Más teatro japonés: kabuki y noh, en el recuerdo
La columna de la semana pasada, sobre el teatro japonés visto por Marguerite Yourcenar en su libro Una vuelta por mi cárcel , interesó a varios lectores que me piden algo más sobre esas formas teatrales tan distintas de las nuestras. Sin la más remota intención de competir con la ilustre autora de Memorias de Adriano , intentaré evocar aquí mi experiencia como espectador de kabuki en Tokio, en 1964. En octubre de ese año, la revista Primera Plana me convirtió en su enviado especial a las Olimpíadas, celebradas en aquella ciudad. La sorprendente designación (los deportes no figuran, en absoluto, en mi lista de intereses, ni vitales ni profesionales) suponía un criterio: un cronista de espectáculos tendría una visión del certamen muy distinta de la de un especialista.
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Estuve diecisiete días en Tokio, donde aprendí, entre otras cosas, que -por lo menos entonces- más útil que hablar inglés era el lenguaje de los gestos, y que si no hubiera puesto un cortés pero firme término al intercambio de mutuas reverencias, todavía estaríamos haciéndolas allá, mis interlocutores japoneses y yo. Aproveché una tarde para asistir a un espectáculo de kabuki en el teatro donde tradicionalmente se lo representa. Detalles al paso: la mayoría de los espectadores japoneses llevaba la merienda (pescado seco, deduje por el olor, tenue pero inequívoco; más algo dulce, supongo) en cajitas de laca prolijamente envueltas en pañuelos de colores, y comía con una pulcritud y delicadeza por completo ajenas a nuestros consumidores locales de pochoclo en los multicines. Otro: fue la segunda vez durante mi estada que una señora me ofreció gentilmente su asiento, mejor ubicado que el mío, y no tuve más remedio que aceptarlo, ante su denodada insistencia.
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La primera de las historias que presencié trataba de una malvada bruja que, disfrazada de princesa perdida en la nieve de la alta montaña, seducía al viejo asceta que habitaba en la cumbre. Al comienzo, el asceta semejaba un montón de trapos sucios, tirados en el suelo: un anciano esmirriado, puro hueso y pelo blanco, cadavérico casi, inmóvil. Cuando los hechizos de la bruja surtieron efecto, en un abrir y cerrar de ojos (tan sólo el lugar común expresa lo que ocurrió), en una milésima de segundo, sin explicación racional posible, el desecho humano se alzó, transformado en un guerrero imponente. Alto, con negra y lustrosa cabellera atada en un rodete en la nuca, mueca feroz, armadura, espadón en mano y los hombros erizados de pequeñas banderas agitadas por la furia bélica. Cómo lo hizo, es un misterio poético que habla de siglos de tradición y de un entrenamiento implacable. Lo único comparable que he visto en el teatro occidental es el tránsito de la mocedad a la vejez, ida y vuelta, de Norma Aleandro, en La señorita de Tacna .
Tras la historia del asceta y la bruja, y un breve intervalo, siguió uno de los muchos cuentos que el kabuki reserva al Shishi, la figura del león. Una máscara impresionante: una enorme cabeza de felino, blanca, de la que brota una crin también blanca y sedosa, larguísima, que la envuelve como una móvil aureola de flecos plateados, y un cuerpo sinuoso, cubierto por una larga túnica de seda (roja, en esa ocasión), que se desliza, casi reptando pero a fantástica velocidad, por la pasarela que desde el escenario se proyecta hacia la sala. Las historias del Shishi suelen ser burlescas y ésta lo era, sin duda, a juzgar por las risas -moderadas, corteses- de los espectadores.
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En 1978 actuó en la Sala Martín Coronado del San Martín, la Escuela Hosho de Tokio, la compañía nacional de noh, el teatro ritual japonés. El teatro serio, diríamos, dedicado a los temas elevados y poéticos, rigurosamente codificado en sus acciones. Representó dos obras, Hageromo y Tsunemasa . No recuerdo cuál de ellas fue, pero nunca olvidaré lo que vi. Actuaban un humilde pescador y un ángel. En el tramo final, el ángel ascendía al cielo. Cómo lo hizo, no lo sé; pero sin despegar los pies del tablado, creó la ilusión perfecta de levitar.