Es un terremoto conceptual y es considerado “el maestro” por la dramaturgia argentina; pero se sumergió en una nueva aventura narrativa, su primera novela, inspirada en una historia de amor de otro grande: Eduardo Rovner
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Es probable que sea uno de los pocos maestros que reconoce nuestra escena. Maestro así, con mayúscula. Su nombre por sí solo indica una invitación a una experiencia estética exquisita, que el público, la crítica y el propio sector artístico ya reconocen como una gran marca autoral. Sabemos de antemano que ir a ver una de sus producciones será un deleite, al tiempo que una invitación a un juego sobre tradiciones y convenciones del pasado que, como miembros de la misma cultura, podremos reconocer inmediatamente, aunque no se tenga una formación específica en la materia. El teatro de Mauricio Kartun se disfruta. Es una invitación a un juego que nada tiene de superfluo y que, si se quiere, puede dar inicio a una deriva casi infinita por el entramado de una cultura tan rica y atractiva como la local.
Al tiempo que es sinónimo de éxito en la escena independiente y oficial, Kartun es uno de esos gestores que ha sabido construir instituciones que han marcado a fuego el desarrollo de nuestra escena. Conversar con él de manera distendida es un modo de meterse en la historia del teatro local, un pequeño viaje hacia un pasado revisitado con la pasión de un niño que se sorprende ante cada cosa que encuentra, y un terremoto conceptual desde el que se sostiene y fundamenta cada una de las afirmaciones. Un hombre amado por sus pares y que conserva en su mirada una chispa de curiosidad que es parte de la vitalidad que luego también se encuentra en su escena, y que es la misma mirada vivaz y perspicaz que se observa cuando habla de su gran maestro, del hombre que en algún punto cimentó al artista que hoy lo define: Ricardo Monti. Cuando habla de él, cuando lo evoca, parece más bien un acto de invocación. Recuerda conversaciones y palabras, así como también algunos de los conceptos de hoy que se encarga de transmitir a sus alumnos: hablar de la “imagen generadora” es hablar del proceso creativo autoral de Monti, pero también del propio Kartun. “Cuando voy caminando o estoy haciendo algo, distraído –suele decir–, aparece esa imagen que, reconozco inmediatamente, será la génesis de algo mayor”.
Es probable que esa misma curiosidad lo haya vuelto un maestro complejo, que no se dedica a transmitir modelos creativos de una prole que lo imite, sino artistas que estén dispuestos a introducirse en senderos creativos que tengan el poder de deslumbrarlo también a él. Y el único modo de hacerlo es caminar por sendas por las que él no necesariamente ha transitado. “En mis talleres –cuenta en su departamento de Villa Crespo a LA NACION–, cuando algún participante se pega mucho a alguno de mis trabajos se lo señalo, con insistencia, porque para mí lo divertido y lo interesante está siempre en aquel que busca algún tipo de ruptura, que busca traspasar las fronteras de lo conocido”.
Será tal vez por esa búsqueda que estando totalmente consagrado en un sistema artístico, el teatral, ahora salió a circular por otro, sabiendo que ese otro tiene sistemas y lógicas de legitimación totalmente singulares y diferentes de las del teatro. Salo solo, el patrullero del amor es la primera novela que Kartun escribe y que acaba de publicar el sello Alfaguara en su Narrativa Hispánica. Es que probablemente el maestro, como nos gusta llamarlo, disfruta mucho de la novedad que le implica saberse leído y circulando en un ámbito completamente ajeno al que le ha dado pleno reconocimiento hasta ahora. Una frase de la novela, resaltada por la propia editorial, explica parte de esta lógica. Salo es un viudo que ha decidido encontrar nueva pareja. Se lanza en busca de de una mujer luego de seis años de la muerte de su esposa. En ese tiempo fue acostumbrándose a su nueva realidad pero sigue dependiente, para dormir, de una pastillita que haga que la cama king size sea menos deprimente. Y visita a un nuevo médico que le dice, tal vez, la frase que podría funcionar de disparador y de matriz empática para el lector: “Circule, Salomón. Circule. En los lugares de siempre no va a encontrar nada”. No podríamos decir que el autor no encuentra nada en los lugares de siempre, porque cada uno de sus proyectos nos ha llevado a lugares distintos, pero hay indudablemente un deseo en él que lo ha llevado a circular por caminos que no ha transitado hasta ahora: la narrativa.
