Este año interpretará a una mujer en Julio César, junto a Moria Casán; está considerado uno de los mejores actores de la escena nacional y el cine lo convoca asíduamente.
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Cuando a los actores y actrices se les pregunta por qué actúan, suelen responder con sus inicios. Algo o alguien los ubicó delante de esa puerta, la abrieron y ya no pararon más. Un artista como Mario Alarcón, por ejemplo, cuenta que quería ser abogado pero el elogio de la profesora de Literatura de quinto año, al escucharlo interpretar un texto de Miguel de Cervantes, hizo su mágico efecto y cambió el rumbo. El porqué actuar habrá que buscarlo en lugares más resbaladizos, en la incomodidad de estar ante los demás sin máscara, en un modo de avanzar que, como el agua, toma forma en su cauce.
Con una trayectoria de las más prestigiosas en el medio, ganador de varios premios teatrales (por Jettatore, en 2012, se llevó el María Guerrero, el Trinidad Guevara y el ACE como mejor actor protagónico), nominado al Martín Fierro por la tira Entre caníbales y muy buscado por el cine (Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristarain; El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella; y, entre otras, El robo del siglo, de Ariel Winograd), a este actor que los más jóvenes vieron en La vis cómica, de Mauricio Kartun, lo han distinguido con el Konex de Platino como actor de la década.
–Siempre de bajo perfil
–No es una postura, soy así. Iba a la Superior de Comercio de Rosario, una escuela pública pero donde asistían hijos de profesionales y políticos, gente de una posición social más elevada que la de mi familia, hijo único de un empleado raso y ama de casa. Para ganarme unos pesos, trabajaba los fines de semana como caddy de golf con otros pibes que, en un 80 por ciento, venían de la villa a laburar. Me sentía culpable de ir a uno de los mejores colegios de Rosario siendo de clase media baja y caddy de golf, era una contradicción que me molestaba, me daba cierta vergüenza, me sentía un impostor, alguien que transitaba por dos mundos opuestos sin pertenecer a ninguno. El humor me permitía zafar, imitaba a profesores, hacía cosas para agradar, inconscientemente claro, recién con el tiempo me di cuenta.
–Actor de la década 2011-2021, según el jurado de los Konex. ¿Sentís que estos últimos años fueron los mejores o que decantaron, por fin, los anteriores?
–En primer lugar, reconforta recibirlo, es muy lindo, sobre todo al estar ternado con compañeros como Jorge Suárez, Osmar Nuñez, Claudio Da Passano y Diego Velázquez, que respeto y admiro, es una alegría realmente. Por otro lado, nunca fui de hacer balances. El antes y el después en mi vida se divide cuando me interné por alcoholismo a fines de los ochenta, hace 30 años que no tomo. Después de eso, empecé a trabajar sin parar.
Como quien mira hacia atrás con alivio la anécdota más oscura, habla del tema abiertamente. Dice que a lo mejor le sirve a otros aunque ni intenta dar consejos: ‘’Me ayudaron mucho el médico y la psicoanalista que me trataron. Era depresivo, me desvalorizaba, mi personalidad era así y ellos me sacaron de eso, pude descubrir lo que era capaz de hacer’'.
–¿Antes trabajabas menos?
–Tenía trabajo. Pero cuando estás metido en una adicción, estás tomado por eso, no pensás en otra cosa y lo demás lo hacés mecánicamente. Hice Taxi, la primera con Carlín Calvo y Ricardo Darín en Mar del Plata, me dieron por primera vez un premio, el Estrella de mar Revelación, era 1985, mi peor momento.
–¿Podías trabajar?
–Sí. Instinto de supervivencia. Antes de subir al escenario, nunca tomaba. Después sí. Y era más joven, se aguanta esa vida, ahora me muero. Supongo que algún trabajo perdí por eso, yo no me enteré pero no sería raro que alguien dijera ‘’a este mejor no’'.
–¿Tus compañeros te ayudaron?
–La que más me ayudó fue mi mujer. Lamentablemente ella murió y yo sigo vivo. Ella buscó el lugar, hizo los trámites... y yo lo acepté, quería cambiar. Hice todos los deberes y salí como un bebé que empieza de nuevo, nervioso. Lo primero que hice fue El barrio del ángel gris, la de Alejandro Dolina, me llamó Lito Cruz.
