Mariano Stolkiner: el gran contemplador
Dueño de la sala El Extranjero, es uno de los directores más interesantes de la escena porteña
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En el bar de su sala, El Extranjero, que inauguró en 2010, en la zona del Abasto, Mariano Stolkiner, director, docente, autor, gestor cultural y actor, cuenta que el teatro, en su niñez era uno de sus juegos preferidos. “Cuando se reunía la familia en casa de mi abuela, en mitad de la cena, los primos nos retirábamos a una habitación y armábamos una obra de teatral, que luego mostrábamos a los adultos”. A sus 47 años, este nuevo estado de situación que atravesamos, lo impulsó a mostrar dos propuestas que –como todo en su teatro– inquietan, despiertan en el espectador reflexiones que, quizás, hasta ese instante no se las había cuestionado. Una de ellas es Zoraida, la reina del Abasto. Audiodrama. Capítulo 1, sobre una inmigrante colombiana, que tiene como escenario las calles adyacentes a su sala, en Valentín Gómez 3378. La siguiente es El año de Ricardo, cuya autora es Angélica Liddell, una creadora que fue entrevistada por El País, de España, en estos días. Les obsequió un título apabullante: “Todo lo considero desde la perspectiva de mi muerte. No sé vivir, no sé”. Basada en Ricardo III, de Shakespeare, para nuestro entrevistado, la pieza “habla de las relaciones entre cuerpo y poder, entre lo privado y lo público. Eso es lo que sostienen a este Ricardo monstruoso, exhibicionista y cínico, que aprovecha los puntos débiles de los regímenes legítimos para justificar su repugnante alianza con la injusticia”. Estas palabras que pueden dejar mudo al que las lee, es algo que también le ocurre al público, luego de ver esta puesta en escena, con magníficas interpretaciones de Horacio Marassi, Alejandro Vizzotti y la cantante Magdalena Huberman.
El teatro que propone Mariano Stolkiner, arrasa, impacta, a través de unos personajes que son como una síntesis de ficción, entre el ser humano y el contexto en el viven, o se desarrollan. Y a los que se observa en continua pugna con su entorno. Una prueba son las obras que ha elegido para llevar a escena, Cleansed y Phaedra’s Love, de Sarah Kane; Shopping and fucking, de Mark Ravenhill: Iván y los perros, de Hattie Naylor; Biolenta, delicado emparche femenino, de Carolina Vergara Olivetti; o Bajo el bosque de leche, de Dylan Thomas.
–¿Con qué palabra definirías tu estética, tu teatro?
–Me cuesta calificar lo que hago. Diría que hago teatro combativo. Pero no porque esté ahí para luchar en función de una idea definida. Sino combativo por poner en crisis algunas ideas que nosotros traemos como muy establecidas, como normativas sociales, ideas existenciales. Esto que quería expresar, lo encontré en la inglesa Sarah Kane y luego en otros autores.
–¿Qué valor le otorgás al haber podido presentar en pandemia, piezas como Zoraida… y El año de Ricardo.
–Me ayudó a reafirmarme, a pensar que aún en las circunstancias más adversas y adaptándome a lo que venga, seguiré trabajando y haciendo teatro. Hay un libro maravilloso de Hermann Hesse, Obstinación, que refleja muy bien esto. Esa palabra que indica que hay que ir por la plena convicción, el deseo. En cuanto a las obras, Zoraida… que se estrenó en el FIBA 2019, surgió por una necesidad de hacer teatro con vecinos. Aunque cuando estrené Bajo el bosque de leche, en el San Martín, no en el escenario, pero sí en videos, se podía ver a los vecinos de las comunidades galesas de Gaiman y Trelew, que habían participado. Zoraida es una persona real, es colombiana, hace la limpieza en El Extranjero, trabaja en el edificio de enfrente y en otra casa. Hace 12 años que vive en la Argentina y tiene dos hijos. Su vida me pareció muy atractiva para trasladarla al formato de un biodrama, que terminó siendo un audiodrama. Cuando comencé a charlar con ella para escribir la dramaturgia, en sus relatos aparecían lugares del barrio y muy cerca uno del otro. Así surgió la idea de no hacerla en un espacio cerrado. Primero pensé que ella fuera la guía que acompañara al público. Pero luego me di cuenta de que Zoraida es el símbolo de muchas mujeres que viven y cohabitan en el barrio. Ahí surgió la posibilidad de utilizar auriculares y su voz que va relatando lo que le sucedió en cada lugar. En esta performance el cuerpo individual toma otra dimensión en su relación con lo público, a partir del contraste de lo que es esa vida y la nuestra. El hecho de ser inmigrante, llegar sin nada y comenzar a construir una identidad en otro lugar.
“El protagonista de El año de Ricardo, es lo opuesto a Zoraida –destaca Stolkiner–. Angélica Liddell lleva al extremo a su Ricardo, lo radicaliza. Es un personaje difícil y muy maldito, dan ganas de matarlo, por lo que dice. Pero también es cierto que lo que dice nos hace pensar. Es un personaje que es fácil de identificar tanto en lo público, como en lo privado. Propone exterminar a la raza humana, salvo a los seres deformes. Y al menos yo puedo empatizar con esa deformidad de la que habla, porque hace una denuncia a un sistema de rectitud. En la medida en que el sistema intenta ser tan pulcro, tan perfecto, cada vez deja más gente afuera, en su búsqueda del ser humano ideal.
–¿Comenzaste a ensayar otros textos?.