“Es cierto, cuenta, que en mis inicios yo me dedicaba a la narrativa. Pero una vez que descubrí la dramaturgia me quedé allí. Yo era un estudiante desastroso, de esos repetidores que sabés que no van a terminar el colegio pero, al mismo tiempo, era un lector muy curioso. Y disfrutaba de escribir. Pero nunca pensé que eso se iba a profesionalizar en mí. Fui en el Gran Buenos Aires, de donde soy, a una especie de taller que daba un periodista, Hugo Loiácono, en el que me dio una clave sobre mi principal falencia como autor en ese entonces: ‘tus diálogos son muy duros, Mauricio, ahí está tu problema’, me dijo. Te recomiendo que escribas teatro porque es la mejor forma de entender cómo funcionan los diálogos”. Ese consejo fue, tal vez, el responsable de todo lo que vino luego. Yo no podía imaginarme al teatro desde el punto de vista de la literatura. Pero cierto día, caminando por la avenida Corrientes encontré un cartelito pegado en la calle, de Nuevo Teatro, que ofrecía un curso de dramaturgia que daba Pedro D’Alessandro. Y me anoté. Este docente venía de estudiar en los Estados Unidos y traía la escuela de un gran maestro, Lajos Egri, autor de un libro clásico de enseñanza a la dramaturgia: Cómo escribir un drama. Y rápidamente me introduje en el universo teatral y vi las ventajas de la dramaturgia, y esa posibilidad de reescritura y, desde entonces, soy dramaturgo.
–¿Pero tenías relación con el teatro?
–Mis padres eran muy teatreros. Todos los sábados veníamos desde San Martín al centro de la ciudad a ver teatro y entonces lo tenía en mi sistema de consumos culturales, pero leer teatro me aburría. Nunca podía terminar de leer ninguna obra.
–¿Y a qué creés que se debe que en este momento de tu vida y de tu carrera te hayas lanzado a la narrativa?
–En parte es responsable la pandemia. Yo tengo una casa en Cariló, en donde paso largas temporadas y, por sobre todo, cuando estoy avocado a terminar algún texto. Muy cerca de mi casa está la casa de un amigo, ya fallecido, Eduardo Rovner, con quien pasábamos horas conversando y riendo a lo loco. Él era muy divertido contando anécdotas. Y recuerdo perfectamente un relato acerca de sus peripecias buscando una pareja luego de su primera separación. Fue tan divertido el relato que se ve que quedó en mí. Protegido por la naturaleza y el paisaje pasé la pandemia en ese lugar. Y en mis caminatas reflexionaba acerca de qué iba a hacer, cómo iba a encarar lo que se venía. Sabía que iba a ser una estancia larga lejos de la ciudad, que no habría la posibilidad de hacer teatro por un buen tiempo, como efectivamente ocurrió, y entonces se me ocurrió armar algo a través de las redes sociales. Yo soy bastante activo en redes y en ese contexto se me convirtieron en el único nexo posible con la realidad. Estaba en el medio de un bosque, sin teléfono celular ya que no uso y ese era mi contacto con el mundo. Además empezó a pasar algo raro. El lector de redes sociales, que es muy dinámico pero distraído, no leía largas parrafadas. En cambio, en la pandemia, angustiado ante su propia soledad o necesitado de llenar el tiempo comenzó a leer textos de otra extensión. Y eso me resultó mucho más acorde a mi mismo. Empecé así a escribir algo que fui publicando como en capítulos. Armé un blog con eso que todavía circula por allí. Y la gente comenzaba a preguntarme “¿cuándo sale el próximo, Mauricio?”. Me di cuenta de que había un interés, que allí había algo. No tenía en claro qué pero algo. Lo llamé Konsuelo (se lo puede leer en https://konsuelofolletin.blogspot.com). Y gracias a esa experiencia, y en función de haber recordado el deambular de Eduardo Rovner en busca de nueva pareja, me puse a escribir este otro material. Terminaron siendo unas quince historias, creo, que se iban publicando de tanto en tanto. Los mandé a la editorial, para que me dijeran qué pensaban, y eso llevó a que aparezca esta novela en el formato de “Las aventuras de…” que me entusiasma mucho también porque será, para mí, algo muy sorpresivo. ¿Cómo será leída? ¿Cuál será su recorrido? En teatro yo tengo más o menos claro cómo suceden las cosas, porque es un territorio que conozco mucho, pero este me resulta totalmente novedoso.
