Murió Eduardo Rovner, el violinista de la dramaturgia
"Soy una máquina de hacer. Tiene que ver con mi personalidad. Vivimos en una sociedad que habla todo el tiempo sobre lo que habría que hacer. Yo hago". De esta manera sencilla el autor y director Eduardo Rovner explicaba cierta compulsión que tenía por desarrollar múltiples actividades. El creador, que falleció ayer en Cariló a los 76 años, dejó un legado muy importante. Cerca de cincuenta obras teatrales, la edición de libros que publicó a través de la editorial Emergentes, que él conducía y la producción de materiales teóricos reunidos en la revista Espacio de crítica e investigación teatral que dirigió entre las décadas del 80 y el 90.
La conexión de Internet rebotaba por los bosques de Cariló y naufragaba en los balnearios deshabitados de los primeros días del otoño. Hace algunas semanas, un sábado a las 7 de la mañana, Eduardo Rovner comenzaba, como todos los días, su rutina de escritura en su casita de la costa atlántica, su refugio y su templo. La inspiración lo encontraba trabajando y Rovner trabajaba mucho. Comenzó con el epíteto con el que llamaba a algunas personas más jóvenes –"Pichi"–, un sobrenombre que al principio no me gustaba, pero que después, (solo) pronunciado por él, empecé a querer. No era despectivo ni arrogante, porque él no lo era con nadie. Rovner era un caballero de formación clásica y de modales ya casi en desuso. Se adueñaba de las palabras y tenía el poder de cambiarle el significado, de hacerlas sonar diferente. "Pichi, te llamo así nomás, como se hacía antes. Quería saber cómo estabas", comenzó. Recién ahora entiendo que llamaba para despedirse. Me calmaba con su voz de barítono mientras yo apuraba mis respuestas para que el precio de la llamada larga distancia no le hiciera luego estragos en su factura de teléfono.
Rovner tenía muchos planes. Escribir o ver crecer a sus criaturas eran solo dos de ellos. Sus obras cobraban vida, empezaban a hablar diferentes idiomas y se adaptaban a diferentes escenarios. Desde hacía décadas las visitaba por el mundo, algunas ya consagradas y otras en vías de serlo. Si el teatro es la expresión artística más prestigiosa de la Argentina, Rovner es uno de sus principales embajadores. Es, en presente, porque aunque su muerte nos haya sorprendido sus obras tienen vida y relieve, continúan recorriendo salas y teatros. (¿No será todo esto una broma del mismo pícaro que escribió Volvió una noche?) En España, una versión de esta comedia, dirigida por César Oliva, recorre el país y en Madrid realizará una temporada en la segunda mitad del año en la sala Fernando Fernán Gómez. También se representa Cuarteto desde hace seis temporadas, a cargo del grupo Contraste. Además, en República Checa Volvió una noche inició su decimo sexta temporada siempre a sala llena.
Las piezas de Rovner se estrenaban casi de inmediato, aún con la tinta fresca y con el aroma de su casa de la costa atlántica, en ese oasis de pinos cerca del mar. Minucioso, generoso y específico en sus didascalias, cada acotación, de la escenografía, del vestuario y de los infinitos tonos, matices y gestos que puede brindar un intérprete, es, en realidad, en su obra, mucho más que una acotación. Rovner traza una auténtica guía, un faro para que los realizadores puedan trasladar a escena esas galaxias tan ricas que nacen de su inspiración. Y lo hace con una habilidad extraña para el mundo de los autores que es la de acompañar sus textos con un pensamiento racional, arquitectónico, vicio profesional de su formación como ingeniero.
Rovner era también violinista, egresado del Conservatorio. Músico de formación, con su oído avezado y conocimiento profundo en la materia, aparecen un vasto abanico de instrumentos y de géneros musicales en sus piezas. "Todo lo que hice, todas mi profesiones, me fascinaron. Las amé, pero un día empecé a escribir. Uno busca maníacamente, desde un lugar de deseo, un lugar en el mundo", decía a LA NACION en 2013.
La mayoría de los personajes de Rovner son artistas e intelectuales –escultores, pintores, músicos, compositores, profesores, profesionales prestigiosos y también amateurs, aficionados o cualquiera fuese su status, pero seres dotados de una sensibilidad estética. Todos ellos están creando algo en escena: una obra de arte, un plan, una farsa, una representación, una alternativa, en definitiva, una vida distinta, en el mejor de los casos, una vida mejor. Seres desesperados, frustrados, confundidos, osados, valientes, víctimas de la incomunicación y de la soledad pueblan sus páginas, pero también fantoches (Cuarteto).
El teatro de Eduardo Rovner es político y de denuncia, sin ser teatro, paradójicamente, político, en términos de contenido (Illia, que interpretara Luis Brandoni, es el más evidente). En su dramaturgia hay una reflexión sobre la marginalidad, el devenir de la sociedad, lo justo/injusto, el liderazgo carismático y el abuso de poder, incluso del surgimiento de fanatismos depredadores.
Rovner no escribía teatro; lo componía. Sus guiones son partituras teatrales, donde se cuela el tango, el jazz, la ópera o la canzonetta napolitana. Su formación como violinista en el Conservatorio es audible en cada una de sus piezas y no es solo por la presencia explícita de géneros musicales, sino porque es un arquitecto del ritmo, la tensión y también de la armonía, un ingeniero de la puesta en escena que cimenta columnas en sus tan precisas didascalias.
El teatro de Rovner, una joya de la retórica, dialoga con otras artes y a su vez en sus textos hace dialogar a sus personajes, lejos de otras propuestas contemporáneas donde las sordas criaturas se comunican a los gritos.
Contaba Rovner que pocos minutos después de que su padre muriera en el salón de su casa, su madre, incapaz de soportar la muerte de su marido, desgarrada de dolor, abandonó la vida. Así nació la idea de Volvió una noche, una pieza sobre fantasmas que no atemorizan, sino que son poderosos, influyentes, tiernos y eternos. Te voy a matar mamá, en otra línea, continúa con esta idea.
Larga vida para Rovner que, como sus personajes, nos va a seguir espiando y cantando tangos desde otra dimensión no muy lejana. E incluso hasta nos haga bromas, como un hombre invisible, pero con la voz y la dicción perfecta de un autor virtuoso e inteligente que ya es un clásico del teatro universal.
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