Matar a un elefante: un reencuentro de amigos con efecto cómico innegable
Un grotesco cordobés que dialoga con el universo de Manuel Puig y conforma un retrato del humor y la desesperación al mismo tiempo
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Autor y director: Franco Verdoia. Intérpretes: Gabriel Carasso, Berenice Gandullo, Julieta Lastra, Gerardo Serre y Sebastián Suñé. Vestuario: Jorge López. Escenografía: Alejandro Goldstein. Iluminación: David Seldes y Matías Sendón. Música: Ian Shifres. Sala: Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815) . Funciones: jueves a domingos, 17.30 h. Duración: 60 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
La oposición pueblo-ciudad, que muchas veces implica hablar de un choque entre tradición y progreso, vuelve una vez más al teatro de Buenos Aires para continuar con una temática que ha sido muy transitada en los escenarios y que tiene como primer antecedente el texto M’hijo el dotor, escrito por Florencio Sánchez en 1903 y que inició el despliegue de un universo realista costumbrista, que tuvo grandes hitos en la escena nacional, entre los que se encuentra La pilarcita, obra de María Marull que está cerca de cumplir 10 años en cartel.
En esta misma exploración se ubica el último estreno del Teatro Nacional Cervantes: Matar a un elefante, una obra escrita y dirigida por Franco Verdoia, el mismo autor de Late el corazón de un perro. El espectáculo dialoga también con el universo de Manuel Puig, tanto en el estilo de los personajes, como en la propia biografía del escritor, quien retrató el imaginario de su localidad General Villegas y siempre sintió el agobio de esa vida de pueblo y la certeza de no encajar con las costumbres y el pensamiento de sus habitantes.
En este espectáculo, Verdoia apunta a la amistad: ¿Cómo se sostienen los amigos de la infancia cuando hay uno que se va, mientras que el resto queda en el mismo lugar durante décadas?, ¿Cómo se relacionan esos mismos amigos frente al éxito internacional de uno de ellos que escapó y reniega de sus orígenes? El espacio de esta historia es una casa en un pueblo de Córdoba, en la cual cuatro amigos se reencuentran ante la llegada de Amadeo, un artista visual que se volvió famoso y cuestiona, con sus creaciones, su pueblo natal. Los reclamos, la vida estancada, el esnobismo, el estatuto del arte, todo se pone en cuestión mientras se mide el valor real de esas amistades.
El género elegido por el autor y director para contar esta historia es el grotesco. Con precisión, un grotesco cordobés: la tonada, la forma de comunicarse y las personalidades de los personajes están exageradas con los colores de esta región. Con distintos estilos que cambiaron a lo largo de la historia, el grotesco trabaja con la deformación de una forma reconocida. En este caso, lo que se deforma es el universo de “lo cordobés” con sus modos de hablar, su humor y el cuarteto como sonido de fondo.
Un mundo con corporalidades
Uno de los puntos más fuertes de este espectáculo es esa capacidad que logró el director junto con los actores de retratar el humor y la desesperación al mismo tiempo: los personajes no se toman en serio, si alguien sufre, desacreditan su dolor y le hacen un chiste; si alguien está desesperado, lo plantea con un tono cómico, tan exagerado, que alivia la angustia real de lo que relata. Esa fusión entre lo trágico y lo cómico, esa capacidad de poder reírse y llorar al mismo tiempo es una de las claves del grotesco, que en Matar a un elefante está muy bien desarrollada.
Gabriel Carasso, Berenice Gandullo, Julieta Lastra, Gerardo Serre y Sebastián Suñé son los actores de este espectáculo que terminan de construir el mundo con sus corporalidades, actitudes, miradas livianas y sensibles al mismo tiempo. El texto construye con suspenso los motivos por los cuáles Amadeo (el amigo famoso) fue declarado persona non grata en su pueblo. En distintos momentos se habla de un video, sin dar detalles, que se viralizó y puso a este artista visual en el foco de los comentarios de toda una comunidad. Entre los viejos amigos, el misterio de una obra de arte inclasificable y la vuelta a la infancia, el protagonista enfrenta de manera silenciosa una crisis de identidad. ¿Quiénes somos realmente? ¿La vida que se forjó en la infancia o la que se reinventa en la adultez, con una notable fragilidad?
Matar a un elefante tiene momentos insólitos, en los cuales el sentido común se pone en cuestión y el efecto cómico es innegable. En esos casos, también, nada es lo que parece: un vestido que no termina de ser, un cuerpo que no se entiende cómo vive y la metáfora de un elefante de circo, que está justo en ese pueblo y es asesinado. Otro de los misterios que se cocinan en el relato y se aplica a la crisis que vive el artista que vuelve al pueblo: matar a uno de los animales con mayor capacidad cognitiva y memoria a largo plazo es una imagen que remite a otros significados. ¿Acaso es posible desterrar el pasado y eliminar de la tierra algo tan enorme? Como si faltara un guiño más, los personajes viven en un pueblo en el cual el circo con animales está permitido, pero los tatuajes no. En ese choque de la lógica, una chica decide tatuarse un iceberg: esa montaña de hielo que se esconde bajo el mar, el sinónimo de lo no dicho en la literatura, también es lo que subyace en este espectáculo.
La escenografía más parecida a una oficina con cubículos que a una casa, apunta a esa distancia con un verosímil realista, aunque una silla con rueditas y un sillón, rodeados por paneles grises, no termina de aportar la potencia que tienen los personajes en sus estilos y modos de relacionarse. La iluminación, que crea colores desde abajo, y arma distintos planos y ambientes, logra mimetizarse con el espacio y contribuye con este mundo muy parecido a la vida, pero que en su deformación nos muestra la bestialidad de la naturaleza humana.
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