Moscú Teatro, la sala que desarrolló su propio anticuerpo contra la desilusión
La nueva sede de Moscú Teatro está en Villa Crespo. A pocas cuadras estaba la antigua sala que, debido a un aumento de alquiler, los directores, dramaturgos, escritores y actores Francisco Lumerman y Lisandro Penelas, fundadores del teatro, tuvieron que dejar en diciembre. Dieron con este nuevo espacio en el cual trabajaron duro durante todo el verano. Reabrían a fin de marzo, estaba todo listo. Pero vino la pandemia y todo quedó detenido. No les quedó otra que resetearse. Como dicen ahora a LA NACION durante una charla en el nuevo teatro, confían en los anticuerpos contra la desilusión que ejercitaron duro durante la pandemia. En dos semanas, se permitirán el gesto poético y político de reabrir la puerta de la sala ubicada en Velasco al 500. En estos tiempos de contrapuntos tan extremos de una misma realidad esto sucede mientras otras tantas salas alternativas están cerrando sus puertas. El caso más paradigmático fue el reciente final del Banfield Ensamble Teatro, el faro cultural del sur del conurbano.
La historia de esta sala tiene, como todas, su prehistoria. "Moscú Teatro como espacio apareció cuando tuvimos la necesidad de tener un lugar para dar clases -reconoce Lisandro, actor, director y profesor tanto de actuación como de clown-. Cuando lo conseguimos nos dimos cuenta que nos daban ganas de montar lo que estábamos ensayando en ese espacio y nos largamos. El lugar fue creciendo, los espectáculos permanecieron a lo largo del tiempo, venía gente. Eso fue así durante cinco años. La idea de mudarnos nos daba temor, el macrismo no ayudó a la proyección de este tipo de espacios; pero el dueño anterior nos dijo en octubre que a partir de diciembre debíamos pagar el doble. No tenía sentido seguir ahí".
Lisandro y Francisco se conocen desde los 13 años. Estudiaron juntos en Andamio '90, la mítica sala de Alejandra Boero.Hace 5 años fundaron Moscú Teatro, la sala que quedaba a pocas cuadras en las que explotaron al máximo cada metro cuadrado. La escenografías estaban escondidas detrás de cortinas, había un único baño tanto para actores como para público, los elencos se cambiaban junto al boletero, entrar la escenografía por la escalera era todo un desafío. "Era muy difícil decirle a alguien que presentara su trabajo en esas condiciones, nos daba vergüenza", confiesa Francisco, quien este año tenía previsto un estreno en el Complejo Teatral de Buenos Aires.
Luego de aquella reunión con el dueño de aquel diminuto espacio salieron con la cabeza un tanto estallada. Tenían que dar una clase, pero prefirieron dar unas vueltas manzana por el barrio para pensar un poco. Esa misma noche decidieron mudarse. Lisandro, así parece, es un especialista para buscar lugares. Él había encontrado la primera sede y fue quien dio con este galpón que estaba lleno de máquinas y de alfombras. Cuando lo vieron por primera vez no lo dudaron. Mucho más teniendo en cuenta que no querían dejar al barrio donde hay varias salas alrededor. Todo sumaba. También el nuevo espacio les permitía sumar metraje para nuevos públicos o para los más de 170 alumnos que toman clases, el verdadero sostén económico de esta especie de fábrica escénica en donde Francisco estrenó la obra El amor es un bien, un exquisito montaje que no paró de expandir su marcha. "Esa fue una obra que creció, que tuvo su público, que llenó durante tres años. Cuando se fue a El Camarín de las Musas también anduvo bien superando los 35 espectadores que, como máximo, podían entrar en el viejo Moscú", apunta el director y dramaturgo de esa obra chejoviana que estará haciendo funciones en el ciclo de Teatro de verano que organiza el Metropolitan Sura.
