Murió el gran director argentino Jorge Lavelli, una figura clave del mundo del teatro y la ópera
Quien desde joven se radicó en París, falleció luego de haber montado importantes espectáculos que marcaron el mapa de la renovación escénica
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Tras una larga enfermedad, a los 90 años murió el gran director Jorge Lavelli, una de las figuras claves de la ópera y del teatro argentino. En 1960, se había radicado en París cuando apenas tenía 28 años, desde donde logró una verdadera proyección internacional. Nacido en Buenos Aires el 11 de noviembre de 1932, en su larga, prestigiosa y premiada trayectoria como director de teatro y de ópera realizó diversos montajes en Europa, Estados Unidos y América Latina.
“Lavelli era alguien que descubría mundos en el escenario. Era un ser curioso y un gran lector y también en Francia fue una figura importantísima en el panorama teatral del siglo XX, puesto que él fue el primer director del Théâtre National de La Colline, una sala consagrada a autores contemporáneos. Jorge era un descubridor de la literatura teatral, de imágenes teatrales; alguien con un imaginario en el cual se mezclaba lo oscuro y lo luminoso siempre a través de un prisma que nos hacía mirar hacia las profundidades secretas de nuestra humanidad”, apunta a LA NACION Marilú Marini desde Madrid, en donde está presentando una obra dirigida por Alejandro Tantanian. Alfredo Arias y Lavelli fueron los embajadores de la escena porteña que, desde finales de los sesenta, marcaron buena parte de las puestas más renovadoras de París.
En teatro montó obras de Witold Gombrowicz como textos de Fernando Arrabal, Copi, René de Obaldia, Peter Handke, Harold Pinter, Serge Rezvani y Roberto Athayde. Ha puesto en escena además piezas de Oskar Panizza, Eugene O’Neill y Mihail Bulgakov. Y clásicos de Séneca, Pierre Corneille, Goethe, Anton Chéjov, Camille Claudel, Federico García Lorca y William Shakespeare. En 1969, creó en Avignon una primera forma de teatro musical con Orden de Bourgeade y Arrigo iniciando de ese modo otra etapa de su trabajo dedicada a la ópera. Allí puso en escena a compositores contemporáneos como Ravel, Debussy, Stravinski, Bartók, Prokófiev, Ohana, Nono, además de Bizet, Rameau, Charpentier, Haendel, Beethoven, Gounod, Verdi, Puccini, Bellini y Mozart.
Cuando vino a Buenos Aires a montar en el Teatro Colón Idomeneo, la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart, tuvo un largo encuentro con LA NACION. En ese ida y vuelta y en función de su largo camino recorrido se le consultó de qué se sentía orgulloso. Lavelli se quedó como sorprendido por la consulta. “No, no soy una persona que sienta esas cuestiones. Sí consideraría algunas cosas que entiendo como conquistas sobre mí mismo, sobre mi capacidad de trabajo, sobre mi proyección imaginativa, sobre ese ir al fondo de ciertas ideas. El resto lo atribuyo a la vida, pero he tenido períodos muy malos, en los que no sabía qué hacer”, apuntó con suma honestidad en uno de los camarines del Colón, sala en donde había montado El caso Makropulos, de Janácek, en 1986; y Pelléas et Mélisande, en 1999.
Lavelli perteneció a una familia de trabajadores. A los 15 años tuvo su primer trabajo. Una vez terminado el secundario, se anotó en Ciencias Económicas. Duró poco. A los 18 largó la facultad para dedicarse de lleno al teatro. “La economía era un instrumento de la política y nunca me topé con lo científico. Eso me desanimó”, recordó alguna vez. Ese mismo año debutó como actor en La gaviota. En 1960 ganó una beca del Fondo Nacional de las Artes para estudiar en Francia. Victoria Ocampo era la presidenta de esa entidad. Se fue a París en barco. Ese largo trayecto por el Atlántico tuvo sus cosas. En pleno cruce oceánico, la nave pegó la vuelta a Recife para dejar en tierra firme a una mujer embarazada. Después de muchos más días de lo previsto, el barco llegó a Hamburgo. De allí se fue a París en tren.
