabajo y retrae su cuerpo cuando la pregunta apunta a su intimidad.
-¿Esperaban el éxito que tuvieron en la primera temporada de Los mosqueteros del rey?
-Era uno de los objetivos. Yo sabía que podía funcionar. Si bien a mi me convocaron para hacerla, lo cierto es que hablé mucho con Manuel (González Gil) para reflotarla. Porque me pasé escuchando anécdotas de la obra todo el tiempo cuando hice El cartero, con Darío Grandinetti, en el año 2000. Según tenía entendido, fue la obra éxito de los años 90 con Hugo Arana, Juan Leyrado, Miguel Ángel Solá y el mismo Darío. Manuel la tuvo encajonada todos estos años y eso que se la pidieron mil veces. Pero cuando se decidió a hacerla, que pensara en mí, me llenó de orgullo.
-Hacer una obra que en su momento fue muy exitosa, ¿no tiene una presión extra?
-Nunca me sumo al peso de lo que fue. Si fue un éxito, genial, pero a mí no me presiona el pasado. Lo mismo me pasó con Sugar. Si yo me hubiese puesto la mochila de Arturo Puig, Ricardo Darín y Susana Giménez, hubiese sido imposible hacerla. Pero ahí entendí que la gente tampoco espera que representes lo que fue. Nunca me pasó que me hayan dicho: “Sí, pero la anterior fue mejor”. Lo que sí me pasó fue que venga gente que ya la había visto, con su hijo o nieto y me feliciten. Entiendo el morbo, pero el público solo agradece.
-Tuvo su primera experiencia como director con la obra Tom, Dick & Harry. ¿Cómo le resultó?
-No fui director, solo dirigí. Para ser director me falta muchísimo, me falta equivocarme, fracasar, tener varios éxitos. Acá solo me puse a dirigir y que los actores me hayan escuchado, ya fue un montón. La experiencia me gustó y seguro lo seguiré haciendo. Reconozco que la obra y el grupo fue un acierto. Le está yendo muy bien y cuando algo funciona después se ve lógico, pero antes de estrenar, ver juntos a Mariano Martínez, Bicho Gómez y Yayo, fue fuerte. Hoy me resultaría imposible imaginarme a otros protagonistas.
-¿Cómo fue dirigir a un compañero de ruta como Mariano Martínez?
-Todo comenzó porque queríamos hacer algo juntos, pero yo estaba haciendo Me duele una mujer y no tenía tiempo. Entonces le dije que había una obra sobre tres hermanos muy particulares que era ideal para él, solo que yo podía dirigirlo nomás, pero sería también una manera de trabajar juntos. Y así arrancó todo.
-¿Cabré como director es…?
-Muy rompe bolas. Muy detallista. Voy todas las semanas a verlos. Lo que más satisfacción me da es que actores de ese nivel me escuchen. Darle una indicación al Bicho, a Yayo, a María Valenzuela, Oviedo, Sari, todos. Con Mariano ni hablar, nos conocemos mucho, no hace falta mucha marcación. Sabe lo que quiero y sé lo que puede dar. La química nuestra se mantiene intacta.
Discípulo de todos
-Trabajó con todos los grandes actores argentinos contemporáneos. ¿Podríamos decir que es discípulo de quién?
-Tomé enseñanzas de todos. Pero una de las personas que más me enseñó fue Alfredo Alcón porque siempre me motivó a que me expresara, a que opine y por él fue que muchas veces me animé a dar mi parecer. Al principio no, los primeros tres años de mi carrera, nadie me conoció la voz fuera del personaje. Alfredo fue el primero que confió en mi palabra. Cuando trabajamos juntos en Vulnerables, en nuestra primera escena me preguntó: “¿Qué hago?”. Yo tenía 23 años y le respondí: “Sos Alfredo Alcón, si no sabés vos, estamos en problemas”. Me respondió: “No, en serio, decime vos para dónde vamos”. Me llenaba de orgullo que las cosas que yo le decía, las hiciera. Él me obligaba a ser mejor. Su confianza me envalentonó.
-Sus trabajos siempre fueron en elencos corales; pocas veces fue la única estrella.
-Fue buscado. Siempre que me ofrecían ser protagonista, decía que no. Yo buscaba el roce con los mejores. Antes de empezar a trabajar yo miraba [el programa de] Alberto Olmedo, y que mi primer trabajo en una serie sea en Son de Diez, junto con Javier Portales para mí fue un sueño del que no quería despertar. Pero para no despertar tenía que dar lo mejor de mí, y que eso rindiera. Cuando no actuaba, me sentaba a mirar. Las escenas entre García Satur, Montanari y Portales eran las clases de teatro que nunca tomé. Y como soy muy autocrítico, no me importaba quién estuviera adelante, yo siempre tenía que hacer mi mejor actuación. No me podía permitir quedar obnubilado por actuar con Portales, Guillermo Francella, Grandinetti o quien sea.
-A los 22 años, protagonizando Son amores, ya era una de las máximas figuras de la televisión argentina. ¿La fama no lo complicó?
-Siempre supe que el trabajo era lo único que importaba. Nunca me abracé a la fama ni me aproveché de eso. Choqué con la prensa por todos lados, me equivoqué mucho pero porque soy así, y no voy a cambiar. Lo que no me gusta, no me va a gustar nunca. Querían que jugara a un juego que no me interesaba y del que nunca me sentí parte.
