Pensó que iba a ser músico hasta que vio una obra y entendió que quería hacer eso por el resto de su vida; tuvo una sala propia (Puerta roja), remó por décadas en el under teatral y se hizo popular como ese querible profesor universitario que interpretó en cine; el actor vuelve ahora a su gran amor, las tablas, en el San Martín
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Miriam trabaja en una escuela del barrio de Colegiales. Se la escucha orgullosa cuando dice que su hermano “siempre hizo lo que quiso”, lo cual es una máxima preciosa para definir una vida de cabo a rabo. También aclara que “la remó muchísimo”, porque dicen que no hay épica sin sudor. Su hermano es Marcelo Subiotto, el actor de teatro que llegó al gran público por su protagónico en Puan, el film en el que interpreta a un profesor de filosofía. De abuelos croatas, con estampa de antihéroe sartriano (muy asociada a esta última película), Subiotto viene braceando fuerte en el under teatral desde fines de la década del 80. En línea con los mandatos familiares -se dedicaban a la albañilería-, se metió en la carrera de maestro mayor de obra pero a los 15 descubrió la música. “Quería ser León Gieco”, fue su primera proclama. Tomó clases de teatro en un club yugoslavo de su barrio y, años más tarde, al llegar a casa después de una muestra de fin de año en el curso de Martín Salazar -Los Macocos-, el cielo se abrió a sus pies (como canta Tom Petty, “el cielo estaba abierto de par en par”). “Entré a casa caminando por las nubes, como en estado catatónico. Y dije: ‘bueno, quiero hacer esto”, recuerda hoy, sentado en un café de la calle Corrientes, frente al Teatro San Martín, en donde se está presentando con la obra La gran ilusión, dirigida por Lluís Pasqual.
La entrevista con Subiotto comienza en el San Martín, una semana antes del estreno de la obra en la que interpreta a un misterioso ilusionista (un hombre capaz de hacer que ilusos y escépticos vean un mar inmenso cuando lo que tienen enfrente es una pared gris). El problema es que, al llegar al teatro, una compañía de ballet está haciendo su ensayo abierto en el hall y es imposible sentarse a charlar. Para buscar un lugar más tranquilo, Subiotto propone bajar un par de pisos en el complejo, pero la música se sigue escuchando demasiado fuerte, aún en las profundidades del San Martín. “¿Vamos a un café?”, sugiere finalmente.
El actor cruza Corrientes en dirección al café del Centro Cultural de la Cooperación. Es curioso verlo, porque uno siente que está en compañía del actor de Puan (tan hondo caló ese papel): un hombre corpulento, de andar circunspecto, que siempre parece deambular en el mundo de las ideas (lejos, muy lejos de esta galaxia). Y, pese a esa sensación de vuelo metafísico, se lo nota absolutamente anclado a lo que va contando, desde sus primeras clases de actuación en un club yugoslavo del barrio porteño de Villa Real, hasta su larga trayectoria en teatro y cine a lo largo de casi cuatro décadas.
De Gieco al Falla
Aunque al terminar el secundario Marcelo se anotó a estudiar guitarra en el Conservatorio Manuel de Falla, no prosperó mucho la idea de ser León Gieco (también se compró la armónica). En cambio, las clases de actuación fueron una bisagra iniciática.
Su primer profesor se llamaba José Bravo y fue quien le nombró al director italiano Eugenio Barba. “Yo no sabía de quién hablaba, pero me abrió un universo”, se acuerda. Luego cayó en manos de otro maestro, pero más joven: Martín Salazar, del grupo Los Macocos, y en la muestra de fin de año se dio el click. Atrás quedaba todo vestigio del mandato familiar (tampoco es que pesara tanto). Marcelo iba a ser actor.
Lo siguiente fue entrar a la Escuela Municipal de Arte Dramático (Emad). Empezó a hacer clown con Cristina Martí y, en el último año de la carrera, encontró en la biblioteca de la Emad un libro que lo partió al medio: Hacia un teatro pobre, de Jerzy Grotowsky. “Veía los dibujos sin parar; me puse a investigar y descubrí que Guillermo Angelelli estaba trabajando ese universo, más por el lado de la escuela de Eugenio Barba”, explica.
Subiotto se pasó siete años haciendo entrenamiento teatral con Angelelli, de lunes a viernes de 8 a 12. En ese tiempo -en los albores del menemismo y con los últimos chispazos del Parakultural- fundó La Triunvirata, con Martín Policastro y Diego Recalde. También trabajó en un grupo llamado El Primogénito, que dirigía Angelelli.-
-¿Qué te interesaba del clown?
-El clown es una técnica muy interesante para el actor, porque implica estar metido en el presente. De hecho, es presente en estado puro. Tenés que conectar con lo que al público le está pasando y te obliga a trabajar con una percepción de “verdad” que es muy pragmática. No hay vueltas.
-¿Te acordás cómo era hacer teatro en el under de los 80 y 90?
-El teatro independiente de esa época se regía por las estéticas a las que adhería cada uno. Por ejemplo, si hacías teatro barbiano, eras un barbiano. Si ibas a ver algo de realismo, eras realista. Y así... Entre todas las corrientes se discutía qué era el teatro. A mí me gustaba picar, salir de la tribu en la que estaba y trabajar con otras estéticas.
Uno de los espectáculos fundacionales en la carrera de Subiotto fue cuando armó un dúo con Juan Minujín -Los Hermanos Perham- para hacer la obra Edipo rey de Hungría, en la que llevaron al escenario toda esa línea de teatro físico y clownesco que habían trabajado con Angelelli (de quien Minujín también había sido alumno).