Una vez mudados al nuevo espacio durante diciembre, enero y febrero los directores, dramaturgos, docentes y gestores también tomaron un curso intensivo de maestro mayor de obras. Fue poner piso, subir paredes, techo ignífugo, instalación lumínica y una larga lista de cosas que todavía ahora mismo siguen desplegando sus formas. Para afrontar el desafío quemaron buena parte de sus ahorros. "Nos dieron mecenazgo, que todavía no nos llegó el dinero; y un subsidio de habilitación del INT, que cobramos", reconocen. A mecenazgo se presentaron en agosto, recién cuando tuvieron el contrato del nuevo alquiler el trámite pudo avanzar y fue aprobado. "Claro que conseguir un mecenas en medio de la pandemia fue muy difícil porque nadie estaba pagando Ingresos Brutos. Fue una secuencia tragicómica", cuentan entre risas. De todos modos, entre las dos ayudas oficiales apenas se llega a los 450.000 pesos cuando la puesta a punto del lugar costó mucho más (tanto, que no quieren sacar las cuentas).
Franciso y Lisando comentan todo esto en el futuro hall de la sala que está, todavía, en obra. En una de las paredes hay una nota periodística de LA NACION sobre la apertura de la sala. La firma Carlos Pacheco. Su título es "Cómo concretar los sueños". "Ayer, justamente, vi esa nota. Lo que hacemos responde a cierta lógica de seguir algún impulso, de tirarnos a un abismo. Esa nota daba cuenta de eso, pero no teníamos mucha conciencia de lo que se venía", reflexiona Lisandro. Ambos estudiaron con Alejandra Boero. La gran dama y gestora del teatro independiente siempre les decía que lo complicado no era abrir un teatro, sino que siga existiendo. "Ahora, observando esa nota, me doy cuenta de que aquel desafío no es el mismo que el actual. Reconozco que me da orgullo el camino transitado, no puedo evitar esa sensación", apunta Francisco quien se queda en un largo silencio. El nivel de inocencia actual es otro. Por necesidades y urgencias en estos cinco años tomaron una especie de doctorado en gestión cultural independiente. En estos días se topan con el desafío de abrir el nuevo Moscú Teatro con la mirada puesta en la curva de casos de coronavirus que va aumentando.
Para Moscú Teatro el tránsito de este año fue tan duro como un invierno ruso. A fines de marzo estaban por presentar una obra en un festival. Pero todo quedó detenido cuando el 20 de ese mes se estableció la cuarentena. En un principio, pensaron que era cosa de unas semanas. Ya sabemos que no fue así. "¿Para qué sostener todo esto?", se preguntaron varias veces. Saben que abrir ahora no tiene sentido económico, pero el impulso tiene algo de lo vital, de aquello que soporta la lógica económica. Francisco Lumerman llega a otro punto de reflexión que excede a la historia de la sala: "Claramente la actividad cultural independiente está afuera de la agenda política. No le interesa a nadie. Ya lo sabíamos, pero ahora quedó todo más expuesto". Paralelamente descubrieron que para mucha gente Moscú Teatro era ya un lugar importante, un refugio. En estos tiempos complejos para sostener el lugar armaron una membresía de 1200 pesos, se anotó más gente de la que esperaban. Así fueron armando una red de contención. El mismo dueño del espacio decidió bajarle el alquiler mensual. "Esto es un disparate", se dijeron otras tantas veces; pero acá están.
El 15 de enero abrirán. Contra vientos y mareas. Lo pensaron en noviembre, cuando la curva era otra. Pero ya está. Confían en los anticuerpos contra la desilusión que ejercitaron durante el tiempo de confinamiento como de distanciamiento. Abren con El amante de los caballos, que dirige Lisandro Penelas. Seguirán con el Festival Lazo, que entra en diálogo con otras salas amigas de geografías distantes, jornadas reflexivas abiertas, monólogos femenino y el reestreno de El río en mí. otro elogiado y premiado montaje de Lumerman que iban a reponer en marzo. Lo de abrir con El amante... tiene algo de cábala: fue el mismo título con el cual se inauguró el viejo Moscú Teatro.
Aquella sala tenía 70 metros cuadrados. La actual, algo más de 200. En aquella entraban con toda furia unas 35 personas. La actual tiene dos espacios. Uno, para 40; y el otro, para 100 personas. Claro que con aforo limitado al 30 por ciento podrán entrar 35 personas. O sea, la misma capacidad que el viejo Moscú Teatro. La cábala y lo cíclico en la historia de una sala decidida a generar sus propias vacunas.
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