Solo, en 1968, vino de Rosario a Buenos Aires. Atrás quedaba un año aprobado en Derecho, la colimba en Formosa y los primeros pasos en el teatro independiente. En 48 horas consiguió trabajo en una proveeduría y un lugar en una pensión en Caballito. En 1970, pasa a integrar el elenco estable de la Comedia Nacional del Teatro Cervantes y en 1976, el del Teatro San Martín, con figuras de mucho prestigio. A los 26 años, junto con Ulises Dumont, interpretaron a los criados de La dama boba, de Lope de Vega, en 1971, cuando se cumplían los 50 años del Cervantes.
–¿A quiénes recordás de aquella época en el San Martín?
–A muchos... Estuve en Hamlet (1980), el que protagonizó Alfredo Alcón. Gracias a él debuté en cine, en El agujero en la pared (David Kohon, 1982), un fracaso total. Pero como la gente de cine ve cine y no teatro, fue gracias a esa película que me salieron otros papeles. Un año después me enteré por qué me habían llamado. Kohon quería para el personaje de “el Demonio” a alguien que diera porteño. Tiraban nombres como Claudio García Satur, así. Y él, Alfredo, me recomendó a mí. Nunca me lo contó. Era de una profesionalidad extraordinaria.
–Siguiendo con el San Martín pero en 2000, ¿por qué no actuaste en Mein Kampf, la farsa (George Tabori) con Alejandro Urdapilleta y dirección de Jorge Lavelli? Empezaste a ensayar.
–Porque me fui. Me torturó este hombre, Lavelli. La pasé muy mal. Mirá que yo ya era grande, tenía experiencia pero llegaba a mi casa y no dormía. Esa clase de personas si te agarran muy joven, te cagan la vida. Cosas absurdas. La sala Martín Coronado pelada es una cancha de fútbol. Te marcaba un lugar donde pararte.
Entonces, Alarcón se levanta de la silla y en el bar, muy poco concurrido, actúa aquella escena que no va a olvidar: ‘’Me paro y él viene, a medio metro, y grita ‘Te dije que te pares acá’. Solo conmigo tenía ese trato. Nunca me había pasado algo así pero sí había sido testigo en otros casos. No sé qué les pasa por la cabeza a los directores, a algunos, para hacer eso. Y le dije que me iba, que buscara a otro. ‘Pero cómo te vas, si sos un buen actor y yo acá no conozco a nadie’. Le dije ‘gracias’ y que lo tenía a Jorge Suárez, un gran actor que además sabía ídish. Yo necesitaba de la fonética para hacer a Herzl. Y le fue bárbaro. Igual quiero decir que siempre lo pasé bien, esto fue la excepción”.
–¿Con qué directores lo pasaste mejor?
–La verdad, con las tres mujeres que me dirigieron: Alejandra Boero (Alma en pena), Helena Tritek (El jardín de los cerezos) y Laura Yusem (Del sol naciente). Qué comodidad. Otro trato, otro respeto. También lo pasé muy bien con Juan Carlos Gené (El avaro), un tipo hosco pero muy inteligente; con Agustín Alezzo (Jettatore), una maravilla, un ser humano extraordinario, quería a los actores. Porque hay directores que no quieren a los actores, cada uno tiene su cabecita loca.
A Mauricio Kartun lo conoció en Teatro abierto. Era el autor de Cumbia, morena, cumbia, la obra que interpretó junto con Ulises Dumont, en 1983. Con el dramaturgo y director volvió a trabajar en La vis cómica, la comedia sobre una compañía española itinerante durante el Virreinato que se estrenó en 2019 en el San Martín, volvió en el FIBA 2020, fue nominada a varios premios ACE (en el rubro Actor, tanto Cutuli como Alarcón) y en abril se reestrena en Caras y Caretas con el mismo elenco menos uno, reemplazado por Horacio Roca.
–¿Por qué no vas a estar?