-¿Esa forma de ser la construyó en el ambiente, o es un aspecto familiar?
-Uno no puede escapar a su esencia. Algo habré heredado, pero lo que sé es que las luces del éxito son una mentira. No soy el capo que muchos dicen y tampoco el demonio que otros creen. Lo único real es el trabajo, las dos horas de teatro que hago para el público, el resto no interesa. Tampoco me condiciona. Siempre hice mi vida. Mi ídolo siempre fue mi papá y manejaba un taxi. Hoy me va bien y todos me dicen que soy un fenómeno pero mañana me va mal y no me saluda nadie. Mis amigos siempre fueron los mismos y me reciben si vendo cien mil entradas o si suspendo porque no vino nadie. En la calle soy uno más y en mi vida soy el papá de Rufina, el que trabaja de actor y el que tiene pasión por el running.
-La anécdota dice que su amigo Facundo Espinoza le pasó el teléfono de un casting, usted fue y quedó en La ola está de fiesta. Si le hubiese pasado un teléfono de una prueba en Vélez, ¿la historia hubiese sido distinta?
-No, porque yo desde chico quería estar en el programa de Flavia. Sin embargo yo jugaba al fútbol y tuve una prueba en San Lorenzo. Acompañé a un amigo a probarse y como faltaba uno para que sean 11 contra 11, entré. Me pusieron de líbero (sonríe), pegué dos bochazos (larga la carcajada) y se ve que le puse actitud porque me pidieron que siga con ellos, pero a mí no me interesó. Yo ya trabajaba y estaba convencido de la actuación. De esa época recuerdo el esfuerzo que hacían mis viejos para llevarme al programa de Flavia, porque ellos trabajaban los dos y mi papá no podía perderse el día de taxi. Se alternaban. Eso sí lo heredé y lo replico con mi hija.
Papá corazón
-¿El nacimiento de su hija Rufina le cambió la vida?
-Absolutamente. Empecé a tomar conciencia de la velocidad con la que pasan las cosas. Rufina me llenó de disfrute y por primera vez me hizo estar atento a los momentos. Quiero disfrutarla, acompañarla. Lo tuve claro desde que nació. No quería que un día me avisaran: “Mirá que tu hija cumple 10 años” y yo todo ese tiempo en un estudio de televisión trabajando, como hice durante mi adolescencia y juventud. Hoy, lo que más me importa es disfrutar del crecimiento de Rufina.
-Como una revancha con usted mismo.
-Siempre fui el que no estaba: en mi familia y en mi grupo de amigos. En cumpleaños, fiestas, partidos de fútbol, vacaciones. Tuve muchos años de trabajar todos los días y me preguntaba para qué lo hacía y no le encontraba la vuelta. Recién encontré la respuesta cuando tuve a mi hija en brazos. Hoy logré un equilibrio. Hacer teatro me da la posibilidad de estar presente en muchos momentos. Ir contento a los lugares es algo nuevo para mí que estoy disfrutando mucho. No me recuerdo sonriendo tanto como con ella. Antes me decía “No tengo tiempo”, “no puedo”, “no estoy”; hoy es todo lo contrario. Reconozco en varias cosas mías a mi padre. Lo tengo muy presente (falleció en 2014) y mi vínculo con mi papá me marcó mucho. Siempre digo, con ser para Rufina el dos por ciento de lo que fue mi padre conmigo, ya estoy feliz.
-¿Al Cabré que la prensa no conoce, dónde lo encontramos?
-Tomando un helado con mi hija, llevándola al colegio. En el club, cuando iba a comer asado con mi viejo y sus amigos. Ahí era el hijo de Perico. En los lugares donde soy el chico de la tele no me encuentran. Cuando estoy con mis amigos, que son los mismos de la primaria, ahí soy uno más. No esperan nada de mí más que estar juntos y disfrutar de un asado, un partido de fútbol, un truco. No sacan ventaja con mi presencia y eso me hace muy feliz.
-¿De dónde surgió su pasión por el running?
-Cuando nació mi hija, inmediatamente me di cuenta que lo que más quería era vivir el mayor tiempo posible para acompañarla lo que más pueda. Y la primera medida que tomé fue dejar el cigarrillo. Yo fumaba mucho. Empecé a invertir en mi salud. Y correr me hizo conocer gente que estaba en la misma. Empecé de a poco y fui investigando. Me vi hablando horas sobre zapatillas, carreras, etcétera. Es un mundo saludable donde no existe el “es verdad lo que dijeron en la tele que estás con tal o cual”. Encontré otro lugar donde podía ser yo. Hoy me siento más corredor que actor.
-Su hija tiene ya 10 años. ¿Si le pide ser actriz, acepta?
-No tengo problema con que quiera ser actriz. Siempre la voy a acompañar en sus decisiones. Igual, no confundiría ser actriz con trabajar. Son dos cosas diferentes. Si quiere ser actriz, primero que estudie; en su momento, empezará. Si me piden que trabaje ahora, diría que no. Llegaron muchas propuestas, pero por ahora no. Entiendo que es una contradicción, porque yo soy quien soy gracias a que mis viejos me llevaban adonde les pedía, pero ella tiene otra realidad, que yo no tuve. Que haga hockey, natación; que vaya al colegio, incluso que tome clases de actuación, pero hay etapas que es mejor no quemar.
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