–Sí, con Natalia Villamil, la autora, y Raquel Ameri estamos dándole forma a Rota, una pieza con la que vuelvo, como lo hice en Biolenta…, a la problemática de la violencia contra la mujer. Nos juntamos los tres y a partir de ciertas ideas, Natalia escribió un texto que no se ubica, únicamente, en el lugar de la denuncia, de la mujer como víctima del hombre. Nos planteamos la pregunta de qué nos pasa a nosotros como sociedad, como masculinos, con una mujer que también es madre. Con Rafael Sucheras y Eleonora Di Bello, estamos preparando la articulación de un nuevo recorrido con Zoraida…, que se va a titular Toño, el príncipe del Abasto. Capítulo 2 . El es un inmigrante colombiano que vive y trabaja en este barrio y tiene una relación con Zoraida. Nuestra idea es continuar con los capítulos 3 y 4. Con Sucheras y Di Bello conformamos una compañía para poder expandir esta idea de los audiodramas a otros barrios y otros personajes.
Mariano Stolkiner recibió nominaciones a los premios ACE, el premio Teatro del Mundo, a la Mejor Dirección y el Trinidad Guevara a Mejor Producción Privada. Hijo de padre médico y madre ex cajera del Banco Hipotecario, tiene dos hermanas menores. Rubén Szuchmacher, Guillermo Angelelli y Ricardo Bartis, se ubican entre sus profesores. En 1996, en el San Martín, vio la obra Las tres vidas de Lucie Cabrol, por los ingleses del Theatre de Complicité y decidió estudiar con ellos. A partir de su viaje a Londres, comenzó una travesía europea, en la que aprendió técnicas de clown, bufón y Commedia dell’ arte, en la escuela internacional de Philippe Gaulier. Integró la compañía I’ Commediantti, de Vitto Giorgio, y actuó en los pueblos medievales de Italia. Así descubrió que sus actuaciones en la calle como clown, le proveían de mayor dinero que trabajando en pubs. Junto a un amigo alemán y, a bordo de una vieja camioneta Volkswagen, recorrieron parte de Europa. “Fueron años de un gran disfrute”, destaca. En 2003 volvió a Buenos Aires para cursar y recibirse de Licenciado en Dirección de Artes Escénicas, en el UNA.
–¿Cuándo tuviste la necesidad de tener una sala propia? ¿Te ayudó tu familia a concretar este sueño?.
–Apareció cuando comiencé a estudiar en el UNA y me di cuenta de lo importante que es contar con un espacio personal para crear. Siempre me sentí muy interrelacionado al uso de lo espacial, cuando dirigía una obra. Me era muy difícil crear en abstracto. El espacio se puede definir como una sala de teatro, una compañía propia, un grupo de trabajo, o de estudio. Hay una sensación de vulnerabilidad a la que te exponés en teatro. Insisto por eso en la necesidad contar con un espacio de protección. Esta propiedad en la que funciona El Extranjero fue heredada de mi familia, eso fue esencial. Después, lógico, hubo que poner mucho el cuerpo para poder concretar este anhelo. Pero yo venía curtido de trabajar en el Teatro Ferroviario, de Carlos Regazzoni, al costado de la Estación de trenes de Retiro. Luego de deambular por los teatros donde me decían ‘¿por qué te voy a programar a vos si no te conozco?’, Regazzoni me ofreció el espacio en el que guardaba sus animales: gallinas, patos, caballitos, cabras. El ámbito tenía 25 centímetros de caca de los animales, había ratas, no tenía ni puertas, ni ventanas, era un galponcito abierto al lado de la autopista y las vías del tren. Y le pregunté: ‘¿con los animales qué hago?’. Me miró un poco raro, porque esperaba que le dijera que me iba. Me puse a limpiar y ahí estrené mis primeras obras. Darle una identidad a un teatro no es fácil. Ahora no, porque estamos en pandemia, pero en mejores épocas, he tenido siete u ocho obras funcionando en simultáneo en El Extranjero.
–¿Por qué elegiste bautizar a tu compañía El Balcón de Mersault, nombre del protagonista de la novela de Camus?
–La novela es como la tesis filosófica, nos enmarca dentro de lo que me interesa como identidad a transmitir. Es muy curioso lo que le sucede al personaje Mersault. Es juzgado por la sociedad, por el tribunal, por no haberse emocionado en el velorio de su madre, más que por el asesinato que cometió. Hay un pequeño capítulo en la novela, en el que se describe cómo Mersault pasa sus domingos y lo hace sentado en el balcón de su departamento. Observando desde la mañana a la noche el transcurrir de esa sociedad con la que no termina de identificarse. Tomando esa idea, las obras que hacemos intentan abrir un interrogante, un campo de reflexión. Algunas de las personas que vienen a verlas me dicen que les permitió pensar en algo, que hasta ese momento no se habían detenido a cuestionar. El Extranjero tiene una especie de lema, se llama “Teatro en contemplación activa”. Me ocurrió en Londres, atendía las mesas en un pub y uno de esos borrachines que están en la barra me dijo un día: “Vos sos muy observador, tenés una impronta muy contemplativa”. Y siempre fui así, de abstraerme para poder mirar. Claro que no me interesa el regocijo propio de la contemplación. Siempre hay que hacer algo con eso, de allí que le haya puesto contemplación activa. Es meditar, observar para poder crear, activar una idea, una propuesta.
–¿Qué te queda pendiente por concretar?
–Si bien Bajo el bosque de leche, de Dylan Thomas, estaba emparentado con el teatro clásico, Chéjov, Shakespeare y Camus, están entre los pendientes. Albert Camus es mi gran guía filosófica, me pregunto cómo puede ser que no haya hecho una obra de él todavía.
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