–Hace más de tres meses me llamó José María Muscari para trabajar en Julio César (tragedia de William Shakespeare) para hacer de Calpurnia, la mujer de Julio César que hará Moria Casán, en el cine teatro La Plata (hoy parte del Complejo Teatral de Buenos Aires). Me atrajo esa transgresión y le dije que sí. Pasados esos meses, me llamó Kartun para volver con La vis cómica pero ya me había comprometido para el otro proyecto. La de Muscari va sábados y domingos, el resto de la semana tengo libre pero no se pudo combinar. Fue muy placentero hacerlo, nos llevamos muy bien.
Más cinéfilo que teatrero a pesar de su carrera en los escenarios. Lo asume aunque a sus compañeros y colegas les enoje un poco: “Me pasa eso, soy más espectador de cine, voy más. Me gusta comprar mi entrada y tomarme un café, todo el ritual, e ir a una función con poca gente”. Este año acaba de estrenar En la cabeza de papá, de Walter Tejblum, con Sergio Surraco; terminó de filmar Chau Buenos Aires (Germán Kral, un argentino que vive en Alemania) junto con Rafael Spregelburd y Carlos Portaluppi, en posproducción. También terminó el rodaje de una de terror, un género que no había transitado, Los olvidados 2, de Nicolás Onetti. Y ahora está filmando otra de Mariano Argento, El portal, donde interpreta a un portero, “el que bicha todo y averigua qué pasa en cada departamento”.
–Es muy recordado tu juez de El secreto de sus ojos. ¿De dónde lo sacaste?
–Fui al casting. No tengo problema. Depende de para quién, obvio. La intuición te funciona, el texto te lleva. Y la observación. Conocí a un juez muy famoso y mediático, ya murió, que iba a un baño finlandés, de vapor, ya cerró, al que yo iba de vez en cuando. Invitaba champán para todos, muy cholulo el tipo, me decía ‘’qué bien estás en la novela’'. ¡Qué hacía un juez mirando una novela a las dos de la tarde! Y otra vez tuve la oportunidad de verlos en acción por un pequeño episodio judicial por el que pasé por putear a una abogada que me había hecho mal unos papeles. Eran casos muy menores, ruidos molestos, ese tipo de cosas, nada prestigioso. Y sin embargo, se gritaba el “de pie’', “sentarse’', cada vez que entraba el juez. Muy bien empilchados, se sienten seres superiores, tienen eso.
–Querías ser abogado en la adolescencia. ¿Y la política qué lugar ocupaba?
–En las reuniones de familia, que éramos muchos con tíos, abuelos, primos, se quedaban jugando a las cartas y hablaban de política. Siempre se mencionaba a Lisandro de la Torre, con ese nombre crecí. De pibe, en época de elecciones, escuchaba a todos, me iba de un acto a otro. Todos me parecían interesantes. No podía ser, algo estaba mal, cómo era posible que todos parecieran convincentes. Claro, todos mentían. Me gusta la política, no militar, pero sí estar informado, quiero saber. ¿Sabés qué personaje me gustaría interpretar en teatro? Ricardo III. Meterme en esa locura, la ambición de poder.
–También podés contarles a tus nietas que trabajaste con Al Pacino y John Cusack
–Sí, claro. En No somos animales (2013), de Alejandro Agresti. Él no me llamó, fue una secretaria que me dijo que era para trabajar en una producción con Al Pacino. Pensé que era una cargada y le seguí el tren. Y era verdad. Aparece la voz de Pacino, por teléfono. El que vino fue Cusack. Yo tenía que hacer un monólogo en un bar y él escuchaba desde una mesa.
–¿Dirigiste o dirigirías?
–Ni loco, no. Enseñar tampoco. Puedo hacerlo y lo hice un par de veces que me pidieron. Pero no es lo mío.
–¿Te confundían con Pablo Alarcón?
–¡Sí! Y siguen. “Pablito, Pablo”, todavía hoy.
–¿Y los palos de golf?
–Aprendí a jugar cuando era caddy. Es apasionante, no parece pero lo es. Pero no, ahora no juego, es un deporte muy caro.
–¿Ves a tus compañeros del secundario?
–Los egresados 1963 se siguen viendo cada año hasta el día de hoy y cuando puedo, voy yo también.
–¿Estás feliz con tu recorrido?
–Sí, estoy conforme. Lo más importante, que me he dado cuenta en estos últimos años, es que mis pares me reconocen, me respetan, bah, eso, no sé con qué palabra decirlo.
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