–¿Pero no se trata entonces de tu primer ejercicio en narrativa?
–No, de hecho hay por aquí, entre todos estos objetos, un premio que recibí de muy joven por narrativa –señala de manera vaga algún estante de los muchos que en ese gran living alberga una biblioteca repleta de libros que la desbordan y que tiene, además, una gran cantidad de objetos entre los que se encuentran los múltiples premios recibidos a lo largo de los años–. Yo tenía alrededor de 20 años, estaba terminando la escuela luego de repetir tres veces el año, trabajaba en el Mercado del Abasto y escribía cuentos cortos. Pero luego, al descubrir mi voz en el teatro me quedé allí, en esa experiencia colectiva. Creo que algo de la soledad de la literatura no me funciona tanto. El teatro y su necesidad de lo colectivo siempre es algo fascinante, el encuentro con los actores primero, con los distintos rubros técnicos luego y finalmente con el público. La narrativa, en cambio, tiene en esa soledad la necesidad, por ejemplo, de tener un gran editor que oficie de ese gran lector con quien tener diálogo. No creo para nada casual que los grandes autores hayan trabajado siempre con grandes editores, que los ayudan a leer y pulir los textos. Esa sensación de estar marchando en una neblina absoluta es lo que prima en la narrativa. El teatro, en cambio, es proferido y da así la posibilidad de leerlo todos los días y saber si funciona o no; las estructuras son más cortas y las posibilidades de corrección durante los ensayos son infinitas.
–¿No te considerás, entonces, un autor de gabinete, de esos que escriben solo por escribir sino que básicamente escribís para luego montar?
–Tengo textos que he escrito y que luego no he montado, pero disfruto enormemente tanto del proceso de investigación que requiere cada texto que escribo como del momento en el que ese texto se encuentra con los actores y comenzamos el montaje. Ver la apropiación que cada actor hace de esas voces que escribí en soledad es un proceso que me sigue fascinando y en donde encuentro un gran placer.
–No debe ser fácil que ese juego de lenguaje, tal como funciona tu dramaturgia, que implica un viaje hacia estructuras dramáticas y convenciones literarias del pasado, sean de pronto atravesadas por actores y por cuerpos contemporáneos. ¿Cómo es ese proceso?
–De una enorme complejidad. Tengo una anécdota que describe muy bien esas operaciones. Cuando estábamos haciendo la primera versión de Terrenal ocurrió algo muy singular. La vestuarista Gabriela Fernández había hecho un diseño fabuloso y consiguió materiales que se habían envejecido, ajado, para mostrar el tema del tiempo también desde ese lenguaje. Y era hermoso. Pero en un momento se me acercó y me dijo: “Mauricio, hay un problema, mirá esos cuerpos. La ropa dice una cosa, pero ellos son cuerpos de Palermo”. Y fue tal cual. Había ahí un tema que es precisamente el que señala la pregunta: ¿cómo hace un cuerpo que es por definición un cuerpo modelado por su presente, para albergar esa discursividad de otro tiempo? Y fue ella la que encontró una solución: les diseñó y realizó unas especies de almohadones que deformaban por un lado su cuerpo al tiempo que a los actores les modificaba la postura y los relacionaba de un modo diferente con su propia corporalidad. Al día de hoy esos almohadones siguen siendo parte fundamental de su trabajo... y también lo más complejo de limpiar.
–¿En qué momento de tu vida aparece esa fascinación por el pasado, que se expresa tan bien en el Kartun coleccionista?