Hablaba poco francés. No paraba de ver espectáculos, de hacer cursos. Tenía hambre de teatro. Semanalmente, enviaba unos informes a Victoria Ocampo, que se perdieron con el tiempo. No tenía idea si iba a quedarse allí. A poco de vencer el plazo de la beca, le llegó una carta: por el entusiasmo demostrado, le ofrecían prolongarla. Con el tiempo, Francia fue su otra patria.
Ya maduro, Lavelli fue elegido como director fundador del Théâtre National de la Colline de París, entre 1987 y 1996, espacio consagrado al descubrimiento y al estreno de autores del siglo XX. Inauguró las dos salas de ese teatro con El público, de García Lorca y La visita inoportuna, de Copi. Allí dirigió además obras de Billetdoux, Lars Norén, Gombrowicz, Steven Berkoff, Thomas Bernhard, Ramón del Valle-Inclán, Eugène Ionesco, George Tabori, Edward Bond, Arthur Schnitzler, Slawomir Mrozek, Serge Kribus y Brian Friel, entre otros.
Sobre su propio estilo, este señor de trato amable que le gustaba pasear por Buenos Aires, reconocía que su punto de partida era que todas las cosas innecesarias, los objetos que no tienen ningún discurso en sí mismo, estén excluidos de sus montajes. “No puedo aceptar algo que no cumpla una función. El juego del teatro es una constante oposición de energías. Como pasa en la vida, eso es un conflicto permanente. Con esa perspectiva, no puede ser que se cante un aria sin que esa interpretación esté alimentada por una idea, por una sensibilidad, por una búsqueda. Lo accesorio me interesa cada vez menos. Claro, es una apuesta difícil. En el teatro eso ya es complicado y, más aún, en el teatro lírico, porque hay una tradición de trabajo en cadena. Si hasta grandes tenores hacen un mismo rol durante años, se suben a escena con el mismo vestuario y terminan dándole indicaciones al director. El teatro lírico tiene un costado enfermo. Es su parte menos divertida. Es un principio totalmente decadente y burgués”, reconocía quien en su momento fue señalado como un “niño terrible” de la escena francesa.
Con la vuelta de la democracia al país, así como sucedió con Alfredo Arias y Marilú Marini que también se radicaron en París en la misma época que lo había hecho este genial puestista, Lavelli fue varias veces convocado para dirigir en el Teatro San Martín. En la sala Martín Coronado montó Yvonne, princesa de Borgoña, de Gombrowicz, con Elsa Berenguer, Juana Hidalgo y Luis Politti, entre otros; Seis personajes en busca de autor, de Luigi Pirandello, con Leticia Brédice, Lidia Catalano, Patricio Contreras y Rita Cortese, y Mein Kampf, farsa, de George Tabori, con Alejandro Urdapilleta y Jorge Suárez.
En 1997, dirigió en Madrid Eslavos, de Tony Kushner, con Blanca Portillo en el elenco y, fiel a su estilo de siempre estar pendiente de los dramaturgos más contemporáneos, como había sucedido con Copi en los 60 y 70, en 2003 estrenó con la Comédie Francaise, En casa/En Kabul, del mismo autor.
En Francia fue nombrado Caballero de la Orden Nacional del Mérito en 1992 y ascendido a Comendador de la Orden de las Artes y las Letras, en 1993. En 1994 recibió el título de Caballero de la Legión de Honor. Años después, la ministra de Cultura y Comunicación le entregó la insignia de Oficial de la Orden Nacional del Mérito y, en 2012, Frédéric Mitterrand, el que fuera ministro francés de Cultura y Comunicación, le concedió la insignia de Comandante de la Orden Nacional del Mérito.
Hoy, el teatro argentino perdió a uno de sus verdaderos referentes o “un genio, un mago”, como declaró al diario español El País la actriz Blanca Portilla al enterarse de su muerte.
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