El otro espectáculo clave fue La cruzada de los niños, un unipersonal que Subiotto hizo bajo la dirección de Adrián Canale. Esa obra fue vista por Daniel Veronese, quien lo invitó a participar de Mujeres soñaron caballos; y luego a formar parte de Espía a una mujer que se mata (en una adaptación de Chejov). La relación con Veronese derivó en largas giras por el mundo a partir de 2008. “Durante los años siguientes casi no estuve acá”, recuerda.
Pero una de sus mayores hazañas fue crear Puerta roja junto con Canale, que funcionó entre 2002 y fines de 2013. El lugar, que estaba ubicado en donde hoy funciona el Teatro del Pueblo (Lavalle 3636), era un viejo depósito de un importador que se había fundido durante la crisis de 2001. En Puerta roja se forjó el personaje de Amadeo, con dos obras emblemáticas de ese espacio: Amores metafísicos y Coplas del cartonero Masón. La paradoja es que, en septiembre próximo, Subiotto regresa a ese mismo espacio (el Teatro del Pueblo, antes Puerta roja) para presentar la obra Los Pájaros junto a Juan Minujín.
-¿Esa mística de dos amigos -vos y Adrián- remando como locos para sostener un espacio del under como era Puerta roja ya no existe más hoy?
-Era un momento difícil, de bolsillos agujereados. Me acuerdo que todos los meses le llevábamos el alquiler a una mujer griega, que era divina y que decía sentirse feliz por alquilarle el lugar a “dos muchachos de la cultura”. Éramos remadores, gente cercana a la locura, perfectos locos, apostando a eso. Yo siempre pensé que viví mi juventud en medio de una bisagra de época. Y creo que todo lo que a mí me ha formado hoy se está desvaneciendo.
-Claramente no se podía “vivir de ser actor”...
-En la década del 90 los actores de mi generación no tenían ninguna posibilidad de trabajar de actores. Ni tampoco se había cambiado ese paradigma de “el actor de televisión”, el “actor de teatro”... Después todo se mezcló y muchos que tenemos otra formación tuvimos acceso a la televisión, al cine, y a la posibilidad de agrandar las posibilidades de laburo.
“¿Cuál de los dos Marcelos es Marcelo?”
Subiotto entiende que “el cine lo adoptó de grande”, arrancando los cuarenta. Y que tuvo que aprender a ser un actor de cine. “Una expresión mínima en teatro es una expresión máxima en el cine”, explica. “Siempre pienso que el teatro es como algo más ‘deportivo’, como un boxeador que sale al ring cuando suena la campana y si te equivocaste ´fuiste’; el cine, en cambio, es como una banda de música tocando en un estudio de grabación, en donde el resultado ya no depende tanto de vos. En ese caso actor es el treinta por ciento del proceso completo. En el cine vos das una especie de diamante en bruto, pero también lo tenés que dar muy preciso”, intenta explicar.
-¿Qué significó Puan para vos? Porque ahora la gente te conoce en la calle. ¿Te incomoda?
-No, no... Uno se tiene que hacer responsable de eso. Si entrás a un universo de producción que hace que te vean un montón de espectadores, tenés que aceptar esas reglas de juego. La gente saluda al profesor de Puan y yo lo tomo como un gesto cariñoso. Estoy agradecido.
En una escena de Puan, el personaje de Subiotto dice: Si me hubieran conocido treinta años atrás dirían “ahí va Marcelo, el estudiante de Filosofía, el de pelo largo”; me conocen ahora y dicen “ahí va Marcelo, el profesor de Filosofía, el pelado. Bueno, ¿cuál de los dos Marcelos es Marcelo? El dilema de la película es interesante porque plantea, entre otras cuestiones, la verosimilitud.
En ese sentido, Subiotto recuerda una escena que ya lo tenía ocupado desde chico en estos asuntos. “Debía tener ocho o nueve años y quería tener una bicicleta, pero en mi casa no me la podían comprar. Entonces dibujé una bici en un papel y la recorté con una tijera. Salí a la vereda y, mirando el dibujo, me imaginé que me subía y que andaba. El problema era que el manubrio no podía estar alineado con mi cuerpo porque, obviamente, el dibujo era plano. Ahí caí en la realidad. Pero mientras estuve dibujando esa bicicleta fui como un tipo pintando, en las Cuevas de Altamira, los animales que iba a cazar. Eso es una experiencia artística para mí. Es ese momento en el cual estás haciendo algo que para vos, que estás metido en ese universo, tiene una materialidad inmensa”, sostiene.
Esa “gran ilusión”, como el nombre de la obra de teatro que está haciendo, es, quizá, el motor creativo de Subiotto: un universo en el que la bicicleta de papel y el mar que inventa el ilusionista son tan reales que el espectador los puede tocar.
-¿Alimentar la ilusión y hacer verosímiles las cosas es lo más difícil para un actor?
-Cuento algo sobre eso: cuando era muy chico, me acuerdo que estaba en Santa Teresita con mis tíos y me gustaba mucho jugar con un primo de allá. Hacíamos de cuenta que él me disparaba y yo en un momento caía al piso y me moría. ¿Qué pasó una vez? El pibe se puso a llorar, porque realmente se creyó la actuación cuando me morí; y dijo: “No quiero jugar con vos a esto”. Se angustió, él también entró en ese juego. Porque al final es eso, es eso... Un gran juego.
Para agendar
La gran ilusión. Sala Casacuberta del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530). Funciones: miércoles a sábados a las 20.30, domingos a las 19.30
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