–Creo que desde siempre. Pero no se trata de que me gusta lo viejo por sí mismo sino que lo que me causa enorme atracción es lo que yo llamo la pátina, es decir todas esas marcas que esos objetos van teniendo hasta llegar al presente. Te diría que por ahí pasa mi fascinación y hasta en buena medida cada texto que escribo es una excusa para lanzarme en esas búsquedas. Soy un comprador de esos que va a lugares exóticos en búsqueda de un objeto que supo que había en algún lugar lejano e inhóspito de la ciudad, que compra todo lo que encuentra en plataformas de venta online y que creo que me podrán servir para alguna investigación futura o presente. Y conservo todo eso. Si mirás a tu alrededor ahora mismo verás que esos tiempos pasados están todos aquí, en la sala. Pero no me interesan ellos en cuanto objetos sino en cuanto al discurso que portan sobre el tiempo a través de esa pátina. Y así como hablo de objetos puedo decirte lo mismo de la música. A mí me interesa mucho ese objeto o ese artefacto cultural, material o inmaterial, que habiendo tenido una funcionalidad en su tiempo, hoy está despojada de ella y habla de otra cosa.
–¿Y cuándo te convertiste en maestro?
–Eso se lo debo a Roberto Cossa. Yo lo conocía a él porque mi mujer había trabajado en una obra de teatro suya como actriz. Íbamos a comer y charlábamos bastante. Cierto día le surgió la posibilidad de dar un taller de dramaturgia en el marco de Teatro Abierto y él, que no se consideraba apto para esa tarea, me ofreció hacerlo de manera conjunta. Lo hicimos con unos quince participantes más o menos y, al terminar, ellos me ofrecieron seguir, pero de manera privada. Busqué un lugar y, desde aquel entonces, nunca he parado. Es algo que disfruto mucho y que también le debo a mi maestro Ricardo Monti. Yo hacía talleres con él y me daba cuenta que cuando hacíamos devoluciones, él tomaba muy en cuenta mis aportes. El hecho de que él hiciera eso me fue dando confianza como lector, como alguien capacitado para introducirse en lo profundo de un texto y encontrar sus fortalezas y debilidades. Y, en parte, eso es lo que sigo haciendo hasta el día de hoy con mis alumnos.
–¿O sea que podría decirse que los talleres son un poco por casualidad también?
–No sé si tanto. Pero sí es cierto que como alumno repetidor del colegio yo no sentía que pudiese ser maestro de nada. Pero junto con esa experiencia con Tito Cossa un día me llamaron de Trelew, ya que querían hacer una experiencia de dramaturgia. Obviamente acepté, pero dado que allí no había tradición alguna, debía comenzar de cero. Y es ahí cuando comencé a garabatear las zonas más teóricas de mi pensamiento como docente y que son la base de mis seminarios, que están divididos en una parte teórica y en otra práctica.
–¿Y el cine? Tenés alguna experiencia allí como actor. ¿Cómo la recordás?
–Trucha. Experiencia muy trucha y siempre muy menor, pero sí tengo. Y está relacionado más bien con una parte trágica de nuestra historia. Cuando llegó la dictadura militar, mi mujer y yo nos quedamos sin trabajo. Ingresamos en la lista de los artistas “prescindidos por el Estado”. Para aquel entonces había trabajado con Pino Solanas en la escritura del guion de una película que nunca se estrenó, y había hecho las murgas y las canciones de la película Los hijos de Fierro. Tanto él como Augusto Boal, con quien había también trabajado, me decían que teníamos que irnos del país porque estábamos en riesgo, pero con mi esposa decidimos quedarnos, en un gesto claramente irresponsable y temerario. Mi mujer trabajaba en el viejo Rojas, la por entonces llamada Sala Argentina, lugar considerado como de Montoneros, y yo daba clases en la cátedra de Historia Nacional y Popular de Horacio González. Yo recurrí a mi faceta familiar de vendedor y no puedo decir que me haya ido mal. Pero, al mismo tiempo, en ese contexto espantoso del país había un grupo de personas, que algún día habría que estudiar, que hacía un gran trabajo de solidaridad y que colaboraba en buscar trabajos a los artistas que estábamos desocupados. Y fue así como apareció el cine, como actor. Yo soy fatal como actor. Tengo un serio problema: no puedo memorizar un texto. Por eso aceptaba películas comerciales en las cuales no tuviese letra. Creo mi récord han sido ocho palabras seguidas, lo máximo que puedo retener y repetir.
Para agendar
Salo solo. El patrullero del amor, editorial Alfaguara.
La vis cómica, a partir de junio, en la sala Leónidas Barletta, Diagonal Norte 943.
Salvajada (sobre el cuento Juan Darién de Horacio Quiroga y dramaturgia de Kartun, con dirección de Luis Rivera López, a partir de julio, en el Teatro Nacional Cervantes.
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